El Conde que admitió el Eje Volcánico
por Carlos Santibáñez Andonegui
Como un tributo a vidas cobradas por los recientes terremotos en México, traigo el recuerdo de un miembro fundador de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y la Academia Mexicana de la Lengua, José Justo Gómez de la Cortina, el Conde que advirtió en reflexiones que constan en la colección de su obra: Poliantea, que el valle de México se sacude todo lo que tiene encima aproximadamente cada 700 años.
Mucho se habla: ¿los dioses, el conjuro de Tezcatlipoca, la maldición de la Coatlicue sobre este sufrido pueblo mexicano? La humanidad ejerce su derecho a poetizar aquello que le cuesta comprender o explicar. Historias de aparecidos en los alrededores del Popo, algo dorado que tal vez entra al cráter. Gobiernos del pasado en las tragedias han preferido mantener ocultas situaciones misteriosas. Hoy la interconexión no lo permite.
¡No hay duda: el Popocatépetl exhaló su humo al mismo tiempo el 19 de septiembre 2017!, cuando por segunda ocasión se ensangrentó el suelo patrio, en el mes patrio, el mismo día después de 32 años, ¡casualidad casi imposible de encontrar en la historia del mundo!, que haya sido el mismo día en que se conmemoraba el aniversario luctuoso de un terremoto anterior. Una iglesia en las laderas del volcán se derrumba, en Atzitzihuacan, cuando se estaba celebrando una misa, matando a 15 personas. Ahora sabemos (Miguel Ángel Santoyo) que fue más destructivo que el del 7 de septiembre, que se decía el peor de la historia de México, porque ocurrió abajo del continente, abajo de las ciudades, a diferencia del primero que ocurrió mar adentro a 100 km de la costa.
Un llamado a estudiar el álgebra de lo impenetrable, en que placas tectónicas, energía volcánica y ensayos nucleares no pueden ser casualidad. Una burla que habiendo terminado el simulacro, ¡el sismo se hiciera verdad!, mártires desde la educación preescolar, pagaron con su vida la tragedia en el colegio Enrique Rébsamen, o como la niña Elideth, que en Atzala, Puebla, apenas ser llevada a bautizar, reclamada por el hado incomprensible cayó de golpe, aplastada por el templo.
Hechos que rebasaron la lógica de lo real para forzar lo imposible y demostrar que en fin la realidad supera a la ficción, con ellos armarán tomos enteros, como el No sin nosotros, del 85 (Carlos Monsiváis), cuya cifra de 20 mil fallecidos, acaso se verá disminuida ahora por los celulares y la tecnología que los Millenials salieron a aplicar. Como el Nada nadie las voces del temblor 20 años después de Elena Poniatowska, (“¿y ahora, dónde vamos a dormir?”), el Arte y Olvido del terremoto, (Padilla), o el libro de Víctor Manuel Cruz Atienza: Los sismos. Una amenaza cotidiana, del que dio cuenta en las páginas de Siempre!, (Número 3249, p. 82) el escritor Ricardo Muñoz Munguía, y lo recuerda en ocasión del sismo del 16 de septiembre de 2015 en Chile, dejando la pregunta: “¿Puede ocurrir en México otro terremoto tan grande como el de ’85?”.
Hoy que se ha cumplido, resurge el endiablado sembrador de fuego que estremeció el Caribe, Porfirio Barba Jacob, con esa Narración de un superviviente del terremoto de San Salvador, uno de los grandes que han conmovido a Centro América. O aquel Machado que en los famosos “Lunes” de El Imparcial en una Navidad de 1884, unió “Los terremotos y la tradición popular”.
En todo caso fue Fray Luis de León quien una vez preguntó “¿Por qué tiembla la tierra?”. Siglos después un terremoto (España, 1829) forjó una tradición popular sísmica, a la que Larra se sumó con su primer poema a los 20 años, aludiendo a la aristotélica alusión del choque de vientos: “¿Por qué braman los vientos encerrados?/ ¿El fin dó se halla del abismo inmenso?/ ¿Qué encendida materia reproduce/ el humo opaco y denso?”.
Un anónimo entonces nos consuela ahora: “De los hombres la suerte/ Pendiente pues, está de un frágil hilo:/ y, sin pensar, la muerte/ le corta de repente con el filo/ de su negra tijera/ lo que era nuestro abrigo y gran consuelo,/ ¡Quién lo dijera!…”.
Entretanto, la voz de Carlos López Barrios fundador de Praxis vertiendo en redes: “Fue el terremoto más fuerte que sentí en mi vida. Ni el de Guatemala en 1976, ni el de México en 1985, ni el de hace días. Este fue el peor”. Carmen Nozal: “Estaba sola con mi perro. Se empezó a caer todo”. La primera mala noticia venida del correo de Renán Martínez Casas: “En el estado de Morelos falleció mi prima Laura Casas Barba, a consecuencia del sismo de hoy”. Y hay fuego en Insurgentes, y se ponen en marcha los planes de emergencia. Se liberan servicios de mensajes de texto y datos en apoyo a la población WhatsApp jamás detiene su servicio.
Cae la noche en los valles, labores de rescate continúan con equipos de iluminación, es el momento de alta voz oyendo a la madre, no por nada se acaba de caer el monumento a la madre para erigirlo en nuestros corazones con: “Erick, hijo, no nos vamos a mover de aquí hasta que salgas”, con su final: “¡Que Dios te ayude!”.
Tiempo de ensombrecerse la calzada de Brujas. De bomberos que han dicho: No podemos meternos más. De multifamiliar colapsado, de voz de cibernauta Enrique: “Urgen licenciatura y especialidades en atención de desastres”. Topos de Japón y otros valiosos héroes internacionales, a entregarse, a cantar con nosotros el Himno Nacional. Tiempos también en que una niña amarga es inventada, Frida Sofía, en la noticia digital de lucro y de sangre, en medio de la noche me acaba por llevar a otra nena: Paulette, que conmovió al pueblo de México, como si ambas huyeran por la misma puerta el mismo punto de fuga entre uno y otro sexenio, el que corría, el que corre, el que vendrá, una que no logró venir a la vida, otra, que no logró volver de la muerte.