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6.Jun.14 

 
   

Cortázar, feliz centenario

Para muchos, Rayuela es una contranovela o una antinovela.

 

René Avilés Fabila

 

 

Julio Cortázar era un mago de las letras. Nació en 1914, en Bruselas, y pasó su niñez y adolescencia en Buenos Aires; allí, como es normal, siguió siendo europeo, con acento porteño, usaba el lunfardo, sentía placer por el tango, los bifes, el vino tinto y admiración por Jorge Luis Borges.

Ya mayor, bajo presiones políticas, Cortázar sale de su apreciada Argentina para radicar en París y, casi al final de su vida, adquiere la nacionalidad francesa sin dejar de ser profundamente argentino, como Ernesto Guevara.

Cortázar comenzó escribiendo cuentos breves que pronto se alargaron hasta convertirse en novelas ambiciosas y deslumbrantes. Fue al mismo tiempo un traductor de altos vuelos que puso en magnífico castellano a Edgar Allan Poe, a quien Charles Baudelaire había dado a conocer en París en memorables traducciones al francés.

Su fama como escritor se consolidó internacionalmente cuando Antonioni hizo una película extraordinaria, Blow Up, con David Hemmings y Vanesa Redgrave, basándose en un cuento suyo: Las babas del diablo. Con su celebridad mundial a cuestas, Cortázar nunca asumió las actitudes arrogantes que conceden la fama y el éxito y fue sabio y discreto.

   Políticamente vivió su época y, en ella, cómo no amar a la naciente Revolución Cubana y su ambicioso proyecto de transformar al llamado Tercer Mundo: incendiar con llamas socialistas a toda América Latina, África y Asia.

Aquellos momentos fueron de confusión, resultado de la Guerra Fría. Había muerto el Che Guevara y en Vietnam los bombardeos norteamericanos se acentuaban. El mayo 68 de París y luego las rebeliones juveniles en Praga, Estados Unidos y México vaticinaban una amplia revuelta contra la sociedad de consumo.

Los partidos comunistas tradicionales mostraban resquebrajaduras y el rock and roll se sumaba a los aires de subversión planetaria. Dentro de este mundo que se globalizaba alrededor de un proyecto socialista ante la histeria anticomunista norteamericana, los intelectuales latinoamericanos, debido a la Revolución Cubana, discutían el papel del compromiso político.

Las posiciones más obvias eran aquellas que convertían al escritor en autor de panfletos al servicio del partido o de la Unión Soviética. Cortázar mostraba una tenaz rebeldía ante esta postura que hoy se antoja extraña y servil, pero que tenía raíces complejas.

Es natural que uno cite Rayuela como ejemplo de experimentación literaria, de una intensa búsqueda formal, pero asimismo en el collage La vuelta al día en ochenta mundos, Cortázar inventa y recurre a la literatura fantástica y le da un nuevo sentido, se apoya en la escritura automática y, desde luego, en sus recuerdos.

Para muchos, Rayuela es una contranovela o una antinovela, si se prefiere. En realidad, definirla no es prioritario. Lo maravilloso es sumergirse en ese mundo cortazariano tan coherente y lleno de posibilidades.

Julio Cortázar, como pocos escritores en la segunda mitad del siglo XX, fue un artista que hurgaba en la mente humana y en la fantasía. Tampoco dejó de explorar las estructuras literarias y llegó hasta donde otros no se hubieran atrevido.

Los resultados son portentosos e inagotables. Lo que sí se manifiesta son los aires de soledad y nostalgia que se pasean por toda su obra, aun en las páginas más llenas de buen humor: en un hombre trasterrado, la tristeza permanece y no desaparece por más que las posibilidades de retorno sean una realidad.

Julio Cortázar dejó más de una clave para ingresar en su literatura, instrucciones para leerlo y una de ellas es el libre albedrío para que el lector haga lo que le venga en gana. Por tal razón, es improbable que uno se ponga en total armonía con otro que ha leído atentamente su obra. Si alguien del siglo XX ha de sobrevivir por siempre, ése es exactamente Julio Cortázar, no importa si los premios llegaron o no en la cantidad necesaria, si José Saramago era capaz de cederle su Premio Nobel o si su amistad con la Cuba de Fidel Castro perjudicó su aspecto de crítico político.

Fue un hombre de absoluta honestidad ética y estética. Dominó el reino de la creación pura, por más que Julio Cortázar haya contado sus experiencias personales como la pelea donde Luis Ángel Firpo derribó a Jack Dempsey o la emoción que le producía escuchar a Thelonious Monk, Louis Armstrong y Charlie Parker, traducir a Poe o el bello arte de caminar París, sitio que eligió para producir una literatura prodigiosa.

 

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