La imagen azul muerte
por Carlos Santibáñez Andonegui
28 OCTUBRE, 2017| CULTURA, CULTURA EN MÉXICO| MFUNC MEADOW_POST_VIEWS($POST_ID); /MFUNC VIEWS: 297
Carlos Santibáñez Andonegui
Para el poeta todos los días son día de muertos. Pero de muertos que han resucitado en su vocación de hacer camino. Y estos son los inmortales para quienes la muerte no existe como tal, sino como retorno a la vida a través de la belleza. Por eso el mexicano embellece la muerte, le canta, se ríe de ella y la poesía de Petronilo Amaya se deja perseguir por una imagen dulce, la imagen azul muerte. A la muerte la pensamos mientras estamos vivos. ¿No parece sospechoso? Nos dejamos perseguir por ella o la perseguimos, porque somos como aquellos que conviven con el alacrán, pero la lucidez no tiene límites. Hay un tejido real que componemos entre todos. En el instante eterno en que estamos vivos, nos hace cobijar la esperanza de que nuestro destino será cumplido, aunque al vivirlo aquí, no entendamos sino una parte. Es lo que hace Petronilo, en su preciado “Reivindico a abril”, a despecho de Eliot que sentía: “Abril es el mes más cruel”. No es que la realidad se deje querer a la primera, es que el amanecer abre sus puertas y por ellas, se fuga esa flor envenenada, la imagen “azul muerte” que nos persigue incesantemente, lo que algunos antiguos atribuían a Huitzilopochtli, el primer azul de la mañana, captado en uno mismo con los ojos cerrados, al amanecer. La poesía de Petronilo Amaya me reivindica con el mes de abril en pleno otoño, me deja así el azul de confirmarme con los ojos cerrados al amanecer, como en aquel poema de Buesa, que el amor y la muerte tienen un más allá.
La poesía se escribe para aprender a morir. Para aprender a vivir momentos tan amargos como los que nos ha hecho pasar nuestro país con la incurable “guerra del narco”, donde la realidad urge al poeta a declarar: “Estamos llenos de muertos”.
Así, en el furor de sus “Señales dispersas” (2010), alude a su Durango como ciudad sitiada “antaño tranquila,/ donde antes nada pasaba/ según la canción de Jaime López;/ esta ciudad que fluía entre el agua,/ ahora está sitiada por charcos,/ por fuentes… como surtidor de sangre:/ la muerte ronda,/ el miedo acaricia nuestras vidas”. En cambio en Duranversos, Amaya cantó al “perdurable Ojo de Agua del Obispo”, cuya agua viva y juguetona “entregó sus notas cristalinas para dar vida a Durango”, espejo de un azul que inspira a los poetas.
Mas no todo es errata en el Manual de atrocidades. Como si presintiera que al combinarse, siete colores hacen el blanco, el poeta establece “Nada mejor que el blanco para ahuyentar cualquier amenaza”; se llega a la claridad después de tanta oquedad y tantos orificios, cuando “bajan ideas que de repente nos elevan”. Para eso hay que tañer el arpa del habla, a veces amarga.
“Tuve que aprender la vida como se olvida/ palabra por palabra”, dice Elouard. Y con Amaya: “Se me caen lenguabajo las palabras… Empiezo con el sol a subirlas por el día:/ la noche me sorprende/ otra vez en silencio… cuestabajo”. El viaje con Amaya es a la raíz de la Tierramarga, donde “el alma se tatúa de lujuria” y se naufraga en todos los ex sexos.
Como recurso, el poeta templa el lenguaje a través del oxímoron, la paronimia o el calambur. Se ha dicho que la poesía lleva al lenguaje a una situación extrema: “uno de los paradigmas primarios de lo poético, es la ascensión a los límites”, dice José Ángel Valente. En “Ataúd de sábanas”, Amaya arriesga su estética del verso como hacha de verdugo, en vez de ir por la fama “masticando letra hurtada” como tantos de cuyo éxito hay que desconfiar pues como expresa en otra parte de su obra: “la altura te respeta sólo mientras subes”.
El alacrán (esa fosforescencia inesperada) descubre lo que la realidad pone a sus ojos: apenas una mancha. “Más allá del bien y del mal, el alacrán es oficio de familia”, así como la imagen verde plata del lobo durangueño cuya queja sostiene a la luna.
El poeta de Destellos Poéticos, Laberinto de Memorias, Cantaletras, entre otros poemarios, el Presidente Fundador de la Red de Escritores de Durango y de la Fundación Cultural Amaya, lanza una pregunta clave: “¿Salva al mundo un jeroglífico?”, tal es la esperanza que habita al fondo de los signos. La cita que lo humano tiene pendiente de aclarar con la muerte.
Claro que la respuesta es razón de amor. El amor por la mujer alcanza en el poeta la dimensión conmovedora: La mujer que es su música, su pasión y su vuelo, y a quien dice: “dame la poesía de tu cuerpo”. La mujer que compendia eros y tánatos, y la ve él reflejada en “El cáliz vivo”. El poema en forma de cáliz para beber lo sagrado.
Recuerdo a Petronilo deseándonos buen viaje en el marco del Festival Internacional Revueltas. Su natural amable y bondadoso al lado de Socorro Soto Alanís, Patricia Rodríguez, Reyna Valenzuela y el joven, divertido poeta Antonio Carrillo, entre otros. Su buena fe es piedra de toque primaria elemental de la poesía. Un poeta firma en el aire su consagración, tan pronto deja huella de que el misterio de la trascendencia lo obsede. Sólo entonces puede decir que no lo tumbará el torpe vacilar de los siglos. Cuando se tiene esta visión, se ha entrevisto algo de lo que es la poesía, y al llegar a ese punto, la respuesta a la pregunta de arriba es: sí, salva al mundo un jeroglífico, un pretexto para dar una vuelta por la vida y descifrarla. Descifrar el prodigio de sabernos vivos. Entender que, en poesía, los días de muertos son días de vivos. Entender, con Petronilo y su Durango, que ¡avivar el fuego es el designio!