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22.Jul.15

   
 

 

             
  Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

 

 

 

 

 

       

 

Materia y lenguaje de la poesía

Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

 

No es ley buscar la escrupulosa “unidad” cual duro examen para calificar o descalificar un poemario; la “substancia” de que está hecha la poesía se vuelve una, cuando una parvada cruza el cielo. Lo resume un afortunado epígrafe de Quevedo: “Basta ver una vez grande hermosura”, que nos deja seguir al poeta en la sabiduría de su “Ala de luz”, ahí donde atisbara Saint-John Perse: “la pluma docta en el escándalo del ala”. A la presentación del poemario que nos ocupa, confluyeron talentos: la poeta Iliana Godoy, que lo enriquece todo. La primacía de Héctor Orestes Aguilar, director del Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, donde tuvo lugar el evento y la llegada súbita, aplaudida, del querido Efraín Bartolomé. Un tópico innegable, el Beatus Ille, permite aproximarnos a la obra de Vidal Flores, desde aquel ir en pos del dulce sol de una mirada femenina, hasta el pedir: “Abrígame, no tardes, escucho ya los pasos del invierno”.

El Beatus Ille se comprende como la identidad de la voz del poeta con la naturaleza. La traducción “Feliz aquel”, arde al calor del verso de Fray Luis de León: “sigue la escondida senda por donde han ido/ los pocos sabios/ que en el mundo han sido”. Es a partir de ahí que se recoge un poeta para sembrar deseos de bienaventuranza. Un gusto que se extiende hacia dentro, más allá de las palabras, pienso ahora en la sinfonía llamada “Pastoral”, de Beethoven, un gusto que se vuelve fervor que nos lleva a afirmar que la poesía es, acaso, la pura región de la alegría.

El carácter bucólico, se sigue del nombre de Bucólicas, dado por Virgilio a diez églogas escritas por él entre los años 40 y 37 antes de Cristo, y ha sido por milenios, veta acorde a un estilo de vida, situación consolidada en arte, invencible don de cautivar: “Túneles de murciélagos donde anduvo aquel pueblo/ esplendores perdidos bajo sombras de siglos…”.

Lección de la naturaleza en una de sus voces, lo reiterativo, la anáfora: “Un día oí la voz del viento/ la voz andante de las piedras/ Oí la voz del fresno por la tarde…/ Oí cantar las pulidas raíces del sabino/ hablando de la paz de los remansos/ Oí la voz quedita del arroyo/ que pasa mientras canto…/ Oí el silencio dorado de los sauces/ Allí nace la gloria”.

Pureza de la sinestesia apuntalada aquí por la prosopopeya: “De pronto sale el sol… le da voz a las cosas”. El dorado, lo nostálgico, y por dentro, el legado, lo que de algún modo nos transmitimos para entender, lo que pensamos, lo que vivimos; Savia: “Cierro los ojos/ desciende el pensamiento hasta mis venas”. Y siendo así: “El viento baja a platicar conmigo…/ Cierto, el cielo es más cielo”.

Son matrimonio, energía y materia, realidad y deseo, lo que al amante de la naturaleza se le da en pleno. Por eso mismo lamenta la destrucción del entorno, la ruindad de la tala sobre el ecosistema: “Muchos troncos donde pasó la motosierra/ y otros que del progreso no se levantaron”.

El lenguaje es un bien que actúa a favor del poeta: “Andan inquietas las palabras/ saltan se esconden bullen/ luego se acuestan dóciles/ y uno las acaricia/ como si fuera apenas la primera novia…”. Esa novia a la que, travieso, se le dice: “…te miro pasar por la banqueta con tu falda/ dándole gusto al aire”.

La mujer en todo: llega al poeta su voz de arroyo. “Voy a guardar tu risa para alegrar mi aurora”. Algunos llegan a saberlo en vida. Logran hablar de frente al amor: “Unes sobre tu piel el sol y el rocío”.

Cada palabra es una madrugada y cada madrugada, una palabra en que el poeta reitera: “Le pido a las palabras que bajen limpias a mi mano/ pulidas como estrellas”. Las que dejan astillas (dando razón del título) no son estas palabras como estrellas, sino las palabras estrelladas. Es sabido que provienen de distinta raíz: estrella, de stella, pero estrellar en el sentido de hacer pedazos con violencia, no está relacionado con esta familia, sino deriva del latín astela: astilla que asimismo da origen a estalla.

La etimología demuestra que el lenguaje también es un tejido, es osadía que compromete y permite fundirse en la Naturaleza, que es diosa entre las diosas, con la paciencia de quien sabe admirarla y es rey al lado suyo.

Así es como hay que leer a Vidal Flores, el joven que sabía ya de lo mucho de otoño que hay en cada uno, cuando llegaba a sentarse al taller del poeta de todas las inmensidades, al que tuve el honor de pertenecer hará unos treinta años: Efraín Bartolomé. Me cupo en suerte la dicha de ocupar un lugar junto a Vidal en esas tardes de Rectoría, únicas, irrepetibles en la vida de uno, en donde verdaderamente hubo Universidad Nacional, y Difusión Cultural, y el poeta de Ojo de jaguar hablaba y sus ojos lo alumbraban todo. Ha dicho Oscar Wong en La pugna sagrada que Efraín Bartolomé, como el Manuel José Othón de nuestros días, “canta e invoca a la naturaleza”. Ha dicho que “Dios mismo es mujer. La poesía, en Bartolomé, es unión, comunión, un ritual sagrado. Y el poeta celebra y canta a la vida, que se exterioriza en la naturaleza, en el paisaje, en la eterna estampa de la existencia: la poesía”. (Oscar Wong, La pugna sagrada, Ediciones Coyoacán, 2004). Por Vidal, joven de aquellos tiempos, diremos: “Paso al que ha percibido el rumor de los cedrales. Paso al que ha perseguido la “rosa íntima”, al que reconoce: “…¡en este día ya no me cabe más paisaje!”. Para él la lealtad de todos para uno, y uno para todos, lealtad de monte, crujir de su cama dura y duradera. ¡Paso al que ha declarado Quedan marcadas mis viejas huellas en el barro! Como si fuera un trazo del aire, el cielo, o el crujir de aquel tiempo, dice en su poema “Recuerdos y paisajes”: “…no todo está perdido/ La tarde me ha dejado/ un pedazo de sol sobre la mesa”.

Vidal Flores, Astillas. Navachiste Ediciones, Celia Cortés, in memoriam, diseño interior: Wendy Félix, diseño de portada: Jesús Ramón Ibarra, Fundación Navachiste, Instituto Sinaloense de Cultura, México, 2015.

 

     
   
                 

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