LA POESÍA DEL ENJAMBRE EN EL ESPEJO: DANIEL BARUC
Parece que fue Altamirano quien sugirió de Shakespeare: “es lógico hasta en lo fantástico”. El problema de la objetividad no desaparece al escribir poesía. Un ejemplo de poeta objetivo, hasta en lo fantástico, que guarda una total congruencia entre imágenes de la mitología, dejándolas listas a integrar cadenas de significado casi alegóricas, es Daniel Baruc. Acogerse a una deidad consagrada en el pasado, como Baruc a Proserpina, purifica al poeta y si se sabe hacer, es ungirse de aceite de las almas, perlarse de eternidad: “He visto a Proserpina:/ la carne desnuda/ se desnuda en la eternidad primera”.
El plan general de la obra, si lo hay, es la noción de viaje por la miel de la vida humana a través del reflejo: el perderse en el espejo como en viaje sin fondo, que es la existencia, donde hay, sí, abejas que pican, como le ocurre en la mitología a Eros, (de pequeño es picado por una abeja), lo propio de la condición humana es ser rodeado de abejas estridentes, de ilusiones; pero la picadura en nuestro caso (mortales) no duele igual, sino nos duele a través del espejo, porque lo que vivimos, cual lo que vemos, es un espejo. Lo vivido, aun sufriendo, es de luz y alegría, es de miel. Esa miel la tenemos aquí en esta vida como se da en los enjambres, esos enjambres picarían, a no ser porque se ven desde un espejo. Todo queda entonces en algo, acaso aún más doloroso, la evocación de la picadura, la pequeña gran espina: el perfume. Todo lo más que ha hecho la humanidad al escribir su poesía, es urdir Cuadernos del Enjambre y del Espejo. Es así que el espejo, reflejando el enjambre, vuelve inocuo en apariencia el riesgo de la picadura, pero cuando uno sueña, sí se pica, y con su sueño vive su vida misma, al despertar lo olvida o lo vuelve mitología, y la mitología es el sueño de todos, picadura colectiva. Por eso lo mitológico, en Baruc, es el sueño hecho verdad a través de las edades. Y lo más grato de la picadura, es el amor.
Amar es siempre el don que convalida a las cosas. “Sólo déjame amar –dice el poeta- eso que queda de ti, como una fina piel sobre las cosas”. El poeta –mendigo de eternidad- sabe que el que ama siempre va camino del perfume. Ya lo decía el padre del modernismo: “Cuando mi pensamiento va hacia ti, se perfuma”. La poesía de Baruc es dar una mirada al dicho de que todo lo puede quien no está solo. Todo el que vive va camino del perfume, se vive por un resto de perfume, y para dar con él, para seguirlo, es necesario amar a alguien, aunque sea a un amigo.
Amar también al padre que como bien sabemos, por Balzac, por Rulfo o García Márquez equivale a añorar el Absoluto. Ir en su búsqueda, ir de nuevo al país de la tiniebla, a Comala, implorar la deseada oportunidad para especies que como la humana, se alejan de una segunda oportunidad sobre la tierra. “Mi padre no fue un arameo errante, -esgrime, en vía de estribillo, el hijo amado Baruc- mi padre fue un obrero./ Un obrero antillano, simplemente”. Y aumenta: “Un obrero con luz en sus pupilas”.
Daniel Baruc nació en Sánchez, Samaná, República Dominicana, en 1962; es licenciado en filosofía y ciencias religiosas, ministro de la Religión Anglicana y residente en México, desde 1988. Fue becario del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero, en el género de Ensayo. Entre sus publicaciones se encuentran: Ceremonia en torno a una ausencia (2004), Espejos del sur (2005), Piedad frutal (2006), Cuentos para dormir demonios (2007), Poner la mano en el fuego (2007), Besar los ojos del fango (2010), Roja iconografía de los otoños (2011), La música y el vértigo (2013).
En la poesía de Baruc se privilegia la idea de viaje por el tiempo y su reflejo, eje de la poesía que corresponde al relámpago. Eso lo sabe Dios: “El relámpago se hace percibir cuando aparece”, sugiere Dios en uno de sus libros, también llamado precisamente El Libro de Baruc. Éste Baruc, el nuestro, el de hoy es el que admite: “De tanta luz me duelen ya las manos”.
Por desdeñar el tema de la objetividad en materia artística, de muchos escritores podrá decirse: no todo lo que escribió fue acertado, o bueno. No así de Daniel Baruc, quien va al grano al formular la pregunta poética que se vuelve objetiva en el amor: ¿Quién pudiera tenerte así, desnuda, como la tierra?” El verso en tanto mínima unidad poética con sentido completo, es un hogar de luces y sombras que abraza, con Baruc; un hilvanar de matices que desarrollan, postulan, no dejan igual la idea: “¿Quién pudiera habitar el litoral umbroso de tus ojos?”, el verso no es una jaula como lo fue para algunos surrealistas que supusieron que la posteridad habría de pasar por alto las mayores excentricidades de encerrar ahí todo lo que creyeran digno de recordar. Es un paisaje en el que sangra la mirada, herida que no cierra.
Se ha dicho que al poeta concierne el duro oficio de criticar fantasmas. ¿Cómo son los fantasmas de Baruc? Amarillos, por nada venderían su locura, por eso no responden cuando él les pregunta desde la cabecera de su cama: “¿Acaso hay una barca estrecha en que me iré?” En efecto, la posteridad tiene el trabajo de depurar, pero en el caso de Baruc, está hecho. Por eso los públicos se le entregan en Acapulco, en Dominicana, en el mundo una y otra vez, en Reconocimientos como el Premio de Cuento José Agustín (2007), de Poesía María Luisa Ocampo (2010), el Premio Letras de Ultramar (2011) y el Premio de Poesía Letras de Ultramar (2013). En reciprocidad, ha dicho el poeta: La poesía es herramienta para la empatía, para la solidaridad, para el sentimiento, para que los hombres se bajen del caballo para ayudar al prójimo.
En la presentación de su libro en Zihuatanejo, (Junio 2015), Baruc Espinal manifestó a prensa escrita que la poesía nace de la vida, de lo que sueñas, de “todo” pues lo que se siente fructifica; “la poesía es una síntesis apretada de la vida”. Leyó un poema dedicado al profesor Iván Ángel Chávez. Opinión conocida de Baruc es que a la gente hay que acercarla más a este género. El poeta siempre va a ser una figura extraña que tiene los pies en la tierra pero también tiene la cabeza en las nubes; por eso ha repetido este autor: creo que los poetas podemos ver un poquito más allá de lo que la gente comúnmente ve. Lo anterior es así debido a que la sociedad va tan de prisa, que no se detiene a ver la belleza de las pequeñas cosas en la vida.
Ya lo había dicho Rubén Darío: “Por eso ser sincero es ser potente./ De desnuda que está, brilla la estrella”. Baruc es la más viva humanidad que va observándolo todo, registrándolo todo para hacerlo caber en el hogar de hallazgos que es su verso, donde vive en la amarga resolana, “el amarillo viejo en que navegan las hojas”.
El océano evoca lo mismo un desastre, que un torrente de agua fresca. También en el espíritu, el agua reconoce sus abismos: “Voz de mar, en ti me reconozco…” Amamos un destino que no es el nuestro, el nuestro es tramontar lo horizontal para que andando en él, lo prometido se haga cercano: “Déjame que me acueste, amor, en tu mirada”. Se arremolina el mar en la poesía de Baruc. Sus palabras son sus olas: “El mar es un crepúsculo de seda ensimismada,/ una herida de arena que nos moja los labios”.
Rítmicamente, este autor toma como asidero o mínimo común múltiplo el verso de catorce sílabas, de antigüedad remota, alejandrina, pero que recibió su mejor prenda del caro movimiento modernista; sobre este metro es que construye la estructura que mejor conviene a su estilo, alternada también con el acierto de un verso endecasílabo quebrado. A lo mejor si signo es la nostalgia: “Muy gris, la tarde avanza llevando sus rebaños…” Y martirio quizá en su modo más puro sea su forma de amar. Darle el alma a una amada que se irá, hasta reconocerse él en sí mismo, un Fauno en la ciudad sin Proserpina, asumirse en otoño que saluda al deseo con su carne de soles, perderse en el panal de miel que representa el tramo del pubis a la lengua. Como afirma la introducción de Editorial Praxis, en su publicación de la obra que nos ocupa, lo propio del peregrino es perseguir rutas. Si no es así: ¿”Quién le tapará los ojos a la muerte? ¿Quién le cantará al oído?”
A quien ha pretendido trascender, con lo humano, el vértigo se encarga de enseñar: “Es triste la carne”: De agregar: “siempre está agujerada de deseos”. La materia le otorga el lazo de unión que la promete a la noche.
Ha llevado lo humano a un punto de saltar, de dolerle en espejo la picadura del amor, atar océano, espejo, olvido, con valor, y como humano que es, el poeta se dispone a cumplir: “Yo sé que algo me llama desde el nido/ mineral en que se fraguan los recuerdos”…
El poemario ha rendido ya, pero el poema, oh el prometido de la joven Parca, nunca se termina, sólo se abandona. Para que otro lo actúe y ejerza en él, a partir de él y por encargo de él, la potencia del acto, lo mejor de este fruto en su entelequia: ¡el fragor de la carne estremecida!