Tulancingo cultural tras los tules... Tulancingo, Hidalgo, México |
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24.Oct.15 |
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EL POEMA: UN CAMINO HACIA UN CIELO AZUL Reseña por Carlos Santibáñez Andonegui
Eduardo Cerecedo, Trópicos I, Selección antológica, Antología Personal (Col. Letras, Suma de Días), 2015.
Hay en el prólogo al
libro que nos ocupa
una advertencia
fractal que lo
resume todo: “Este
planeta azul debe
ser salvado”. Así lo
dice Armando Oviedo
en su ensayo
introductorio
denominado: “La
naturaleza y su
circunstancia”,
invocando la fórmula
de Ortega y Gasset
que nos define a los
humanos con el
aforismo: “Yo soy yo
y mi circunstancia,
y si no la salvo a
ella, no me salvo
yo”. Acá podríamos
decir que si no la
salvamos a ella, a
la naturaleza debido
a la erosión de
suelos,
calentamiento global
y deterioro de los
ecosistemas, no nos
salvaremos nosotros.
Es claro el sentido
en que se invoca de
epíteto el acierto
palpable de Carlos
Pellicer: “En una
mano tengo el mar de
noche./ En otra mano
tengo el mar de
día”. La decisión es
nuestra. Cuestión de
supervivencia.
Porque la tierra,
dice Oviedo en el
prólogo, “ya no solo
es un regalo divino
sino que ahora
aparecen dueños que
la están devastando
porque no la
consideran dadora de
vida, sino dadora de
ganancias”. Por ello
el poeta, sigue
diciendo Oviedo con
acierto: ha venido
dejando atrás su
mirada para
transgredir “el
simple efecto de
espía de paisajes
nutritivos”, lo que
ahora requiere es un
“Réquiem
para saberse de
tierra” como
expresa Cerecedo en
la Quinta Mirada a
la Ciudad con la que
cierra este libro
antológico, en el
cabal momento en que
las torres de la
iglesia comulgan con
la mañana de junio.
Quizá con Cerecedo,
la poesía sirve en
el mundo práctico,
porque mucho se ha
dicho y con razón
que la poesía no
tiene una utilidad
práctica inmediata,
hasta se ha llegado
a decir con
exageración que no
sirve, y algún poeta
en vía de consuelo
propone amarla así,
amo la poesía porque
no sirve para nada.
Con Cerecedo, la amamos porque sirve para emocionarnos por la naturaleza, y en esa medida defenderla, unirnos ante la posibilidad de perderla y quiera Dios, ante la posibilidad de salvarla. Dijo Rilke a las generaciones futuras: “Heredarás el verde de los parques antiguos”, pero ahora, con Cerecedo lo sabemos de cierto: si no la cuidamos entre todos, y aceptamos que es responsabilidad de todos, no habrá herencia, sin más. El poeta es aquel que en “La base del Faro”, con su lámpara de pescador, perfora la noche. Como antecedentes de un modo tangencial recuerdo a Raquel Jodorowski, hermana mayor de Alejandro, que era conocida como “la mariposa tallada en fierro”, poeta chilena nacionalizada peruana que a partir de 1984 vivió en México, para morir en 2011, autora de los poemarios Dimensión de los días, La ciudad inclemente, y En la pared de los sueños alguien llama, autora también de un ensayo sobre Höelderlin llamado “El color de la invisible realidad”, la recuerdo porque ella recurre a la cibernética para cuestionar lo alejados que estamos de la Naturaleza, y trata de darle a la ciencia un rostro humano. De la naturaleza son parte las especies, lo que abre al poeta la posibilidad inmensa de rescatarlas brindando de ellas lo mejor que se ha dicho, acreciendo la herencia del Bestiario: “La serpiente duerme, sueña; en su estado cree hablar con Dios”. Sabiduría de lo viviente en la escala que el poeta recorre con la mirada: “Un corcel yace en mis ojos…”, y la existencia es solo como en aquel “Paisaje del cazador”, “La sombra de aquel pájaro,/ una flecha/ en el corazón/ de quien, lo mira/ caer.”
Por otra parte, la
naturaleza funda la
literatura
hispanoamericana; de
acuerdo con los
críticos Arturo
Uslar Pietri y
Enrique Anderson
Imbert, constituye
el verdadero
protagonista de
nuestra literatura.
En el libro de
Cerecedo esto se
aprecia en todo su
esplendor. ¡Qué
alegría un poeta
así!. que Tecolutla
tenga en él su
poeta, para develar
su signo, el signo
del paisaje que la
envuelve en
plenitud, la
Tecolutla donde “los
peces saltan al
terminar la palabra
río…” donde amanece
y el poeta es capaz
de sentir: “El alba,
flama que arde en el
corazón”.
Desde el “Primer reflejo”, nos sabemos incluidos en ella, y que ella nos contiene. Más aún, descubrimos que la Naturaleza y yo, cada uno, somos la misma cosa. Por eso el viento húmedo refresca nuestros huesos, “mientras adentro, llueve”. Esta es la escalinata donde aborda el día su sacrificio, el camino hacia un cielo azul, las semillas al límite de la luz. Ahí está ya el primer descubrimiento que nos ofrece la voz poética en tanto aporte epistémico: la lluvia no es exterior. En realidad llueve de dentro hacia fuera. Y además llueve de una manera, que nos abarca a todos, nadie se crea a salvo de la lluvia y nadie dude de su bendición, que a todo el mundo toca y se derrama en erotismo, en Semilla de agua, brotada de “la rosa que crece/entre tus piernas/ donde el colibrí incendia su garganta”. Ahí están ya esbozados los dos hilos conductores que guiarán al lector a través de esta afortunada antología personal: la naturaleza y su dialéctica en la intimidad del ser humano, que es uno con ella. A quien afina el oído a este fenómeno, lo envuelve una armonía totalmente desconocida. Una derivación del paisaje hacia dentro de uno mismo, porque como dice Armando Oviedo en el prólogo: “También el cuerpo humano guarda su secreto natural”, el poeta lo verá retratado en el rostro de la noche, tardío animal, y en esta medida, constatamos que ver es internarse, saberse parte de, la mañana o el día que jamás se entregarían a secas, sin nadie que entendiera su secreto, y en donde Pellicer planteara: “Estábamos al pie de una mañana”, este poeta airoso, su heredero, establece: “el día se divisa como isla entre milpas”. En donde Pellicer miró su Hora de Junio, el discípulo expresa: “Llegó junio y el cristal por el que veo el tiempo es golpeado por la música de Bach”. Hay un circuito cerrado de comunicación en lo que existe, mientras se existe en nuestra forma humana. Este circuito pasa por el habla y de ahí, al paisaje. Salir no es imposible, pero para salir se pasa por la muerte. Es un circuito donde todo se corresponde y se conjuga. Nada está de más. “Camino por los límites de la tarde”, dice el poeta. La paradoja es que, tratándose de comunicación, sea de carácter cerrado. Quien no está dentro de la vida, no lo descubre. Acaso se relacione con el categorema que Johannes Pfeiffer denomina virtud proteica, entendiendo por ello la capacidad de transformación de la forma intuible, en poesía, denominada asimismo: intuibilidad, hasta cierto punto asimilable al categorema de la virtud iluminadora que asumía Jaspers. Ante la condición humana admitía Leibniz que el nuestro, es el mejor de los mundos posibles, y el habla, en su gloria, en su tragedia, lo transmite, lo erotiza como sucede en el poema “Circuito del habla” en que el poeta pide a su amada: “Abre/ mi corazón/ con tu lengua,/ para que puedas/ pronunciar sus latidos”. En “Bugambilia” admite ante la belleza; “Pintas/ la boca/de quien te nombra”. Y en “Resplandor de la Materia”: “Pisas la mañana/ que hermosa trepa/ por esas torres/ en que sostienes al mundo”. Y si hemos de admitir que “la Palabra es luz”, no nos asombrará de que “el Señor hace palacios con palabras”. Son esas las palabras que una madre utiliza para rezar, cuando ha habido mal tiempo, el poeta y sus hermanos están dormidos y el poeta niño puede esgrimir: “Escucho los rezos… como midiendo la dirección del viento”. Es la madre, cuyo aroma “agranda los rincones”. Para el que vive, nada queda fuera de este circuito porque salir es sólo en apariencia, salir, diría Platón en el famoso mito de la Caverna, es ver algo que si se cuenta al regresar ninguno creeríamos, este “incurable engaño de nosotros mismos”, como diría por su parte Stefan George, por eso nuestro ser erotiza lo otro, lo de afuera, ese barrunto desconocido en que se acepta con Cerecedo: “las hierbas endulzan/ el silencio de los grillos”. En el conjuro de la otredad, no puede haber sino una “masa de viento que el mar enreda, avienta, desnuda”, mientras “afuera suena el día, un día limpio, que por momentos huele a potrero,/ a naranjal y a mangle.” Se trata de infundir ritmo al paisaje, haciendo que las cosas descubran la relación oculta que tienen con otras y entre ellas. (Y con nosotros: es así como “el agua alegra el cuerpo”). De la misma manera en que “canta el mar y nadie lo interrumpe”. Vivir es internarse mar adentro, en el adentro en sí, en la cañada, ahí donde se siente “espacio para el viento que estira en lejanía los restos de la tarde…”, y esto sucede, “en ámbar”; como el milagro del jilguero que canta y deja entre los labios el alegre trinar de su garganta, vivir es habitar la “choza de aire”, que plasma Cerecedo, perseguir el centro, y ese centro, sabemos los de adentro, es el centro de los centros, y ahí, hace frío, “enero acuchillado por lo azul de la niebla”, mas qué importa si a la madrugada sacuden las palmeras, la luna mece la tierra firme en mar de niebla, y el poeta reseña: “Bosques de humedad caen sobre enero,/ la mañana rema tímida./ El invierno huele aún a ponche en los resquicios./ De las puertas, los tordos todavía /Adormilados talan el bosque con sus alas.” Es también ese centro que surge al cerrar los ojos, cuando se aviva la bóveda que sostiene el pensamiento, y al más genuino espíritu hegeliano, como algo que se produce, que se extrae al modo de la extracción de la piedra de la locura, o se chupa en calidad de néctar, el poeta abarca así la existencia: “(lumbre) devora lo que se transforma a partir de lo poseído/ en la materia”. El aire, dueño de todo, en la sutil poesía nos habla o le hablamos nosotros:
El aire empapado de
agua
se tira sobre el
día,
que en resolana
lo esculpe.
Como él se inscribe en la naturaleza para hacer sus poemas, y la naturaleza es su eje y fundamento, era natural que al tocar temas aún más íntimos, el erotismo de esta real poesía nos subyugue con aquella fuerza que brinda el saber que no nos iremos del libro sin algo que no teníamos antes de leer: y en eso radica lo vital de su estilo. En este afortunado manejo de la naturaleza, oye el poeta el fragor de las transformaciones que en septiembres palpita y calla sobre el amanecer en Tecolutla y así da a conocer:
“el río baja en sus
aguas dulces la luz
del trueno”.
Si Lugones usó el efecto de la sinestesia en su verso: “el calor, de vibrante, parecía sonoro”, Cerecedo se vale de “Algo de mayo”, para insinuar: “Este mes, el más caluroso,/ revienta en tu boca…” La palabra nos lleva por un intenso viaje, es remolino y ancla, plenitud y huracán. Y cuando es huracán “el día tiembla/ al mojarse”. Es dentro de este andar que el ser humano reconoce su círculo de fuego, el cual salta, dirime, y transforma como la oveja, cuando se lee “temblor/ que aplasta el cielo”. Como la oveja cuando “trozo de mármol sus ojos… se sabe ofrenda/ que ha de nutrir el fuego”. Porque el poeta asume la inercia del hombre, que resiste el orden de la materia en el fuego. Como en el invaluable verso de Trakl que el poeta asume de epígrafe: “Un día dorado arde hacia su fin”.
Y en esa sensatez
“Vuelve a caer el
sol para que
amanezca/ de nuevo”.
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