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Tulancingo, Hidalgo, México

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Luis Manuel Pimentel  
   
   

Venezuela

 
 
   
   
 

 

 

 

 
 

29.Feb.20

 
 
 

No hay tiempo para el final

cuento de Luis Manuel Pimentel

Ilustración: Daniel Erazo

 

 

Carmen Luisa le daba de comer a la tortuga. Le gustaba ver tras el mordisco esa curva en la hoja. De paso lento les silbaba a los loros para que fueran hasta ella y le sacaran los piojos. En una jaula grande tenía un par de ardillas y un turpial al que llamó Güito. Llegó un día cuando la perra se puso muy triste, los animales trataron de descifrar el profundo aullido de Laika. Ahí fue cuando la gata ladrona Pitufina, se comunicó con los otros animales diciendo que a la abuela los pulmones no le dieron más. 

Ese día la familia se vistió de negro. Después de más de medio siglo sin verse, el hombre que amó en la juventud también quiso verla. Él entró a la funeraria mientras la luz del sol le pegaba por la espalda. Caminó directo por el pasillo mientras se iba quitando el sombrero. Llegó al féretro y haciendo una venia, dijo en voz baja y triste: 

  • Aaaaaaay Carmen Luisa, aaaaaay Carmen Luisa.

Al poco tiempo de mirarla como si en sus ojos estuviera recreando lo que vivieron juntos, fue colocándose poco a poco el sombrero, se dio media vuelta y dejó que sus hijas, a quienes abandonó de niñas, lo miraran sorprendidas y taciturnas. Esa fue la última vez que lo vieron. Luego se fue a beber en búsqueda de sus animales fantásticos. De trago en trago recordaba a Carmen Luisa como a la única Venus de Capacho.

La casa de la abuela quedó en dolor y silencio. Sortilegios azules en medio del tono amarillento de un cuerpo que se descomponía. Sombrero de medio lado, y las luciérnagas lo alumbraban como si se tratase del más bello galán del pueblo. Ulises, el hombre de las historias campestres. 

Sus almas fueron luces y sombras. En medio de la noche andina la vía láctea les sonreía. De jóvenes caminaban por los pasillos del mercado, uno que otro gato los miraba aprobando sus besos a escondidas. Subían a prisa jugueteando por las escaleras del Mercado La Guayana, seguían a la venta de comida donde las mesas eran protegidas del sol con unos grandes paraguas amarillos. Llegaban las cocineras ofreciéndoles la sopa del día. Comían y el verde del cilantro se quedaba pegado entre sus dientes, mientras seguían besándose y sonriendo.

No más de ciento cincuenta veces lo hicieron, a veces, con el chachareo de los loros por encima de la casa, otras, con las guacharacas cantando sobre el árbol de mango. Sus dedos eran instrumentos celestes que viajaban buscando huecos. Carmen Luisa de una firmeza profunda recordaba las necias palabras de sus padres, que luego le parecieron sabias. 

Ulises con las manos a medio bolsillo y un carraspeo constante porque se le secaba la garganta, ya presentía lo que venía. Las piernas le tambaleaban como si se le bajara la tensión. Una botella en la mano por el resto de la vida. Debía soltarse, ya muchas cosas no tenían sentido. Lo que vio en ella debajo de la mata de lechosa al anunciarle su separación, era como para no dormir en un siglo, ni siquiera después de muertos. 

Luego no supo cómo administrar su despecho, y entre notas musicales, pudo rasguñar el violín con estrepitosas tonalidades que le indicaba que estaba perdido. 

Por las noches, al llegar a su casa de barro y techo de cinc, dejaba a un lado la botella, el violín y el sombrero encima de la mesa, cerraba los ojos y la recordaba. 

Acostado en su solitaria cama, siempre llegaba una gallina que le picoteaba los pies. 

 

 

 

 

   

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