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18 de julio, 2007 

 

 

 

EL PERIQUILLO ZARAGOCIENTO

     
         
         
 

 

por José Antonio Durand Alcántara

 

Sin lugar a dudas, uno de los eventos más significativos para mí, en el transcurso de estos 30 años de actividades como profesor en la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza de la UNAM, ha sido la edición de El Periquillo Zaragociento: periódico de vergüenzas y alegrías, publicado primero por tres y luego por siete (y finalmente por ocho) profesores psicólogos.

      Desde su primer número –en octubre de 1988– el periódico tuvo una gran aceptación entre estudiantes, profesores y hasta entre algunos funcionarios (de la entonces Escuela y hoy día Facultad) quienes, inclusive, colaboraron con sus escritos bajo el amparo que brindaba, en aquella Primera época, el anonimato del seudónimo: invitación de cómodo disfraz con el que muchas veces en esas páginas nos vestimos cayendo con nuestras bromas, aceptémoslo, en groseras alusiones de vulgaridad limítrofe a la falta de respeto hacia instituciones, símbolos y personas.

      Y es que la broma transita por una senda muy angosta con el consecuente riesgo permanente de caer, aun sin desearlo, en el embate. De ahí que quienes manejábamos la broma centrada en personas debíamos ser artífices de los malabares y del equilibrio, para ubicar en su justa dimensión a la guasa y que siguiera siendo eso sin afectar a quienes eran objeto de la chanza.

      Los excesos se propiciaban debido a que las políticas de la “línea editorial” o, digamos, el requisito que exigíamos para publicar en El Periquillo Zaragociento, era escribir forzosamente con el humor corrosivo y la ligereza en el tratamiento de los temas –a veces muy serios– con mordacidad y agudeza; la anécdota referida en burla y hasta con sarcasmo; pero también la chacota y la ironía personal y, en su oportunidad, las tradicionales “calaveritas de día de Muertos” en las que algunos de los profesores aparecimos protagonizándolas junto con uno que otro funcionario.

      Los refranes populares, el albur y los juegos de palabras fueron, asimismo, elementos constantes en cada número que le daban la identidad, más que popular, populachera que buscábamos con el periódico cuyo nombre está inspirado, como resulta por demás evidente, en El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi.

      Por el sabor de sus gracejadas, desde el segundo número El Periquillo era ya reconocido como el vehículo que ironizaba la vida cotidiana de Zaragoza y promovía la sonora carcajada. Pero en no pocas veces también generó el enojo de alguien, casi siempre porque había sido objeto de la humorada, la burla y el chascarrillo inocentes.

      Con cada edición venía el abucheo o bien el aplauso en forma de felicitación a los editores por parte del resto de nuestra comunidad lectora, que de manera invariable esperaba ávidamente el siguiente número. Esa primera época abarcó de octubre de 1988 a mayo de 1989, y en ese lapso se publicaron cuatro muy sabrosos números. Por aquellos tiempos ya había cambiado nuestro mote de kiosqueros por el de periquillos.

      La vehemencia con la que se esperaba su publicación fue parte de las conquistas del reducido número de psicólogos que concibieron un mordaz órgano de noticias circunscrito a la realidad cotidiana que se vivía en Zaragoza. Así estuvo planeado desde su origen este periódico: como el vehículo para canalizar el desbordante ingenio con el que muy comúnmente, y de modo fraterno, intercambiábamos impresiones en el kiosco en una especie de “esgrima” intelectual que satirizaba los, llamémosles, desaciertos de nuestros funcionarios o compañeros maestros.

      Como es evidente, un órgano informativo con estas características no sólo cosechaba lauros y glorias. Hubo también críticas y malestares causados por supuestas –o efectivas– faltas de respeto que se expresaron de diversas formas, siendo la extrema aquella que exigía al director de la ENEP de aquellos tiempos, Dr. Rodolfo Herrero Ricaño, su intervención para lograr el destierro de tan “insolente pasquín”, según fue el epíteto con el que se pretendía descalificar el notable esfuerzo editorial creado al interior del kiosko por José Sánchez, Alberto Vargas y Alejandro Escotto. 

      Inquietos psicólogos que no obstante su ya desde entonces provecta edad, concebían su quehacer docente rebasando el espacio de la cátedra y extendido hacia ámbitos de cultura con el despliegue de actividades intelectuales, artísticas y recreativas como el legendario periódico.

      La insolencia de El Periquillo Zaragociento en su primera época podía verse en sus caricaturas, y desde luego leerse en prácticamente todas las notas de sus páginas. Para muestra baste citar el “Cuestionario de Nombres Propios” en el que se preguntaba el nombre de un funcionario con el siguiente enunciado: “Oso ostentoso que fuma puro apestoso y cuyo apellido se repite”, en lo que fue una alusión directa al Dr. Jorge Hernández y Hernández (qepd) quien era Secretario de Difusión de la Escuela.

      Dicho Cuestionario lo escribió “El Vengador Solitario”, enigmático articulista de El Periquillo que lo mismo publicaba textos con desparramado buen humor que ensayos salpicados de solemnidad y decoro, como el presente, pues, efectivamente, tal era uno de mis muchos seudónimos. Pero el Dr. Hernández no se ofendía. Por el contrario, siempre fue un entusiasta defensor del “Pájaro Loco”, como cordialmente llamaba a El Periquillo devolviéndonos la humorada al motejar de tal forma nuestra publicación.

      No era fácil expulsar de la Escuela ni desplumar a un Periquillo que disfrutaba de estratégicas simpatías (entre ellas las del mismísimo director, Dr. Rodolfo Herrero) y que no pedía –en aquel tiempo– ningún apoyo material a la ENEP Zaragoza. Los cuatro escasos pero indispensables números que vieron la luz en la Primera época, fueron financiados íntegramente por los profesores y alumnos simpatizantes. Su rústica aunque decorosa presentación hablaba también de la escuálida economía dada la exigua fuente de su financiamiento que, a pesar de todo, era dispendiosa en lo que al tiraje se refiere de los ejemplares que se distribuían, como siempre, gratuita y desordenadamente.

      Mucha de la aparente “virulencia” con la que están escritos los artículos fue pactada. Es decir, antes de publicar sobre una u otra persona que había cometido un dislate le preguntábamos al destinatario de las ironías si acaso se oponía a ser el blanco del supuesto ataque, y ya con su absolución se procedía al chascarrillo. Los pleitos y las agresiones con las que siempre nos tratamos entre los siete y luego ocho editores al interior del periódico eran pura farsa, pues formaban parte de la misma trama en la que se inscribía la lógica de humor con que fue planeada la publicación.

      Respecto a escribir nombres de zaragozanos, en el numero 1 de la Segunda época apareció el siguiente aviso: “Nota de la Mafia, que diga, de la Dirección de El Periquillo: si usted desea que su nombre NO aparezca en este órgano (sin albur) de difusión de verdades, envíe giro u orden de pago en dólares o marcos suizos al Cubículo A–427”.

      El tal cubículo, “oficina general” del periódico, era en realidad un enorme salón de clases del que nos habíamos apropiado para hacerlo sede de nuestra organización de la cultura. En él metimos escritorios, sillas y archiveros que tomamos prestados de donde pudimos. Ahí guardamos nuestros libros y demás enseres para el ejercicio de la academia y la promoción de eventos político-culturales. Desde luego también ahí dábamos clases y asesorías.

      La máquina de imprenta –energizada con gas– de la que salieron los cuatro primeros números del Periódico, era un armatoste del año de la canica, envidia de cualquier museo. Artefacto cachivache del que era fácil pensar que ahí había hecho sus primeras pruebas Gutemberg en el Siglo XV. Un amigo de la comunidad nezahualcoyense, don Carmelo Reyes, editor, escritor, impresor, distribuidor, voceador y dueño de un periódico de grosera crítica al gobierno llamado “El Verde”, nos hacía el favor de imprimir a bajo precio en tan rústica maquinota nuestro modesto pero orgulloso órgano de difusión de vergüenzas y alegrías, que por aquellas fechas tuvo un formato tipo tabloide.

      Imposible presagiar con certidumbre la fecha de circulación de una publicación que prometía y nunca cumplía ser bimestral. Su aparición era de repente: para que el Perico viera la luz tenían que conjugarse nuestros ahorros con el suministro de gas y las ganas de imprimir de don Carmelo. Ya en la Segunda época ese vicio de incumplir con las fechas de publicación prometidas se superó –a medias– con el importante apoyo que nos brindó la Unidad de Comunicación de la FES Zaragoza, al mando del también amigo Ing. Rafael Sánchez Dirzo.

      Dicho apoyo consistió en autorizar la impresión del periódico en la facultad. Mientras tanto, nosotros seguíamos “reporteando”, escribiendo, diseñando, tecleando, armando, ilustrando (en realidad sólo pegábamos las ilustraciones que plagiábamos de revistas y periódicos viejos) y distribuyendo gratuitamente los ejemplares que nos imprimía don Fernando Andrade por instrucciones de Rafael.

      La reaparición de El Periquillo entre la Primera y Segunda épocas tuvo un ínterin de cuatro años lo cual implicó, como parte de un proceso de modernización entre una y otra versión: la ampliación de la Dirección Colectiva a siete profesores: Alejandro Escotto, José Sánchez, Alberto Vargas (miembros fundadores), Rubén Lara, Míriam Sánchez, Sara Unda y José Antonio Durand (y a partir del número 8, en septiembre de 1993, se incorporó Alberto Patiño).

      Asimismo, se produjo la relativa regularización en la entrega, el cambio de formato de tabloide a tamaño doble oficio, la incorporación de suplementos literarios (ya que salvo Sara Unda los siete restantes escribimos poesía y cuento) y la inserción de peculiares caricaturas en la portada (siempre oportunas, siempre elocuentes, siempre plagiadas).

      Una intención fue permanente: pasar a ser un órgano que se percibiera como la libre tribuna de expresión donde cualquier miembro de nuestra comunidad pudiera escribir con absoluta libertad, en el tono y el estilo que le dictara su propia responsabilidad.

      Así, el llamado que hicimos a la comunidad en el número de septiembre de 1992, para que los zaragozanos escribieran en El Periquillo, no se hizo esperar: cuatro alumnos y tres profesores: Alejandrina Araujo Contreras, Manuel Rico Bernal y Enrique Aguirre Huacuja, compartieron con nosotros las bromas del número 2, cuya extensión de ocho páginas doblaba al número anterior, y del número 3 al 10 las páginas fueron doce. Si bien el número de páginas crecía, debido no sólo a Suplementos de literatura sino al incremento de articulistas, el formato doble oficio nunca aumentó, ya que la máquina de don Fernando Andrade no aceptaba –y creo que aún no acepta– hojas más grandes que doble oficio.

      Como decía, el principal problema del costo de la impresión fue resuelto dado el apoyo institucional con que contó el nuevo Periquillo, cuya renovación fundamental consistió en la supresión del seudónimo a fin de responsabilizar al articulista de cuanto dijese. Suponíamos que esa medida implicaría mesura y esmero para lograr cierta –ya no digamos elegancia sino– depuración de los escritos que, sin embargo, seguían teniendo apego a la línea crítica, cáustica y humorística trazada desde el primer número.

      Una Advertencia de los siete editores, empero, se leía en el  número 1 –Segunda época– de octubre de 1992: “Los trabajos sin firma no son responsabilidad de nadie, los artículos firmados tampoco. Es más, en este periódico nadie es responsable de nada”.

      De las cinco épocas que vivió el periódico fue en la Segunda cuando más números publicamos: diez en total. Y hay que reconocer que entre los psicólogos es un acto heroico mantener un órgano de difusión en circulación más allá de unos cuantos números, pues de ninguna manera han sido pocos los productos editoriales consumidos después de dos o tres números publicados. Trabajos editoriales que en sus inicios fueron siempre entusiastas, pero cuya vigencia siempre ha sido efímera. Los diez números de la Segunda época de El Periquillo abarcaron de septiembre de 1992 a marzo de 1994, y circularon no sólo por la comunidad zaragozana sino entre colegas docentes de otras dependencias universitarias e incluso en otras instituciones de educación superior, así como entre nuestras amistades sin vínculos con la UNAM, siendo objeto nuestro periódico de múltiples alabanzas.

      El tono jovial y marcadamente adolescente que campeó por las páginas del periódico, se explica debido a que los editores éramos cuarentones o rebasábamos los cuarenta (a excepción de las dos damas que participaban y de quienes nunca quisimos –por caballeros– indagar sus respectivas edades). Para nosotros, quienes lo elaborábamos, El Periquillo fue una especie de ancla que lanzamos queriendo atajar permanentemente un tiempo que hacía años ya se había ido. Pretendíamos detener el tiempo del ayer: cuando fuimos estudiantes, cuando éramos jóvenes, cuando nos era permitida la broma como acto inequívoco de mocedad. Nuestro periódico era un grito desesperado por retener la juventud que a los cuarenta y tantos evidentemente ya hacía rato nos había abandonado; el periódico era también un puente de comunicación que trazamos para estar relacionados con nuestros alumnos, a quienes veíamos (y vemos) como nuestros pares: siempre nuestros amigos y siempre ellos los principales destinatarios de nuestras líneas.

      El furor desatado con que apareció el primer número de la Segunda época preguntando que “Si la Escuela (todavía éramos ENEP) fuera un Circo, ¿quiénes serían las focas amaestradas, el domador de fieras, las fieras, los faquires que comen clavos, los alambristas, la mujer que se convierte en serpiente, los payasos maromeros...?”, etcétera, sugería que el Perico se convertiría en un vulgar escaparate de burda exposición, para que los rencores, las frustraciones y viejos enconos se vieran canalizados del peor modo.  Ello no sucedió; los integrantes de la Dirección Editorial jamás tuvimos pensado bautizar, con los nombres de zaragozanos, a las focas amaestradas que aplauden en un circo ni a las fieras que son domadas a punta de latigazos o a los payasos que eran el hazmerreír de la Escuela, o a los profesores que, dado su salario, comen clavos.

      Tal omisión, no obstante, motivó que algunos compañeros se sintieran algo así como defraudados, porque no vieron el nombre de sus compañeros –o quizá el suyo propio– como acróbatas saltimbanquis de una inexistente “Carpa Zaragoza”. Pero si solicitábamos que fueran los lectores quienes nos remitiesen esos listados con semejante elenco circense, era de esperarse que alguien, con valor o con cinismo, enviara algunos nombres. No, no fue así, nadie envió ninguna lista.

      Y al no hacerlo se demostró lo que anticipadamente ya sabíamos: madurez y seriedad del personal académico de Zaragoza, que sin embargo puede reconocer una humorada la cual, aun pareciendo un exceso, no perseguía fines de desprestigio alguno. Por el contrario, la broma así manejada reforzaba el vínculo de amistad. A quienes nos reclamaron sintiéndose “defraudados” porque en el número siguiente a la broma del Circo no se publicó ni un solo nombre de zaragozanos, les dijimos que esperábamos sus propuestas debidamente firmadas, sin que jamás llegaran.  En este sentido los editores no fuimos (ni seremos) testaferros.

      Además de los sabrosos artículos de los editores, publicamos textos de los compañeros: Eliud Escobedo, Sergio Bastar, Alberto Miranda, Jesús Montalvo, Ma. de Jesús Jaime, Germán Gómez, Jorge Hernández, Raquel Guillén, Noé Figueroa, Luis del Villar, Erasto L. Salgado, Alfredo Alcántar, Alejandrina Araujo, Carlos Durand, Armando Quintero, Laura Amador, Ángel Francisco Álvarez Herrera, Rafael Sánchez Dirzo, Manuel Rico Bernal, Enrique Aguirre Huacuja, entre otros. Asimismo, también publicamos ensayos, charadas, burlas y vaciladas de alumnos zaragozanos y amigos que, sin ser universitarios, compartían el espíritu desenfrenado de El Periquillo con el que se identificaban en un afán de irreverencia.

 

Pugnas internas: el caldero del diablo

 

Si bien es cierto que hoy recordamos con fraternal añoranza al Zaragociento, también es verdad que por aquellos tiempos no podíamos dejar de externar cierto grado de suspicacia respecto a cuestiones que iban desde la calidad de lo publicable, hasta el sostenimiento de una aparición regular más allá de cuatro o cinco números. Ello debido no sólo a la afamada trayectoria, nada envidiable, de poca consistencia en el trabajo editorial por parte de los psicólogos sino a las diferencias que surgían a cada rato entre los directores–editores.

      Las dificultades internas surgieron inevitablemente cuando la censura partió del propio grupo editorial. Aun antes de salir el número 1 de la Segunda época en octubre de 1992, ya teníamos serios problemas por desacuerdos en la selección de los textos que debían publicarse. Inicialmente discrepamos en virtud de que en un artículo se criticaba –quizá acremente– el acto autoritario de un funcionario.

      Finalmente, tras una larga y muy agria discusión entre nosotros ese artículo no se publicó, pero el entusiasmo decayó sin lugar a dudas. Al parecer lo que en el fondo estaba en juego era la concepción del deber ser del  periódico. Pero eso no fue todo. Después de haberse integrado el original de ese primer número y habiéndose ya entregado a Rafael Sánchez Dirzo, para que se imprimiera, José Sánchez, sin consultar con nadie, suprimió –es decir, borró– tres palabras de un artículo mío con la supuesta justificación y “autoridad moral” de que en El Periquillo “no debían escribirse groserías” (sic). Las tres palabras y supuestas groserías eran: “güey”, “ojeis” y “maldito”, empleadas de modo impersonal y en un contexto de broma.

      El acto de José Sánchez me pareció y me sigue pareciendo un atropello que en el número 2, de noviembre del mismo año, quise llevarlo al mismo terreno de la broma donde se enraizaba el resto de los escritos. Aunque definitivamente me quedaba un mal sabor de boca porque se había mutilado mi texto (aunque fuese en sólo tres palabras). Así estaban las cosas cuando de nuevo se rechazó otro de mis artículos (esta vez completito), pues cinco de los siete editores lo consideraron “indebido”, y san se acabó. Con gran molestia acepté la “decisión colegiada” (así le llamaron los censuradores).

      Aquella había sido una dura lección y por lo tanto nos comprometimos todos a que, en lo futuro, nos regiríamos bajo acuerdos que aun tomados, como siempre, en medio del relajo, constituirían los lineamientos y las políticas a las que declarábamos sujetarnos los editores de tan insolente y a la vez imperioso periódico, a fin de evitar conflictos.

      Pero no obstante el pacto de civilidad, las discrepancias entre nosotros crecían en cada número; los acuerdos no se respetaban; la fecha del cierre de edición era constantemente transgredida; se modificaban o se suprimían ilustraciones (curiosamente sólo las que yo llevaba)... En fin, que faltaba seriedad. A fin de evitar problemas y reclamaciones, Rafael Sánchez Dirzo nos impuso como condición para autorizar la impresión de los originales de cada número, que éstos tuvieran el visto bueno con la firma de los siete (y luego ocho) “pericos”. Sin embargo, el original del número 10, correspondiente al mes de enero de 1994, después de que Rafael Sánchez Dirzo lo recibió para su impresión con el Vo. Bo. requerido, en vez de turnarlo a la imprenta se lo entregó a José Sánchez, ¡para que lo aprobara! ¡Dio santísimo!

      Así, ese número 10 de El Periquillo ya formado fue alterado por José Sanchez y Alejandro Escotto. Un artículo de Carlos Fuentes que retomé –obviamente sin permiso, como todo lo que nos plagiábamos– de La jornada, fue retirado con el argumento de que “la perspectiva de análisis sobre Cuba –que trataba dicho artículo– estaba equivocada”. Además, varios de mis micro textos también los suprimieron, así como algunas ilustraciones que yo había conseguido y pegado en los originales, las cuales fueron arrancadas o tapadas con otras que ellos pusieron. Y con eso se dio paso al “principio del fin”: la guerra se había desatado.

      Yo me negaba, empero, a aceptar que mis queridos amigos fueran una caterva de inadaptados. Me resistía a pensar que mis compañeros y amigos fuesen incompatibles con la razón. No podía yo creer que fuera la maldad la que moviera sus equivocadas conductas, y fue así que llegué a la triunfal conclusión de que todo lo que necesitaban era en realidad un jefe, un líder que los condujera por el buen sendero editorial.

      Disfrutaba yo tanto la elaboración del periódico que decidí adueñarme de él debido, sobre todo, a que el grueso del trabajo de edición (digamos que más del 90%) corría a mi cargo. Así, desde la Segunda hasta la Quinta épocas me erigí en Director General de El Periquillo ante la protesta del resto de mis amigos que, sin embargo, seguían figurando como integrantes de la Dirección Colectiva.         

      Regresando a la crónica de aquel famoso número 10 que fue el motivo de la debacle, resulta que ya reelaborado por José Sánchez y su secuaz Escotto fue entregado por esa pareja de golpistas al ingeniero Rafael Sánchez Dirzo, para su impresión, contando con el “Visto Bueno” de todos los editores, exceptuándome, claro. Con esa actitud ellos, los amotinados, habían llamado a las puertas del infierno. Era por demás evidente que yo no podía permitir semejante “golpe de estado” ya que como dije prácticamente todo el trabajo de edición corría a mi cargo.

      Ese número 10 espurio no tuvo más remedio que ser secuestrado por la honorable y suprema comandancia de El Periquillo es decir, por mí–. Así, justamente cuando estaba ya listo para ingresar a las máquinas que lo imprimirían en serie, retiré el original (y desde entonces don Fernando Andrade me tiene prohibido entrar a la Imprenta). De inmediato solicité el diálogo con los golpistas como condición para “liberar” al  secuestrado, pero lejos de aceptar el diálogo los “sublevados” se dieron a la tarea de elaborar un nuevo y mucho más espurio número 10, y ya de plano me dio flojera secuestrarlo.

      Digo que el número 10 y último de El Periquillo, en esa Segunda época que conoció la comunidad zaragozana en febrero de 1994, fue doblemente espurio, porque en él se excluyó toda colaboración de mi parte e incluso se eliminó mi nombre de su Directorio.

      En venganza, que diga, en compensación, a un año de distancia de la aparición de aquel vergonzoso numero 10, publiqué –en marzo de 1995el único número de la Tercera época con el nombre de El Papá de El Periquillo Zaragociento: periódico justiciero, en el cual eliminé del directorio los nombres de todos los traidores y aparecí yo como único Director, y Alberto Vargas como el criado, que diga, como el secretario del periódico. El número embromaba fuertemente a los ex codirectores con la habitual estimación fraterna hacia mis muy queridos amigos con la que siempre se ha caracterizado nuestras relaciones.

      Al igual que en la Tercera, en la Cuarta y Quinta épocas del periódico sólo publiqué un número en cada una de ellas. El número 1 de la Cuarta circuló en diciembre de 1998 (mientras que el número 1 y único de la Quinta y última época vio la luz en marzo de 2003).

      Para congraciarme con los golpistas volví a colocar sus nombres en el directorio del número de diciembre de 1998. Pero más tardé en hacerlo que ellos en deslindarse con desplegados colocados en los muros de Zaragoza en los que me denunciaban como autor de todo tipo de crímenes y ofensas personales.

      Cuatro años después, en 2003, publiqué el que ha sido hasta ahora el último número de tan peculiar periódico embromando a un estimado amigo y miembro fundador de El Periquillo. El resultado fue otra vez el enojo de quienes alguna vez fungieron como integrantes de la Dirección Colectiva. Uno de ellos inclusive me amenazó con tramitar un proceso judicial en mi contra, por el supuesto despojo que le había hecho de “su” periódico. Yo, zapatista de hueso colorado, siempre pregoné el lema que dice “El Periquillo es de quien lo trabaja”.

      En fin, creo que con todo lo vivido, aquí mediana y –un poquito– tendenciosamente descrito, al parecer acudimos a la muerte definitiva de El Periquillo Zaragociento: periódico de vergüenzas y alegrías (aunque, eso sí, nada impediría que el día de mañana resucitara volviendo a volar tal pajarraco en estos aires tan contaminados del “lejano oriente” zaragozano). Hasta aquí llegan estas anécdotas relatadas ligeramente con la parcialidad de uno de sus protagonistas. La historia de El Periquillo, empero, deberá construirse conjuntamente por todos quienes fueron los actores directos del terrible drama (o de la jocosa comedia).

     
 

    

     
         

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