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.26.Dic.13

 
   

CARLOS SANTIBÁÑEZ ANDONEGUI

      LA POESÍA COMO POTENCIAL DE CONQUISTA

 

Por CARLOS SANTIBÁÑEZ ANDONEGUI

 
         

 

Andrés Monroy, Correspondencia Interna, editorial Rojo Siena, (Col. Punto Suspensivo número 3), edición Roxana Cortés Molina, Ilustración Jesús Escabernal, con el apoyo del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero, contacto@rojosiena.com México, 2013.

En teoría literaria, la noción de correspondencias va ligada a Baudelaire, por un soneto de Las flores del mal, donde se da una pista de que la naturaleza y nosotros pudiéramos estarnos entendiendo más allá de lo imaginado, a través de símbolos. La manera de estar en el mundo la persona es a través de “bosques de símbolos, que lo observan con miradas familiares”, en medio de ecos que a lo lejos dibujan una unidad que aun siendo extraña basta a abarcarlo todo, como la noche o la luz, y es dentro de esa unidad, donde “perfumes, colores y sonidos se responden”.

La teoría de la correspondencia en Baudelaire, va más allá de la llamada teoría de la correspondencia, en epistemología, que entiende la verdad a la manera escolástica en tanto adecuación entre lo que se piensa y lo pensado, por lo que hay que mantener “limpio el espejo”; la vivencia baudeleriana es parte de una configuración más amplia, que habrá que acercar al inconsciente colectivo de Jung, y valiosos descubrimientos a propósito del sueño.

De esta manera Baudelaire demostró sin proponérselo, que la poesía, cuenta con todo el capital del mundo a su favor a fin de construir esa argumentación que para los anti representacionalistas no ha llegado. Es algo que le incumbe al universo. Una línea suprema de Shakespeare sostiene que estamos “hechos de la misma materia que los sueños”. La noción de las correspondencias de Baudelaire va así de lejos: el poeta intuye que las cosas guardan una secreta correspondencia entre ellas, por disímbolas que puedan parecer, se responden una con otra, acaso (añadimos nosotros) como las campanadas de una iglesia.

Y a todo esto, ¿dónde encaja aquí Andrés Monroy? Espántense todavía más: en el silencio. La noción del silencio le sirve para mejor percibir complicidades entre las cosas,  silencio. Casi podríamos decir que con esta visión, el que calla, habla dos veces. Está escrito: “El silencio es un medio de llevar a cabo todas las cosas”. (Panchatantra, libro IV, 14). Para gozar al máximo la poesía de Monroy hay que valerse de frases que examinan y purgan la vivencia del silencio tales como: “El que calla, otorga”. De metáforas como la de Milosz cuando decía: “El olor del silencio es tan antiguo”. En sum meditación, los derviches repetían una frase cabalística que atravesó el ocultismo y algunos aprendieron con sangre: “no tengo lengua”. Monroy es el señor del silencio. Se cartea con él. He ahí su secreto, del silencio abre y descifra este poeta su “Correspondencia interna”.

Su travesía por el silencio lo acerca a la poesía del no, al sincretismo en la expresión, a las inmensidades del yo y el no yo, para desembocar en el más puro mitologema social: “En el silencio mis textos, son lo que el pueblo aguardaba”.

Demuestra la no ubicuidad del lenguaje, más allá de la filosofía continental que la defiende: “En mi silencio dormimos y así dormidos vivimos y así se pasan los años y así se llega la muerte y así ni cuenta nos damos”. Su seducción por el silencio pasa por niveles de codicia que le son perdonados: “En mi silencio no hay premios, pero tampoco castigos; no hay cielo ni hay infierno, ni purgatorio ni nada. No hay pecado ni condena, ni malobra, menos pena. En él todo actuar es plano, no hay arriba, no hay abajo…”  Es que, exégetas de la creación literaria. Falla el relato. Por eso la poesía es necesaria. Falla el relato. No es que tengan que rimar los versos. Es que la poesía encierra un tipo de iluminación más profunda, recogida a través de estados de ánimo en donde ni siquiera se piensa en la rima, como la ficción. En “Viceversa” (sección Psicodelia a tu salud) homenajea a Salvador Elizondo y su célebre grafógrafo: “Con mi teclado yo escribo que ella escribe en su teclado: ella escribe que yo escribo que ella escribe que yo escribo. Mi historia ya no es mi historia, es su historia, que es mi historia. Su historia ya no es su historia, es mi historia, que es su historia”. La novela no tiene, nunca ha tenido, la última palabra, que diga lo que diga será la que dice: “Fueron felices por siempre”. En cambio “en la hoja en blanco todo resulta tan claro/ que a veces, muchas veces, no hace falta decir nada”. La gran lección de la poesía a la novela se contiene en este libro de Monroy: “Así se nos va la vida: escribiendo una historia, que a pesar de ser la nuestra nos resulta tan ajena”.

Cuando el triunfo del atacante sobre su víctima es indudable, la realidad le otorga un lujo todavía más obsceno: la paraliza. Nada mejor que inmovilizar a la víctima al momento de inyectarle el veneno. Al lector atrapado en ese laberinto nadie puede salvarlo, ni su Dios…

“…en mi silencio está dios. Y en mi silencio dios calla, me observa y no dice nada, así se pasan los siglos mirándonos a los ojos pero sin mediar palabra y eso aunque nadie lo crea, eso me llena de calma”.

Entonces lo sabemos: Andrés Monroy ha ido preparando el ataque tiempo atrás, acaso desde que aprendió a leer y escribir. El se dio cuenta del potencial de conquista que encierra el lenguaje, y ya “no la perdona”. Va por todo.

“Dios es sólo un personaje que descansa en mi silencio, también el diablo y la muerte ahí tienen un asiento; nos sentamos todos juntos como formando una cruz o como un pequeño cuarto con una pared para que cada uno ahí tome su descanso. Nos miramos –ya lo dije-, pero nadie dice nada. Es como un juego ingenuo donde pierde el que habla, así que todos callados nos morimos de la risa, pero no decimos nada; no podemos aguantarnos la risa que nos embarga, pero todos calladitos permanecemos en calma”. Más allá del miedo contingente de “vivir sin la verdad”, las cosas se siguen dando el “quién vive”: “La mujer de esa novela se parecía tanto a ti, que al borde de la locura pude recordar que yo mismo la había escrito”. “Pensé en escribir un libro para superar el libro. Un libro que me ayudara a olvidarme de ese libro. Pero dudé al intuir que el resultado sería el mismo: que terminaría tarde o temprano por tener un nuevo libro que olvidar, un nuevo recuerdo que borrar”. El autor construye sueños misóginos para evitar parricidios pero también para impedir castraciones y en un punto medio de lo soñado, lo hace para impedir matriarcados.

En el cielo, está peor la cosa. Descubre en “Los desgraciados” (dentro de Pausa al interior del monstruo): “Ahora sí se están haciendo bien las cosas en el cielo/ se repetían una y otra vez ilusos hombres en la tierra/ mientras los ángeles nomás los escuchaban/ pensando para sí: Servir a Dios es un infierno”.

La poesía de Andrés Monroy nos recuerda sin retórica, el arte de conquistar a través de palabras, y el que lo logra, conquista más todavía, cuando se calla. En momentos en que una palabra por pequeña que fuera, cambiaría todo o como dijera Sade: ‘un paso más y serás republicano”.

Tan experto en seducir, a través del silencio y su amplia espalda, a lo Platón, que utiliza, subterráneamente, el metro más convincente en español: el octosílabo. Conquista por el lenguaje: sin pedir permiso. Logra el verdadero arte del escritor, que es el de “hacernos olvidar que emplea palabras”. Juega, es lúdico, pero la dosis de diversión siempre será mayor, de él hacia nosotros. Un gran actor que durante años representó el Diario de un Loco de Gogol, el maravilloso Carlos Ancira, un día cuando unos alumnos de envidiable condición social expresaron su placer estético lanzándole un veinte a la nariz, explicó su secreto del arte: “No actúo para los otros, sino que dejo que ellos actúen para mí. Pongo las cosas de modo que me pongo a observarlos y así es como me divierto: el que ríe al último ríe mejor.” Algo de eso hay en la poesía de Monroy. “En mi silencio no hay falla, no hace falta paraíso si el silencio –como he repetido tanto-, el silencio a mí me basta. La mayoría no lo entiende, seguro a todos extraña, mientras me miran callado y sacan sus conclusiones, nadie logra imaginarse lo que en mi silencio pasa”.

Su poesía sabe de repente a Bécquer y decimos: no puede ser, Gustavo Adolfo Bécquer abandonó este mundo hace años, pero aquí está la clave: utiliza el octosílabo, sus párrafos están construidos en ese mínimo común múltiplo soterrado; lo pone, no como poema, verso a verso, sino de corrido, y solamente quienes tenemos el oído acostumbrado a percibir el ritmo poético como un bajo continuo, lo detectamos. No hay ley en la poesía que prohíba hacer esto. Se parece de algún modo a la broma, al embaucamiento, pero es perfectamente permitido en poesía moderna. Lo fársico tiene así su lugar indudable pero no imprescindible en la poesía de Monroy, con la capacidad humana de dejarse seducir por “la mujer de la novela”. Se parecía tanto a ti que terminé enamorándome de ella.

 

 
             

 

     

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