por Carlos Santibáñez Andonegui
María Cruz, Suma de patios, Editorial La Tinta del Alcatraz, serie José Yurrieta Valdés, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, 2001. Reseña por Carlos Santibáñez Andonegui, 13 de septiembre de 2015.
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María Cruz, nacida en la ciudad de México en 1974, ha publicado hermosos libros de poesía como Colmena de oro y ceniza (Premio de Poesía Urbana Carlos Pellicer 1997), Suma de patios, la obra que nos ocupa, (2001), y El libro de las grietas (2004). Ha colaborado en múltiples antologías y su trabajo se desarrolla profesionalmente a través de la impartición de talleres literarios.
La suma poética que nos propone María Cruz, es ese recorrido interior que por el solo hecho de vivir, va efectuando cada uno de nosotros, desde los añorados tiempos de una infancia que casi siempre transcurre ligada a un patio, hasta la plenitud otoñal, en que se está mirando el pasado con otra perspectiva, pero en que, finalmente, como en todo patio, uno está siempre en espera de algo.
Lo decía Machado con su virtud de articular la nostalgia: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”. El tributo a los años idos, es obligada orden de visita que ejerce la poeta a través del epígrafe de Alejandra Pizarnik, donde plantea el dilema de la terrible infancia como el de “entrar en la muerte con los ojos abiertos”. En efecto, detrás de esa apariencia para nosotros dócil que tiene todo tiempo perdido, se encuentra el mundo inaccesible de los ángeles. Es así que aventuraba Rilke: “Todo ángel es terrible”.
Como atrapada en ese “núcleo de espinas”, para decirlo con el título de uno de sus poemas, la poeta refiere su experiencia en medio de motivos cotidianos, se abandona en el zaguán, donde alguna vez vio pasar a los malos. Recupera ese tiempo en que las cosas nos eran dadas desde lejos, a partir de una dicotomía implacable donde hay buenos y malos, policías y ladrones, y al descubrirlo, nos dice: “me callé completa”, reconociendo la virtud del silencio que todo lo airea.
Serenamente rescata la noción de los pies como barcas que surgen de la arena, acaso para demostrarnos que verdaderamente existe un mar inicial, como esa superficie de la luna, apellidada “mar de la Tranquilidad”.
Todo pasa por la mente del niño, no reducido, sino al contrario, los reducidos somos nosotros, cuando quedamos, de adultos, viendo la realidad desde una azotea que después se vuelve el desierto y ya no hay, como expresa María, “nubes a la mano”.
En un paraje chispeante de Las Soledades, de Góngora, se habla de ropa mojada delante del sol, ese sol renacentista, que viene a iluminar hasta este tiempo su marcha silenciosa, como de peregrino, y al secar ropa usada, en tendedero, la lleva a encontrarse a sí misma en la nostalgia de la introspección cuando plantea con excelencia: “este callado algodón/ que soy yo misma”.