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Tango Negro de Saúl Ibargoyen Islas
Entre la elegía y la danza macabra
Sebastián Rivero Scirgalea
La poesía uruguaya desde la generación
del 45 es, a grandes rasgos, una poesía mesurada, parca (a veces
“pacata”), carente de extremos. En ese panorama la obra poética de Saúl
Ibargoyen Islas, por su exuberancia verbal, se presenta como un caso
raro, muy poco frecuente (quizás Cristina Carneiro desde “Zafarrancho
Solo”, junto a algunos – pocos – más, compartan esta extrañeza). Pero
otro lado inusual de Ibargoyen, y que lo colocan en una insularidad aún
mayor, es utilizar esa lírica de excesos, con una imagen surrealista o
barroca, para dar cabida a una temática de corte social. En su ya vasta
obra, aparecen junto a este cuestionamiento a la sociedad capitalista,
deslindes de su mundo íntimo, de la vida cotidiana, de temas mínimos.
Aquí radica otra característica de Ibargoyen, y tal vez una de las más
importantes: su exuberancia poética que opera amplificándolo todo, es
soporte, la mayor parte de las veces, de la intimidad, lo cotidiano, lo
ínfimo. Esta “milicia apasionada del decir” – según Ricardo Pallares –,
dirigida a la realidad circundante, hace que siempre se recale en la
actualidad y la vida vivida. Afirma el crítico antedicho, que en su
poesía se produce un “afán casi proteico en la búsqueda, en el
despliegue temático, en las variantes, en la lírica asunción de una
circunstancia en cuyo entramado gravitan de consuno lo epocal y lo
existencial”.
En su reciente libro “Tango Negro”, se
perciben estos elementos, y además, continuando una línea visible en
textos previos, surge una “poética del cuerpo” (faz señalada por el
propio escritor en una entrevista concedida a Manuel Barrios – “La
Diaria”, 8/10/10). Poética que puede verse en dos instancias: a) En
cuanto se refiere al cuerpo en su función biológica y social, el cuerpo
comprendido visceralmente como conjunto de órganos, circulaciones y
flujos, el cuerpo tanto objeto del deseo como lugar escatológico, y
asimismo, los espacios – en especial urbanos – que envuelven y encuadran
al cuerpo. b) En cuanto su construcción de imágenes, de metáforas,
apuesta a sensaciones visuales y táctiles. Así lo declara Ibargoyen:
“Soy fiel al propio origen de la poesía, si es que su origen existió, de
la manera como se plantea, en función de la analogía. Por algo todavía
hablamos de “el pie del árbol” o “los brazos del río”, esa analogía
conlleva una función creativa.”(entrevista citada). Esta poética del
cuerpo considerada en su doble sentido – que en diversos poemas funciona
de vaso comunicante de la “enunciación” y lo “enunciado” – es uno de los
ejes vertebradores del libro. Hasta la propia “Musa” se manifiesta como
un ser corporal, un ser también destinado a la muerte física. “¿Es tu
lenta figura un cuerpo/ inclinándose hacia el vacío socavado/ por los
cuerpos tuyos?” (“Preguntas a la Musa”). “Porque ésta y otras voces ya
dijeron/ Que has vuelto a morir sin comprender/ Las tensiones de un
pulmón paralítico/ Ni el crepúsculo sin fondo/ De tus vísceras
deshechas.” (“Canto de la Musa Muerta”).
A lo largo de las tres partes del
poemario – “Tango Negro”, “Los poemas de Marcela” y “Del otro aquí, del
otro allá” – se percibe un tono de elegía, de pérdida, que se asocia con
la soledad y la muerte. Son esos cuerpos enlazados en la danza – a la
par cercanos y ausentes – los que siega finalmente el “Tango Negro”.
(“Nos llamen a enredarnos a dolernos/ A bailarnos a cuajarnos totales y
únicos/ De a dos y de a todos/ A danzar hasta el fin/ Nuestro tango
tango negro.” – “Séptimo compás”). Esta invocación del fin, hace que la
serie se asemeje a las danzas de la muerte o danzas macabras de la Edad
Media. El baile de ultratumba que igualaba a reyes, frailes, campesinos
y mendigos, tenía en muchos casos un cometido de “sátira social” – como
lo destacó el historiador J. Huizinga -, y así lo asume el poeta en
estos textos. El absurdo del mundo posmoderno se pone en escena en esta
pista danzante del “Tango Negro”. El recurso a la interrogación –
habitual en el género elegíaco – revela la fugacidad de todo, el
“memento mori”, abandonándose toda esperanza y trascendencia. (“¿Dónde
está lo afuera de este bailadero absurdo?” – “Sexto Compás”). El
sinsentido se muestra también al modo del cambalache – a lo Discépolo -,
ya desde las dedicatorias, donde se mezclan los universos de las
vanguardias, el tango y la poesía árabe (Isidore Ducasse, Oliverio
Girondo, Pablo de Rokha, Carlos Gardel, Alfredo Lepera, Rumí, Kabir y
Omar Khayyam). Reafirmando esta sensación de desenfreno – danza macabra
o cambalache – en la estructura poemática se intercalan versos largos y
cortos, y dentro de los largos, se practica una división rítmica que le
confiere un sonido de golpe, “machacón”, tanguero, a los textos. La
reivindicación que hace Ibargoyen del verso y lo musical en la poesía,
se ve aquí comprobada con eficacia.
En el “kaos” – así la grafía de uno de
los textos – del mundo, el hombre se encuentra desamparado ante la
muerte, uno de los tópicos más constantes del libro. Pero no es una
muerte como idea abstracta, sino concreta, corporal, esa muerte que nos
dice el existencialismo, ocurre a las anchas del ser. Y en esta
circunstancia, aunque la Musa – corporal, moribunda – no de respuestas,
la danza, doble de la creación, puede salvar de lo perecedero. De ese
baile que ronda la muerte, algo siempre quedará: “La memoria que ya
extraviaste/ Será vera memoria/ Entre las sombras nuevas.”
(“Necesidad”).
Saúl Ibargoyen Islas, “Tango Negro”, Colección Gusto Tuyo – Lengua
Fraterna, Editorial La Propia Cartonera, Montevideo – Uruguay, 2010, pp.
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