Corazón
de piedra
—Es curioso—
—¿Qué es curioso?
—Tiene el cuerpo y la postura
de quien nunca ha gozado y sin embargo... hay en su mirada un gozo;
un éxtasis que de tan pleno se ve eterno. Apuesto a que ha sido un
fallo del tallador —
—No apuestes a ello pues te
equivocas. Te contaré.
—Todo se transforma; el metal, las piedras, las horas, incluso lo
que a primera impresión juraríamos inmutable. Acá, en esta misma
ciudad, hubo un hombre, y posiblemente ahora mismo, mientras te
cuento, haya otros similares; un hombre, te dije, que a duras penas
podía distinguírselo de una ameba, una minucia, un débil esqueje. O
no, no tanto, pues el arte que anidaba en sus poderosas manos, hacía
de él un artífice; un oculto, casi invisible talento brotando entre
dedos tímidamente investidos de humanidad. Dedos que construían
bellezas para otros mientras su amo perduraba en la pobreza y la
soledad.
Como
sea, todo en él era encogido, replegado, resistente, medido,
pausado. Hora tras hora tallaba inclinado sobre su mesa, bajo la
cambiante y escasa luz de una breve ventana.
Ventana que no es inocente en esta historia. Tras ella, la calle y
en la calle, mejor dicho en la plaza, en el centro de la plaza:
Ella.
Ella
con sus largas piernas, sus formas voluptuosas, sus labios
semiabiertos en un eterno gesto hambriento, sus ojos codiciosos,
fijos expectantes.
Ella
bajo el sol, bajo la lluvia. Él, mirándola siempre inclinado sobre
su mesa. Deseándola siempre tras la ventana.
Teniendo sólo las piedras por compañeras, silenciosa materia
maleable entre sus dedos, que hurgaban rugosidades hasta extraer el
tesoro oculto. Ése era, según todos, su talento. Su gran talento:
Hallar la vida palpitante donde quiera se ocultase. ¡Nadie imaginó
nunca hasta qué punto era tal su talento!
Un
día cayó una lluvia de meteoritos y él que nunca salía; salió.
Alguien lo vio acercarse a ella, mirarla, inclinarse, palpar el
torneado de sus formas; nadie vio que tomaba del suelo.
Todo
siguió igual, día tras día tallaba inclinado sobre su mesa. Noche
tras noche se veía el oscilar de la luz de una vela puesta ante la
ventana. Algunos dicen que en esas noches comenzó el cambio. No sé,
no lo vi.
Ella
desapareció el mismo día que él tapió la ventana. No se supo más de
ninguno de los dos, hasta que la policía decidió entrar al taller.
Allí
los encontraron. En al cama, abrazados, sonrientes.
Ella
palpitante con su corazón de meteoro recién estrenado. Él, tallado
en piedra. —
Las palomas se acurrucaron
juntas en el regazo del hombre inclinado.
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