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  Jorge Borja  
     
     
     
     
     
     
  Edmundo Valadés   
     
     
     
  CDMX  
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 
 

6 de abril de 2020 

 
     
      
 

Edmundo Valadés, un joven de setenta años

por Jorge Borja

 

 

 

Allá por 1985, Ricardo Chávez Castañeda, Nayef Yehya, Andrés Acosta, Pterocles Arenarius, Marco Tulio Lailson y yo, entre otros aspirantes a escritor, asistíamos al taller de cuento de Edmundo Valadés. Cada miércoles, en el tercer piso del edifico del ISSTE del Metro Juárez, aquellos veinteañeros hacíamos nuestros pininos literarios. Al terminar la sesión, de seis a ocho de la noche, teníamos por costumbre beber café en La Habana de Bucareli o tomar la copa en el Negresco de Balderas y Victoria. Ambos eran refugio tradicional de periodistas y ocasión propicia para que el maestro Valadés nos deleitara con su conversación.

Al Negresco asistíamos más hombres que mujeres. Además de ser el sitio natural para las confidencias viriles, era una fiesta para la pupila. Las meseras, jóvenes de cadenciosas caderas, se prodigaban generosas con el escote y la minifalda, convirtiéndose en el manjar de nuestra lascivia, especialmente dos gemelas rubias de acento norteño que, cuando la solvencia económica lo permitía, nos acompañaban a la mesa.

De aquí salió una mesera muy guapa, primero como extra y luego como figura del cine nacional: Emilia Guiú. Llegó a México como refugiada de la Guerra Civil Española y terminó compartiendo créditos estelares con Tin Tan y Pedro Infante nos contaba don Edmundo entre cigarrillo y cigarrillo, con su voz pausada y el chisporroteo de sus ojos azules de muchacho risueño.

En los cincuenta, Valadés cubrió la fuente de espectáculos con el seudónimo de "Presciliano", que sacó de aquel corrido de su tierra que decía: "Presciliano Valadez es amigo de los hombres y querido de las mujeres". Don Edmundo siempre fue muy versátil, además de ser subjefe de la oficina de prensa de presidencia en el sexenio de Ruiz Cortines, publicó dos libros de ensayo, tres libros de cuento y varias antologías de este género, del cual se le considera el mayor difusor en México a través de su revista El Cuento, que se publicó durante más de tres décadas.

Su abuelo Adrián Valadés fue periodista en Baja California. Su padre Adrián Odilón Valadés, fue periodista en Sonora durante la Revolución. Edmundo se inició en este oficio después de haber sido agente fiscal en Xochimilco, detective de tienda y vendedor de cremas en Monterrey, y maestro de primaria en Matamoros. Cuando contaba con 21 años cumplidos, su primo José Cayetano Valadés, también periodista e historiador, le presentó a Regino Hernández Llergo, legendario entrevistador de Francisco Villa, quien recién regresaba de los Estados Unidos a fundar una revista que iba a hacer época.

Le pedí trabajo a don Regino, de lo que fuera. Él me dijo que por el momento sólo necesitaba un "pistolero". Pensé que requería de un guarura o algo así, y estaba dispuesto a acompañarlo de esa forma aunque yo nunca hubiera disparado un arma. Afortunadamente don Regino me aclaró entre risas que en realidad se refería a que necesitaba una persona de su confianza, un ayudante para empezar con la revista Hoy.

Edmundo comenzó ganando 25 pesos semanales en 1936, un sueldo espléndido para un joven soltero y curioso, fanático del hipódromo y del billar, cuya verdadera vocación era bailar como Fred Astaire.

A pesar de haber vivido experiencias tan intensas como la orfandad materna o la trashumancia, Valadés siempre estuvo nimbado por una aureola de ingenuidad que lo distinguía de otros escritores. Sin duda hubiera podido suscribir aquel aforismo de Antonio Porchia: "Un poco de ingenuidad nunca se aparta de mí. Y es ella la que me protege". La ingenuidad y el asombro eran dos de las cualidades del maestro.

A sus setenta años convivía con sus discípulos, sin ninguna pretensión, como otro joven que podía confesar sus alegrías y sus cuitas sin ningún desdoro. Por eso para nosotros, que entonces desconfiábamos de todos los mayores de treinta años, Valadés representaba la extraordinaria posibilidad de madurar sin la amargura, la gravedad ni el acartonamiento de los adultos que detestábamos.

Con mi primer sueldo tuve que invitar la parranda a mis compañeros porque así se estilaba en ese medio. Nos fuimos a una cantina y después de algunas copas a un cabaret, al primero al que entré en mi vida. Allí, los viejos lobos rápido se consiguieron muchacha para bailar o para pasar la noche. Yo me quedé sentado bebiendo hasta que se me acercó una chica muy joven que como era nueva en el lugar aún le daba vergüenza abordar a los clientes. Le ofrecí un cigarro pero lo rechazó porque no sabía fumar.

Nosotros, sus discípulos, pensábamos que por primera vez el maestro nos iba a contar una de sus conquistas, contraviniendo el caballeroso silencio que guardaba en esta clase de asuntos. Sin embargo en su voz se impuso el muchacho tímido que entre las vueltas del danzón de aquella noche, se fue enamorando de la chica y acabó haciéndole la corte.

Teníamos la misma edad y los mismos sentimientos, pero ella tenía un hijo de meses. Para mí eso no representaba ningún obstáculo. Se lo repetí siempre que nos vimos. Nos queríamos como pueden quererse dos chamacos ilusionados, pensábamos que los problemas se arreglaban fácil. Y aunque planeamos muchas cosas: yo la iba a sacar de trabajar, nos íbamos a vivir juntos; se interpuso mi padre. Me dio buenas razones para dejarla pero yo seguí obcecado, ni amenazas ni regaños consiguieron disuadirme. Pero también fue a hablar con ella, no sé lo que le dijo, ni siquiera si le ofreció dinero, el caso es que la convenció; ella dejó el trabajo y se cambió de casa... pronunció lo último con la voz ahogada por la emoción. Nosotros nos concentramos en nuestros vasos. ¿Qué se le puede decir al maestro? Le dio una profunda calada al cigarrillo antes de proseguir.

Con el tiempo me olvidé. Me dediqué por entero a la revista. Hice de reportero en la sierra de Puebla, de redactor en los artículos de cierre, hasta llegué a escribir las editoriales que firmaba don Regino. Después trabajé en periódicos, en el gobierno, y mis ratos libres los dediqué a la literatura, al cuento... hice muchas cosas pero no sé qué fue de ella...

Valadés miró nuestras caras largas. Tal vez apenado por nuestro silencio, alzó el vaso para exclamar:

Jóvenes, ustedes me caen muy bien y dirigiéndose a Jesús Ortega Rodríguez (a) Pterocles Arenarius, le dijo sacudiendo el dedo admonitorio pero usted, Jesús,... ¡me cae a toda madre!, un día nos vamos a correr una buena parranda.

Don Edmundo murió el 30 de noviembre de 1994, precisamente el día en que se anunció el grisáceo gabinete del mediocre Zedillo. Se fue nuestro generoso maestro, el único que nos convenció de que valía la pena envejecer si se envejecía como él.

Ahora, tres décadas después, mientras brindo con el gran Pterocles, le pregunto: ¿qué vas a hacer cuando el maestro te llame para correrse esa parranda?

 
     
     
     

 

 

 

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