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12.Ene.15

 
 

 

         
  Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     

EL MUNDO EN TAL COYUNTURA

 
RESEÑA A JOTAMARIO ARBELAEZ

 

Jotamario Arbeláez, La muerte de Jotamario (y otros cuentos reforzados), (Col. Caza de Libros, número 38), Foto de Portada: Gonzalo Arango, Neiva, 1968, cazadelibros@gmail.com, Colombia, 2013. Reseña de Carlos Santibáñez Andonegui, enero 3, 2015.

 

El ejercicio poético no es, para Jotamario Arbeláez, una acumulación de metáforas. Confiesa que su hermana lo reprendía por escribir una poesía más bien escueta, porque dejaba traslucir la pobreza en que alguna vez había vivido. Pero hay una desenfadada búsqueda de autenticidad en su poética, que explica en parte su éxito. Es de aquellos que entienden sin aparentar, y es así como nos lleva de la mano para colocarnos en la dirección del texto: “En la casa nunca hubo adornos. ¿De dónde iba a sacarlos para ponérselos al poema?” (p. 74) Esta decisión suya hacia la autenticidad, es lo que atrae al lector por el afán de seguirle en el despeñadero de lo humano, con un vago destino de aventura: “En la poesía, como en la vida, sólo busco por dónde irme, cómo salir”. Hace estas declaraciones ante la mesa, esa gran mesa que había en el hogar paterno, a cuyo derredor la familia se reunía a comer y era a la vez la mesa de trabajo de un sastre comedido y valiente que fue su padre. Aquella mesa donde él escribió con tiza de sastre su primer poema. Luego, cuando su padre es consumido por el cáncer, para no dejar perder la madera, logra que el carpintero forje con ella los muebles de la sala y comedor; del sobrante sale la caja fúnebre del padre, al que a última hora deciden cremar y le devuelven a él la caja de recuerdo, de modo que la emplea en su oficina para almacenar los archivos del nadaísmo, la producción de la generación nadaísta de Colombia: 75 tomos a doble espacio, y ésta es una veta del libro: su labor de rescate de nombres y hechos de ese movimiento del que nos dice que “hasta ahora nadie ha sabido qué era”. Se integra por variados relatos que el autor recopila de colaboraciones suyas en medios escritos como el diario El Tiempo, Cromos o la Revista Avianca, donde la realidad se funde en lo pasado y enseña que el pasado se encuentra agotado, no es suficiente para entender el hoy, al cual sencillamente, llena de flores. Y esas flores son estos curiosos textos, que no nos es posible atravesar sin una amplia sonrisa que trasciende el humor, como el de la frase en sí de la sonrisa con que lo mira un personaje poético en la cárcel, que consigue algo más que sonreír de oreja a oreja, que es sonreír de reja a reja.

El común denominador es compulsar lo narrado con lo poético, darle otra altura, por eso lo que dice al volar en parapente, resulta revelador a espaldas del texto, de su otra mirada, más allá de todo referente real: “Siento que nací para las alturas, que tengo más de la esencia del ave que de la especie humana”. Leído bajo esta clave el libro es una invitación a volar con las cosas que pasan, o que se imaginan, y hace cómplice al lector de la sutileza de la línea que divide lo vivido de lo imaginado, la realidad del deseo. El primer texto es un asomo a lo que él imagina que podría vivirse el día de su muerte. El humor estalla a partir de ahí, sus restos son llevados al Hospital Militar en cuyo elevador coinciden con el general Rojas Pinilla, que acudía a la periódica revisión del marcapasos. Al preguntar por el finado, su guardaespaldas le informa: -Es su biógrafo, general.

La veta principal es el rescate de los nadaístas.

Hay matices y rasgos generacionales comunes y comunes también a la mayoría de las generaciones: “lo único que unificó a sus congéneres, fue que cada uno de ellos era mejor que el otro” (46), su recuento no es para suplir otro alguno, que también reconoce, como la Antología de los poetas nadaístas de Gonzalo Arango, pero también es más que eso, borda en la riqueza de detalles como el lugar que tuvo la máquina de escribir dentro del nadaísmo, el reclamo de Darío Lemos en Medellín: “Hay que salvar el país con máquinas robadas”, y dice Jotamario: “Yo volé a San Andrés por una de contrabando con cinta azul como las olas, que colocaba para escribir mis herejías sobre una caja de jabón”. Algo se agita, algo entre el poeta y el crítico cuando señala: “Nos hicimos antisociales mientras llegaba el socialismo”. Una retrospectiva de Pedro Alcántara eleva al grupo a dar un paso de vencedores que por poco y entran a la “nómina de los inmortales”. De ahí en adelante: cuenta escándalos de la poetería, como la piedra que daba fuego, la inesperada resurrección del gigoló de los dioses, o el cuartico del gobierno donde cambian a la gente.

Gonzalo Arango es el que murió primero. En la eternidad, la mayoría se aleja pero el poeta se aloja. Elmo Valencia encuentra la muerte al chocar el taxi que lo transportaba, Amílcar Osorio en una laguna, y Darío Lemos aquejado de gangrena en una casa de campo. A Alberto Escobar lo arrebata una embolia, a Jaime Espinel, “Barquillo”, problemas respiratorios, y 33 manifiestos nadaístas les sobreviven en una caja. Uno que lo lee, se traslada de pronto al paisaje del “Expreso del sol”, advierte claridad y dulce cobijo en los relatos vividos por el sobreviviente Arbeláez, se traslada al trajín aventurero de quien entra en la Funeraria a consolar deudos y recibe el anillo que era del difunto de manos de la pródiga viuda, y hace suyo el ambiente de mujeres, drogas y guerrilla, sin salir (cosa digna de Amadís) de aquella ingenuidad y aquel resplandor de cuando la vileza del mundo todavía no hacía monstruosa el alma. De los años aquellos “cuando el universo cabe en la mano de uno”.

 

 

     
 
             

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