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De Saúl Ibargoyen

 
   
 

 

 

 

 

CELEBRACIÓN DE LOS 80 AÑOS DEL MAESTRO SAÚL IBARGOYEN

El 26 de marzo de 2010, el poeta y poeta uruguayo-mexicano Saúl ibargoyen (Uruguay, 1930) cumple 80 prolíficos años que saludamos con la redición del prólogo de la antología El poeta y yo / Antología 1956-2000 (Ediciones Eón, México, 2003). Ibargoyen asistirá este año al Coloquio Literario Internacional que organizará la Escuela de Cineastas del Uruguay, con la participación de relevantes invitados de distintos países como Maryse Renaud (Francia), Jorge Boccanera (Argentina) y Ludmila Ilieva (Bulgaria).

________________________________ 9 de febrero de 2010
 


LA POESÍA DE SAÚL IBARGOYEN: SICUT UMBRA DEI

por Hugo Giovanetti Viola
 



PRIMERA ENTREGA

Este trabajo está dedicado a Mariluz Suárez:
ánima sabia y ría de saciedad para el pobre de espíritu.


En el artista y en el profeta la vida no disminuye, sino que aumenta. Son los guías que conducen al Paraíso perdido, que sólo se torna Paraíso al volver a ser hallado. Ya no es a la antigua sorda unidad de la vida a lo que aspira y conduce el artista, es a la sentida reintegración, no a la unidad vacía, sino a la llena, no a la unidad de la indiferencia, sino a la de la diferencia... ( ) Toda vida es destrucción del equilibrio y afán de volver al equilibrio. La religión y el arte nos ofrecen la posibilidad de ese retorno.
Karl Joël



Saúl Ibargoyen pertenece a la estirpe de los poetas verdaderos, una especie mucho menos abundante que lo que el número de libros de poesía en circulación y la crítica de ciertos críticos permitirían suponer. Es un poeta original y, en consecuencia, suele padecer el embate del silencio que le dedican quienes están afiliados a lo novedoso y no atienden a lo sustancial.

Con esta contundente precisión lo definía Juan Gelman en 1993 (1). Y la antología que comenzamos a prologar se propone ofrecer una muestra esencial de ese poeta.


Única patria

Trataremos de demostrar que este hombre infatigablemente peregrino ha vivido, construyendo, al igual que Gilgamesh, una única patria-ropaje-friso verbal trascendente para que la habitemos todos y nos iluminemos con esa incanjeable brizna de eternidad.

Hay dos elementos identitarios claves que, desde 1953 (fecha de aparición de su primer libro) hasta el 2000, podemos rastrear invariablemente en su poesía.

1) La versificación, encabalgada entre los metros latinos clásicos y la soltura total del siglo XX, lo encepa, como sucede con Lorca o Vallejo, en una trágica encrucijada de desligamiento-religamiento propia de la modernidad esperanzada que se resiste, junto con el romanticismo y el modernismo, a festejar el absurdo.

Jorge Boccanera señala, con milimétrica precisión, que la poesía ibargoyiana transcurre sobre una fonética accidentada, una contracadencia donde predominan versos largos pero de hemistiquios marcados. Eso da una apariencia de “lenguaje escueto, cortado”. Y luego: abundando sobre los metros digamos que el autor pocas veces utiliza el endecasílabo, y sí se apoya en el tridecasílabo compuesto, y el alejandrino. Ibargoyen recurre, además, al pentadecasílabo compuesto, lo que da un hemistiquio de ocho sílabas que rompe la cadencia por su musicalidad ajena al resto y perfectamente delineada (subrayamos nosotros) (2).

Enrique Estrázulas, por su parte, ha anotado al respecto: Hay una particularidad en los poemas de Saúl Ibargoyen que consiste en una forma de la composición formal y sin embargo asimétrica, lo que da la pauta del oído de quien escribe para producir antirritmos que tienen, a su vez, una fuerte musicalidad (subrayamos nosotros) (3).

2) La nitidez de tonalidad vocal que irradia la contrastación despegada y abierta de las palabras lo emparenta con el primer tramo del Siglo de Oro español (el italianizado, el apolíneo, el verdaderamente áureo) y, dentro del modernismo, con la satinación de Herrera y Reissig y Martí. La vinculación con la rugosidad del barroco iberoamericano se produce, por el contrario, en la narrativa ibargoyiana, aunque en los dos casos se imponga el vértigo proliferación-tensión (que operaría en este caso como analogía estética de temor y temblor).

Señala con justeza Eduardo Milán que la poesía de Ibargoyen, aunque en general ríspida, agresiva y aun escatológica, es siempre afectiva (subrayamos nosotros) (4), y es esa indoblegable tonalidad áurea lo que la enigmatiza.

Donde es decisiva la belleza, plantea tramposamente Kierkegaard, produce una síntesis de la que el espíritu queda excluido. Este es el secreto de todo el helenismo. Por eso flotan sobre la belleza griega la seguridad, la serena solemnidad; pero, precisamente por lo mismo, también la angustia, que el griego no advertía, aunque su belleza plástica temblaba por obra de ella. Por quedar excluido el espíritu, no conoce la belleza griega el dolor; pero justo por ello es también profunda, insondablemente dolorosa. Por eso no es la sensibilidad pecaminosa, pero sí un enigma no descifrado, que angustia; por eso va acompañada de la ingenuidad de una nada inescrutable, la de la angustia (5).

Y no es que el clasicismo griego o el primer Ibargoyen (un discípulo socrático confeso) carezcan de una matriz espiritual dolorosa o naveguen con una solemne y serena seguridad entre los desastres del mundo. Pensamos que lo que Kierkegaard quiere decir es que donde no hay diálogo con la trascendencia personificada nunca habrá comunión en una nueva dimensión del ser, lo que excluye la visibilidad de la unión vertical. O de otro modo: la certeza de que lo humano y lo divino (en el sentido de imago Dei) comparten un devenir energético en construcción. La noticia de otro reino que Gilgamesh e Ibargoyen tuvieron que escarbar con los mismísimos colmillos. Pero vamos por partes.



Primera utopía

Ibargoyen, nacido en 1930, pertenece a una generación (la del ‘55) que no operó elaborando pautas culturales colectivamente y trató de afirmarse al margen de la hegemonizante generación del ‘45, implantadora de un enfoque global donde la especificidad del discurso estético es muy a menudo mordida o devorada por la obsesión sociologista. Se trataba de un impulso arraigado en el batllismo o en el marxismo, cotos de la modernidad donde las llamadas ciencias humanas de sello decimonónico terminaban en general por desligar al símbolo, privándolo de ese calado o anclaje verdaderamente universal que deviene de la equilibradísima triangulación entre lo científico fisicalista, lo ético y lo estético (6). Y esa es la base del drama epistemológico que ha terminado por resecar la cultura uruguaya a partir del medio siglo: cuando había mayor necesidad que nunca de filosofar religadamente (opción del fundador José Artigas, un revolucionario criollo liberal y cristiano que, al igual que los norteamericanos, se obstinó en elaborar un proyecto identitario propio sin tabúes o podas espirituales) se depositó en lo científico-humano (ese híbrido de doble filo que sacrifica siempre la importancia del tercer costado simbólico) la expectativa curativa a nivel geopolítico pero no liberadora a nivel metafísico (reino interior).

Ibargoyen no adhiere a esa postura pero encuentra su Enkidu en la utopía mesiánica sesentista que impregna y sacude a Latinoamérica a partir de la revolución cubana. El individualismo narcisista (y en este caso también contestatario pero sombrío) del héroe-poeta es derrotado por ese viento fantasmal del mundo que ahora lo hace sentirse capaz de purificar la corrupta Patria Oficial que lo encadena tanto como su propia mater dolorosa, a quien llama Yocasta. Pero además el renovado Gilgamesh-Enkidu se propone redimir la opacidad de una estirpe paterna que ha pasado sicut umbra sobre la tierra: Mas yo puedo únicamente/ apartar los viejos días:/ no entienden las señales que por ellos grité./ No me voy de sus voces/ no arrojo sal ni ceniza en mi heredad: yo puedo únicamente ingresar/ a un nuevo día/ y abrir con los ojos de mi tiempo/ los vientos oscuros del mar.

Desde una óptica jungiana, podríamos decir que este nuevo Gilgamesh siente haber encontrado en Enkidu un equivalente simbólico del terrible terreno materno-patrio. Por algo el otro tú mismo de la epopeya está contemplado desde un primer momento como una novia: porque recambia la femineidad interior del héroe juvenil y se constituye en un ánima que supuestamente lo conecta con su ser más profundo, su sí mismo individual y colectivo y cósmico a la vez, prefigurando el tan soñado Hombre Nuevo. Pero el máximo agonista de Goethe (paradigmático cabalgador fronterizo entre dos opciones filosóficas) supo que es terriblemente difícil abandonar en cuerpo y alma el Reino de las Madres.

Instaurado el fascismo criollo en el Uruguay, Ibargoyen padece prisión y tortura y es obligado a exiliarse en México, donde su poesía se adensa decisivamente pero a la vez se escinde: mientras la libido-Gilgamesh trabaja verticalizando el proyecto liberador (siempre con transfusiones de afectividad áurea más que con decantación conceptual) la contracorriente del ahora transfigurado Enkidu busca la saciedad en el reino sensual y se desencadena una especie de casi ceguera incestuosa en el poeta que amasa Historia de sombras, Erótica y, por sobre todo, el crucial Epigramas a Valeria.

El desexilio en el baldío-selva de la tierra materna, a partir de 1983, y la derrota mundial del socialismo harán que Ibargoyen-Gilgamesh reconozca la muerte inapelable de su segundo corazón y grabe sobre la piedra Basura y más poemas, un libro que Juan Gelman calificó de milagroso. Aquí, en Té con bizcochos, uno de los relatos líricos más tremendos que se puedan leer desde siempre, Yocasta es amortajada con una piedad digna de la mitológica Casa del Polvo: Porque el amor se parece demasiado/ a los trazos finales del hombre/ que levanta sí/ sus livianos cabellos/ sus lentes de luz reconstruida/ y junta más ojos/ en sus ojos/ ahí la mujer/ así la mira:/ cada vez más igual/ al escondido esqueleto de su padre.



 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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