¿Y LA NOVELA, LLEGA A SER POÉTICA?
(Segunda entrega)
La respuesta es “sí”, más allá del divorcio exprés que nos han recetado entre ambos géneros. Diríamos que uno de los problemas más serios que enfrenta la literatura, es el divorcio que ha querido hacerse entre el “ser” famoso y la vida misma. El único beneficiario de esto, es el sistema. Cualquier tipo de sistema de cualquier tipo de ideología se fortalece, entre más se acentúa la distancia entre determinados hombres “notables” y el resto del pueblo, acentuando lo duro que es llegar a triunfar. Existe como una barrera entre nosotros y “los que llegan”. Aquellos que han tenido la suerte de remontar el éxito, y a lo mejor no es suerte, o no siempre es suerte, sino también trabajo. ¿Alguien dijo que el éxito era un 90% de trabajo y un 10% de inspiración? ¿O quiso decir, un 90% de suerte y un 10% de trabajo? Pero sobre todo esto se hace evidente en el caso de la poesía. Los estudiantes temen enfrentarse a la pregunta: ¿qué es la poesía? Y algunos poetas ya con maña, contribuyen al mito de hacer sentir que es algo tan etéreo, tan indefinible, que es imposible saberlo para los simples mortales.
De esta manera alejan al joven de la posibilidad de lograr un éxito en la poesía, y se autoafirman ellos en posiciones exitosas no siempre logradas con base en la poesía sino en otros factores. Periodismo, escándalo, política, qué sé yo. Un modo de obtener una victoria pírrica porque sus libros en realidad no se venden, no se venden al modo que ellos dicen vender, y lo que venden es ese tan codiciado triunfo que parece decirle a la juventud: “quítate, estás muy gordo”.
Y eso sí, lo sacrosanto: la poesía es indefinible. Les dan sus premios e inmediatamente confirman al recibirlo que la poesía, ese algo etéreo, maravilloso es, por supuesto, indefinible. Acto seguido, flashazos, reflectores, consagración. Claro, lo hacen así para que la defina quien les da el premio y no hacerla de tos.
Lo peor de todo es que en un último y más intenso, intrínseco sentido, la poesía sí es indefinible. ¡Pero por Dios, eso ya es el Arcano! Lo será al modo que no se puede definir el agua cada vez que uno la toma, imaginen qué tragedia si tuviéramos que estarla definiendo cada vez que se lleva uno el vaso a la boca. Más útil que todas las definiciones resulta el verso con el que Gorostiza la celebra en Muerte Sin Fin: “el vaso de agua es el momento justo”.
Un buen rabo de donde tomar esta monserga, es hacernos consciente de qué es lo poético. Parece mentira: el vuelco enorme del significado que se da al admitir “lo poético”, revoluciona la teoría literaria al volverla a un punto olvidado, justo en la medida en que al internarse por el mal camino, hace falta regresar al punto en donde uno “se olvidó a sí mismo”, un retorno adonde se dejó uno olvidado, ¡eso es lo que cambia a la gente! El poder de la Biblia para enderezar delincuentes.
¿Quieren ver llorar a un delincuente? Recuérdenle, hagan memoria con él del punto en que se dejó olvidado, hay un punto en que quiso ser alguien en la vida, un punto en que quería tal vez darle algo a alguien o se acercaba a descubrir el peligro de lo poético que encierra la sensación de dar. Un punto en fin, en el que su intención no era tan mala, tan retorcida. (¡Ah, Víctor Hugo, siempre volveré a Los miserables). Hay un punto de fuga en que no queremos recordar, dice Gutiérrez Nájera:
¡Recordar, recordar…! ¡Valiente modo,
de prolongar sin fin el sufrimiento!
¡Oh, cuán hermoso se mirara todo
si pudiera matarse el pensamiento!
A esto tiende el fragor de tantos penales, y por qué no decir: de tantas novelas. ¡Vaya si la novela es poética! Lo poético en sí, no es el poema, ni tampoco la poesía, que es el cúmulo de poemas escritos u orales, atesorados culturalmente. Lo poético está en todo, a condición de que sea lo mejor de todo, y en esa medida deja ver su cualidad de fondo, tan inmortal como siempre: la Poesía. La Poesía no es adorno pasajero o mera diversión, es poética toda reflexión creativa con valor de trascendencia. “El poeta detiene la corriente de las palabras y fija la palabra esencial. La poesía instaura el ser con la palabra. Es la madre de todos los géneros literarios en su estado puro”.
Entender que lo poético es lo mejor de cualquier novela, reportaje, película, obra de arte, conduce, no a complicar las cosas, sino a restaurarlas. Darle a lo poético su verdadero valor fundacional, es reivindicar la poesía de todo el manipuleo que se ha hecho de ella. Los chicos que hoy desprecian la poesía por “indefinible” (mito que los vividores les han imbuido para controlarlos mejor) tanto como determinados profesores y aun autoridades del medio cultural, ignoran que Gabriel García Márquez en sus principios fue simple y sencillamente un poeta, y que otro de los más exitosos novelistas de nuestro tiempo: el Ilustre Mario Vargas Llosa, hizo su tesis en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, a la edad de 22 años, en Lima, nada menos que sobre un poeta: Rubén Darío. En 1958 su tesis se llamó Bases para una interpretación de Rubén Darío.
Así que antes de recibir el título de marqués que le otorgó el rey Juan Carlos, antes de recibir el Premio Nobel, este intenso escritor de nuestro tiempo, pensó poéticamente, y en congruencia con ello aprendió de quien menos se imaginan, la naturaleza, lo selvático. En la década de los sesentas mientras algunos mexicanos oportunistas se ocupaban de escalar ambiciosamente las estructuras de poder en la sociedad de clase media egresada de la revolución mexicana, en casas del Paseo de la Reforma con sus chimeneas y enredos citadinos, el paciente Vargas Llosa se internaba en la selva peruana, para poder hacer su novela: La casa verde (1966), ganadora del Premio Internacional Rómulo Gallegos. Él mismo revela al mundo cómo la escribió, en su famosa Historia secreta de una novela.
Lo poético es aquello que, por combinación de factores acumulables en las perspectivas tradicionales de clasificación de los hechos: filosófica, social, histórica, psicológica, mercadotécnica, entre otras, al ser interpretado selectivamente enciende el poder del signo: el signo evocativo, de revelación, de introspección, y demás que coinciden con los categoremas milenariamente admitidos como pilares de lo poético y se dan en un prisma universal que es lo poético.
Y lo poético, en la novela, se aterriza plenamente en los hechos. Admirará a más de uno advertirlo, nada tiene de extraño observar que es el poder del signo evocativo quien se cimbra en un joven que añora lo que ya no tiene, toda vez que experimenta una carencia biológica. No va a hacer poesía con ella, pero su caso atraerá toda la atención, todo el interés, de públicos legos y cultos, porque en el fondo se añora lo que no se tiene, se imagina lo ausente: el estrujante relato “Los cachorros” (de 1967) refiere un caso real, un joven que, mordido por un perro, pierde los testículos.
Y hacia cualquier ámbito de la realidad que se voltee, lo poético extiende sus tentáculos, por ejemplo el anhelo de equilibrio que hay en el fondo de todos, vuelve poético al feminismo. Cuántas veces la opinión pública, se aprecia herida por el desbalanceo de quienes aprovechan diferencias para humillar a otros; porque sí, a no dudarlo, las mujeres han sido tradicionalmente marginadas o relegadas en buena medida del movimiento histórico oficial, mas qué angustia también la de hoy en día en ciertas oficinas, cuando embriagadas de triunfo, las mujeres impiden a un profesionista honesto su desarrollo porque en ese lugar no entran hombres. Hay alguien que sabe lo que hemos olvidado: que las diferencias son grandes cuando enriquecen, y pequeñas cuando empobrecen, y ese alguien es, ni más ni menos, la Poesía. La opinión pública se inclina sedienta de algo que no sabe qué es, y ese algo es equilibrio. Y en la parte conducente de ese equilibrio está lo poético. ¿Qué otra cosa hace un personaje como Flora Tristán, en El Paraíso en la otra esquina, la hija de un peruano que dentro de la novela y sin salir de la misma, acude a su cita con la trascendencia, se vuelve poética en la medida en que aparece como pionera de los movimientos feministas? El signo de la poesía, la revelación, el asombro, es también el ir hacia delante. Dice Perse “el poeta es la mala conciencia de su tiempo”, y el signo de la poesía, en este sentido, refleja otra rara luz: la profecía.
Nada de esto es un poema. No se confundan. Poema el que podrían hacer ustedes si no tienen motivo y tienen que entregar su poema para un Diplomado, de los mejores momentos de todas y cada una de las novelas. Momentos que dan para todo, si ustedes los convierten en poema, si no dejan que la anécdota agotada en palabras, produzca aburrimiento. La poesía entra ahí donde la anécdota ya rindió lo que tenía que rendir y las palabras se sacuden su ser palabras. La poesía se hace (Mallarmé) con palabras. Para eso están ustedes: aléjenlas del aburrimiento, si es preciso defórmenlas hasta el infinito. No se contenten con mentarle la madre a alguien, la poesía no se agota en el insulto de quien sea, desde el primer jefe de una nación hasta el portero del América, pasando por el señor que abre la puerta a los animalitos del zoológico.
El poema es la expresión concreta en palabras, de la poesía como objeto. El poema “es una caja que hay que abrir” (May Swenson) un objeto creado, un producto o paquete que hay que abrir y contiene una invención cuyo funcionamiento particular se espera descubrir.
En el fenómeno Mario Vargas Llosa que a grandes pasos venimos siguiendo, Conversación en la catedral es una novela que asume lo poético de las estructuras, se duele, se cimbra, se hunde o se libera gracias a ellas. La pregunta que le da lugar es una de las preguntas poéticas más hondas formuladas en la literatura de nuestro tiempo: “En qué momento se jodió el Perú?”
Esto que obsede al personaje Santiago Zavala, al borde de la descripción de los ocho años de dictadura del general Odria, época conocida como el ochenio, que Vargas Llosa asumirá en dos tomos, es la duda, el quiebre, el momento de fractura en que todo se va a pique, el hundimiento del Titanic que se lleva dentro, lo fractal, y en forma personal y guardadas distancias, se preguntó Manrique en los albores del Renacimiento: “¿Qué se hizo el Rey Don Juan, los infantes de Aragón, qué se hicieron?” Preguntas que atraviesan los siglos porque están plagadas de poesía.
En este viaje de emoción poética, nos iremos siguiendo otra obra del Nobel, llena de humorismo, La tía Julia y el escribidor, en nuestra próxima Entrega.