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9 de septiembre, 2015

 
     
     
     
     
     

 

 

     

 

La Olla de Barro

por María Guadalupe Montes de Oca

.

 

Dicen que hay que gritar en una olla de barro para que aparezca lo que se ha extraviado. Es tan efectivo que hasta se puede llamar al ser amado y,  aseguran las lenguas que saben, al poco tiempo llegará.

¿Dónde encuentro una olla con una boca suficiente?, ¿con un vientre tan enorme que soporte el peso de las tantas cosas perdidas?, ¿una cuyo fondo oscuro y vacío no me devuelva sólo mi voz reverberante?

Busqué en los lugares posibles. Empecé por mi alacena, luego pregunté con las vecinas, con la madrina Lucía, en la tienda del mercado, en la plaza de la Pluviosilla. Nada. En ninguno de esos lugares había una vasija tal como la necesito: Alta, de cuello estrecho, alargado para que lo extraviado se asegure en el fondo y no vuelva a perderse. Con un vientre generoso, de sonido seco al golpe de los nudillos, sin grieta alguna. De una sola pieza y, lo más importante, nueva, que nadie nunca la haya usado. 

Un lunes tempranísimo fui a la plaza del pueblo de Santa Lucía. Hice trato con la vendedora quien me dio la receta de su abuela para curar la olla como se debe. Me explicó que  era mejor esperar a los soles  de marzo, porque es el mes de agradecer a la Madre Tierra. Debía aprovechar los primeros días,  en los que ella regala  a los hombres un milagro, una virtud, un algo hermoso para saciar el corazón humano atormentado. Había que untarla con cal, remojarla por tres días en agua y luego ponerla a secar al sol hasta que toda la humedad se evaporara. A manera de bautizó, pensé. A modo de renacimiento.

Hice tal como me dijo, era el mes de enero y esperé pacientemente. Teniendo todo lo necesario, la olla de barro curada y el conjuro exacto, la luna creciente, la hora precisa. Hice  todo cuidadosamente según las instrucciones:

 “Dejar caer en el fondo de la olla un papelito doblado en cuatro con el nombre escrito del ser amado que se desea atraer o bien con el nombre del objeto extraviado que se desea recuperar.  Verter unas gotitas de miel. Dejar ir las cuentas de un rosario bendecido para obtener el favor de Dios. Señalar con la olla de barro levantada hacia los cuatro puntos cardinales haciendo una leve pausa en cada uno, para que sople el viento desde cada rincón y traiga lo tuyo. Luego, detrás de la puerta de entrada de la casa y  con mucha fe para que se cumpla, llamar  a gran voz en la olla  lo que se perdió y se desea que vuelva”.

 

Estoy aquí frente a la cueva de barro

con mi voz en filo a su vientre vacío.

 

Con la fe de mi grito

te imploro el no eco de tu entraña,

con el fémur, la tibia, el peroné

y cada vértebra de mi esperanza erguida,

levanta mi osamenta

la llamada de vuelta

de cada cosa perdida:

 

Que regresen todos los lugares comunes

Que regrese toda tu presencia a las horas de mis días.

Que regrese como sea, de mañana o de noche,

jovial o adolorida, de cerca o de muy lejos,

de sopetón o de poco a poco, no importa cómo.

 

Que regrese su prisa del desayuno

sus regaños de domingo

sus castigos de la cara contra la pared

su espera frente a la escuela

cada una de las filas para el cine,

para la comunión en misa.

 

El elote de la esquina y la vacuna de difteria,

las compresas en mi frente

cuando ardía de tifoidea

las calles que no caminó con mi mochila al hombro.

 

Los libros que no forró

la maqueta de los planetas que no construyó

los abrazos de cumpleaños,

su benevolencia.

 

El perdón de mis errores,

sus ansias de protegerme hasta del aire,

su orgullo de caminar conmigo en la calle,

que me vuelva  de su corazón el amor que sí vale,

 

el que sí alcanza,

el suficiente para que se quede,

para que no se vaya.

 

Que vuelva mi padre y el destino que era mío

que regrese con nombre y apellido,

que me vuelva lo que yo era,

porque aún me recuerdo antes del despojo.

 

Mi grito parecía largo de oscuro, tanto que anegó el vientre de la olla,  derramándoseme por las manos, inundando el cuarto, mojando mis pies y subiéndome el frío por todo el cuerpo. Temblaba con la olla levantada conjurando mi expulsión.

Lloré tan viva como estoy, con la violenta agitación del alma y desmadejada como expulsada del paraíso con condenación y todo. Como desterrada. Lloré como si con nada pudiera alcanzar el perdón. Estéril de gracia desde el principio. Arrojada de la vida que era mía. Lloré como cuando era niña.

En aquel entonces yo no valía ante sus ojos el mínimo necesario para no prescindirme. Pero la magia hace posible lo imposible y el vientre de la olla asiló la dolencia y la esperanza.

Hoy ya no sé si aquél o éste es mi destino. No sé si alguna vez mi padre fue de mí o lo que ando en el alma es un recuerdo de alguien que nunca me sucedió.

 

 

 

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