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Poetas mexicanos contemporáneos

por José Antonio Durand

 

Max Rojas

 
 

18.Jun.13

   
 

 

 

 

La poesía bronca de Max Rojas, “El Aullante” en Turno


por José Antonio Durand

 

 

A Max Rojas se le conoce por su profunda invitación al sufrimiento. Parte de su ser de poeta está contenido en el libro El turno del aullante y otros poemas, que publicó Trilce Ediciones en su colección Tristán Lecoq, reuniendo dos libros de Max: El turno del aullante, de 1983 y Ser en la sombra, de 1986.

      A partir de dicha publicación el nombre de Max Rojas ha recorrido de arriba abajo los vericuetos del laberinto de las emociones, especialmente entre los jóvenes y lectores de sesenta años y más, pues sus textos desvanecen todo abismo generacional en tanto la universalidad del sentimiento que la poesía “Maxista” expresa.

      Rojas se ha desempeñado como director del Museo-Casa de León Trosky (1994-1998), amén de un rosario de actividades de promoción a la cultura, en donde destaca su participación en la organización del Consejo de Fomento Cultural en Iztapalapa o el Circuito Museos del Sur, AC, entre muchos otros.

      Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte 2006-2009 y hace un par de años publicó Antología de cuerpos, Linaje Editores, con fragmentos de sus siete primeros libros de poesía.

      Su espíritu bohemio lo ha llevado de esta a aquella cantina y de uno a otro encuentro de escritores. Su participación en el Taller Permanente de Poesía Cartago, fue fundamental para la producción literaria de sus integrantes, varios de los cuales han obtenido diversos premios por sus obras de contundencia inobjetable.

      La poesía de Rojas es una invitación a aullar rompiendo el silencio para sembrar el dolor con múltiples gemidos en medio de aquellos recuerdos que nos hieren como hierro candente sobre la piel, inscribiendo en la carne viva la experiencia trunca de aquel encuentro que jamás llegó.

      Sus textos constituyen el tiempo de lobos y luna llena, el tiempo de escuchar el llanto y las quejas de un poeta que salió no tan ileso tras sobrevivir una larga temporada en el infierno.

      La colección de poemas que Max nos ofrece bajo el título de El turno del aullante y otros poemas entreteje vivencias personales de estricta intimidad, con textos que refieren una comprometida forma de pensar del ser que asume con inconformidad y rebeldía un sospechoso orden moral, que a la par denuncia y critica con fuerza y sin ambages como fórmula inequívoca del ejercicio intelectual del poeta verdadero: ése que en su voz nos contiene a todos.

      La furiosa seriedad que campea en sus escritos es una muestra elocuente de la intención que lega al género. Es, sin lugar a dudas, otra forma de entender esta carcajada llamada vida. Y si no, ¿cómo podría entenderse que haya en su libro poemas que deben leerse a las 9:30 y más de la noche so pena de morir en el intento?

      En el contexto global de la conducta humana, “por hosco o burdo que sea el sentimiento, su transformación en palabra revela el esfuerzo cotidiano por domarlo y darle cauce como producto tramposamente neutro, para que no hiera, para que nos ablande el rencor” y perdonemos a nuestros deudores. Pero el poeta Rojas, de suyo iconoclasta, ateo irredento, no claudica ni otorga perdón alguno, y su poesía arremete para echar en cara la desfachatez de quienes se llevan todo, que lapidan el alma y devastan las paredes que contienen nuestros mejores sentimientos dejando en cambio solo escombros, pero no contentos con ello los depredadores se llevan incluso los escombros, para entonces, ahora sí, no dejarnos nada, absolutamente nada… Ni el vacío siquiera:

 

 

TRENOS

                                               Max Rojas

                V

 

Vinieron por el hueco

vinieron luego por la pared y los clavos

se llevaron ladrillo tras ladrillo

se llevaron los goznes

desmantelaron todo:

a pisotadas demolieron la escalera,

a puñetazos acabaron con los vidrios,

arrasaron con todo,

chamuscaron el pasto, pisotearon

tristísimos huesitos de paloma;

se llevaron el frío, se llevaron las últimas botellas,

se llevaron incluso la pared de enfrente,

se llevaron la cama y el montón de yerbas,

se llevaron la mesa y su montón de escombros,

se llevaron incluso los escombros,

arrasaron;

arremetieron después contra el silencio,

un gritadal dejaron en vez de aquel silencio,

deshilacharon más después mis alambradas,

sépase a mis puitas qué le hicieron,

pateáronme después mi fiel madero, mi astilla de querencias,

la dolorida armazón de donde cuelgan mis colgajos,

heláronme la voz heláronme la brasa,

se llevaron en fin, finada, a mi hosca huesa,

me llevaron a mí, me quedé solo,

di un traspiés, caí, caí hasta el fondo,

allí me derrumbé, me hice de herrumbre,

me puse a masticar mi triste hilacha,

pensé en llevar a hojalatear mis cuarteaduras

mejor me desistí, me eché un requiéscat,

un trago de mezcal,

cavé mi hueco

                                   crepité

                                                                                              -concluye todo.

 

 

 

 

 
   

El turno del aullante

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y es con esa vacuidad transparente y fría contra la que Max contiende pluma en mano diestra, cigarro en la siniestra y una copa de ron en receso esperando que a este poeta le crezca una tercera mano para ser asida. Pero hasta donde hoy se sabe Max Rojas solo cuenta con dos manos y una alma partida y ahora compartida en el brevísimo inventario al que nos hemos asomado para asombrarnos de la rudeza del poeta áspero, ríspido y profundamente sensible en tanto que “nada de lo humano le es ajeno”. Y menos aún el dolor tan grande que produce el desamor.

      El psicoanálisis, al que necesariamente obliga el libro, descubre al desengaño como razón profunda de toda tragedia y a veces habla el desencanto en ruego, con voz baja, murmurante, como plegaria pidiendo que vuelva la que se fue…

 

 

           VI

 

Hoy de golpe me vino todo aquello,

y de golpe, también, me encontroné,

en un muro.

no es para menos, dije, y me tiré al olvido,

y luego anochecí mascando penas.

 

Me dio por acordar de amargas cosas,

y me puse a morder tales mordidas

que los dientes después me hicieron daño:

aconteció que el llanto sonó a desbarajuste,

pero mejor me fui por si llovía;

hubo no sé ni cuantas bajaduras

y tantas cosas más que me arrumbaron.

 

La pena me entristó y estuve a punto

de barbotar de tanto que traía;

de golpe se me vino todo encima,

y hubo un dolor aquí y un aguacero

y un poco de llorar por si las dudas

(la cosa fue que el agua me hizo daño).

 

No es para menos, dije, y me tiré al olvido,

Y enmohecí en un rincón mascando penas.

 

Los gritos-poemas-aullido que nos brinda Max-lobo, no obstante ser textos del todo personales, cada uno de ellos nos contiene pues describe espacios a los que hemos acudido, y no necesariamente en sueños, sin que tengamos nosotros (sus lectores de culto) la mínima posibilidad de referir tales ámbitos con el elevado sentido estético con el que Max los suscribe.

      Es esa, justamente, la importante tarea de todo poeta: universalizar con su canto el sentir de todos; decir por nosotros –los afásicos– lo que no podríamos verbalizar en tanto que comunes mortales.

      Max vive intensamente sus poemas, paradoja que resulta al revivir en el recuerdo la muerte lenta del adiós… Y uno se pregunta, cada vez que oímos leer a Max sus propios textos, ¿cómo es posible que este poeta medio muerto por tanta lastimadura no derrame una sola lágrima en cada auto tortura?, ¿cómo no llora sus poemas en cada empresa dolorosa de lectura? Y la respuesta es simple: son sus escritos todos un llanto a gritos, a aullidos, de quien se desangra “desgarrándose en el anzuelo de los recuerdos” con los que viene a confesar que ha vivido.

 

 

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