Qué cuadrada es la crítica, buscando siempre un tema, para explicar un libro. Un enunciado que lo unifique, que preferentemente quepa en una frase sustantiva, la cual acierte al nombrarlo. ¿Y si no lo hay, tan fácil? Si no puede decirse: son las estaciones del año, es el paso del tiempo, es la mirada atrás que la nostalgia obliga, es la filosofía, el mar o la pareja, ¿qué, es una falla? Hay quien lo piensa así por la incapacidad del crítico para ampliar horizontes y admitir como protagonista a la imagen misma. Un poemario que, a querer o no, se define por la eficacia de sus imágenes, puede recibir el buscado valor de la unidad de casi cualquiera de los temas que toca, independientemente del título que lo identifique o aun del tema intencionalmente seguido o manifestado por su autor; esto casi únicamente puede hacerse en poesía, y tal es el caso de Perusquía en La víspera de las Visitaciones.
Yo, la unidad del libro la encuentro en la mujer. Es la mujer una presencia añorada por el sentimiento, escrutada por el pensamiento, deseada por la inspiración pero las más de las veces mal interpretada incluso por ella misma. Y en ese orden de ideas propone este poemario: “Una mujer, ese cristal salvaje”. Creo que ahí da en el blanco.
Un verso inteligente y exacto para tomarlo como eje del conjunto. De la mujer se ha dicho tanto y por lo general, insuficiente o mal dicho, esta definición alcanza el valor de la eficacia. Al hombre en cambio nos lo define Juan Carlos Onetti en la agudeza que Perusquía toma de epígrafe: “El hombre es dispersión, y miedo a la dispersión”. Por su cuenta el poeta, a imagen y semejanza de su prójimo el relámpago, ejerce las “brujerías de la tristeza”. Compone la “Fugata de la espera”, “aquella sed a la que todavía llamo alma/ y en la que reconozco la ventaja de la muerte”. La poesía como lengua del barro primordial. Su estética, la de la eficacia.
A primera vista parecería al revés. Es la mujer quien no es de este mundo, quien se parece al ángel que huye, que se evade. Pero si nos centramos en el “en sí” de ella misma, ese su ser “confiado” dentro del ser, anclado en la ilusión, desarrolla un más allá del presente, extiende un vale por la simple cosa de estar aquí, la melodía que ella escucha es “el polen en re de este instante”, el esfumado que fue, el que vendrá; parte de su definición histórica y poéticamente es que a ella la ilusión la hace fuerte; podrán decir lo que quieran mas la mujer añora más que el hombre, aguarda en soledad, transforma su dolor, insiste y resiste: es más de aquí, el hombre actúa y ya, sólo ella tarda en aburrirse, y es ella la que a final de cuentas, le cree a la vida.
El tema de este libro es el valor que la mujer nos transmite, para entender que la vida es la Víspera de las visitaciones. Si nos sueña la nada, si somos polvo enamorado en el sepulcro, es porque adquiriremos convicción al reunir los fragmentos aquí dispersos, y primicia es de ello, en este mundo, la mujer. No importa sea amante, esposa, madre, nostalgia o aun melancolía. La mujer es luz, más luz, es siempre una esperanza. “Toda esperanza es aspirar un ramo de luz y todavías”.
Lo que realmente ha vivido este cantor, lo que le duele, lo que lo atraviesa, es un lance amoroso. Entiende su furor como un tramo de eternidad, vale más que el relato que lo provoca. Es la poesía sobre la prosa. De ahí que ahorre la anécdota, y lo cuente a su modo por vía de la imagen:
“He atravesado el arrepentimiento -ese cruel atajo hacia la paz… con el cuerpo ya como una extraña suerte de vértebras y exilio”. A partir de aquí sabremos calibrar su experiencia: “un inventario de vacíos” al que sólo validará el fuego. El descubre que el fuego es un esclavo. Predica: “El fuego es un esclavo. Toma una piedra,/ azótala contra un eslabón de acero: verás que no te miento”. A su paso el amor arranca raíces, no hay nada ya: todo se vuelve escritura. “El día se hincha de luz”, y es la luz-esperanza el eslabón de acero que desafía la bravía de la piedra, y la incendia. En la noche cerrada se quiere que alguien venga, “para recobrar el fuego,/ la terrible vivacidad de unos ojos…/quizás”, pero lo que se quiere en realidad, es un regreso del ser amado, algo que vuelva a poner todo en su lugar: “Volver a la recolección del tulipán y la certeza”. Lo mejor de esta vida es que algo adviene: “las buganvilias… avanzan sin moverse, y sus hojas muertas/ suenan a pasos por el sendero”.
Si algo rima con esta algarabía del ser, es primavera. Sus ardores hacen admitir al hombre, con Ovidio: “un Dios habita en nosotros y cuando se estremece, ardemos”. Antes que la esperanza se torne un parásito en el sistema nervioso, la primavera llega, se instala y habla como quien cree en lo eterno, como quien confía en su ilusión o merece su sueño, y el hombre la persigue como un fauno travieso, dice Gerardo Diego en su poema “Liebre en forma de elegía”: “Yo, que me paso la vida/ ante la primavera a ver si la convenzo”. Pero hay algo más dulce todavía, y es que la primavera vuelve. Hace fiesta del sol y la alegría y en esa fiesta se conoce a Darío: “Sepa la Primavera/ que mi alma es compañera/ del sol que ella venera”. En esa fiesta se recibe como invitado de honor con el poema “Otra vez Primavera”, al autor que hoy nos ocupa: Rogelio Perusquía, merecedor del Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo, con un jurado en que sobresale el nombre de Efraín Bartolomé… El mundo literario abraza así su primer libro intitulado La Víspera de las Visitaciones, y atiende su llamado al proclamar:
Otra vez primavera
en su cruel nomadismo
me trae entre sus manos
cráneos amarillos: margaritas
del país de los muertos.
Clara es su enunciación ante el reflejo de otra realidad humana. Cuando la lluvia es verdadera es el teatro en el que yo soy los otros, en el que cualquier hombre es todos los hombres. La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado, (oh, Borges) ¿para qué buscarle tanto sentido a la historia? Es algo que sucede y ya, como la lluvia. Llueve con todo, con el agua limpia o sucia, con el amor de lo alto y el error humano. Para decirlo como el poeta, a la manera de Borges, si una desobediencia en un jardín contamina al género humano, la crucifixión de un solo hombre bastará para salvarlo. Esto es: había un jardín, hubo una vez un jardín al que hemos ido dejando abandonado, absurdo, sin sentido, siendo que antes fue todo para nuestras manos, avidez de podarlo y de nombrarlo, pero al que finalmente se vuelve rebasado por la vegetación: “Nos sucedemos en maleza,/ intrépida maleza a través de las generaciones y los siglos”. Hoy está abandonado, mas la historia no ha muerto: permanecen “dóciles, en un resplandor acuático: las flores”. Lo que estamos viendo es la existencia frente al fragor amargo de las circunstancias. Sobrevivimos, y esto es lo increíble:
Llueve, nada se altera o escandaliza:
Todo es silencio puro sobre hojas increíbles.
Cada hoja filtra en salmos el viento que pasa y es el río: Es el río quien avanza y relincha entre las rocas; sobre la punta de la palmera se afirma el parentesco gota de rocío-luciérnaga, amanece el poeta y anda su camino: “Hablo desde un domingo donde parece que Dios piensa”.
La realidad radica en no desvanecerse en el aire, en el tiempo. Es abril por doquier: cantan los pájaros. Vivir bien vale una víspera. Bajo el imperio de un “sol Chagall”, siendo el otoño clara “correspondencia entre árboles”, en tanto el aire venga, sostenidamente/ a través del fagot del invierno, el ensayo de la visitación es y será la liturgia para salvarse de la bastardería del carnaval y su antitiempo de Julietas, y su primicia siempre traerá el mensaje escrito en bruma, “con el alfabeto oscuro de las lágrimas”, en que el poeta reconoce la dimensión de una mujer, ese cristal salvaje.