Estación Pereira
Había conseguido
un empleo.
El
trabajo era monótono, el sueldo bajo, pero por fin había conseguido un
empleo.
El
jefe, con gesto de inminente bostezo, me observaba de arriba a abajo.
–¿Tiene
fobia a los insectos? ¿Le molestan los grillos?
–No
–respondí.
Siempre
detrás de una posición de poder me hizo un par de preguntas acerca de mi
legajo y mis aspiraciones.
La
entrevista fue breve. Por un momento pensé que una vez más me
rechazarían, pero en medio de la conversación se levantó de su silla y
me dijo:
–El
empleo es suyo.
Recogí
todo lo necesario de un bargueño alargado de cármica verde (la oficina
era la primera habitación de una casa de familia) y saludé efusivamente
a todos mientras salía.
La
camioneta me llevó hasta la ruta 32 y el cruce de vías, luego tomó un
camino vecinal, luego otro, y por una senda tortuosa y empinada llegamos
a la estación Pereira.
Era un
día de calor; recuerdo la fecha: 3 de enero.
La
camioneta me dejó levantando una gran nube de polvo y prometieron
recogerme a las cinco y media.
Me
invadía una gran alegría y una cuota de poderosa ansiedad, que hacía
balancear compulsivamente mis piernas.
En la
estación me recibió el encargado. Tenía la cara reseca y agrietada, y
una expresión de enojo permanente.
–¿Usted
es el nuevo empleado?
Afirmé
con la cabeza.
Me
señaló hacia un lado del camino y me dijo:
–Ahí
tiene su silla, la máquina de escribir y la mesa de tijera. Aquí
generalmente hace mucho calor, si quiere higienizarse puede usar el baño
que hay detrás de los surtidores.
Llevé
todas las cosas hasta la mesita y dispuse los papeles y los demás
elementos.
Antes
de irse, el hombre con gesto de enojo me dijo:
–Aquí
llueve poco, pero si lo sorprende un chaparrón puede ocultarse bajo la
garita.
Las
horas que transcurrieron hasta las cinco fueron interminables.
Pasé la
mañana escribiendo y mirando el reloj; era como si estuviese inmóvil:
cuanto más lo observaba más lento recorría su vuelta completa, y más
lejos parecía la hora del almuerzo que, evidentemente, partiría en dos
el día y me gratificaría algo en medio de ese tedio que me tenía
abrumado.
A las
doce y doce minutos apareció el encargado. Traía en sus manos un plato
cubierto con un lienzo de cocina y una jarra con agua. Me dejó todo a un
lado y se fue en silencio.
Descubrí el plato y vi dos huevos fritos con arroz, un pan y un tenedor
con mango de madera. El agua estaba fresca, pero me resultó poca.
Luego
de almorzar llevé todo hasta la estación y lavé en una pileta de latón
los trastos sucios. Regresé a mi silla y me senté, echándome en ella.
La
tarde fue aún más tediosa y larga que la mañana.
Una
bandada de cuervos planeaba, lentamente, sobre las rocas y sobre los
árboles, con sus alas completamente extendidas, rozándose, apenas, en
sus giros. Observaba una y otra vez el reloj y seguía escribiendo.
A
veces, una gota de sudor zigzagueaba por toda mi cara y caía
estrepitosamente sobre el papel, formando un laguito pequeño que se
enturbiaba con la tinta de las letras, firmes y cuadradas; entonces me
enjugaba la cara con un pañuelo enorme de hilo blanco y pasaba el pulgar
por la hoja tratando de no extender demasiado la mancha.
El
silencio era absoluto. El rítmico picoteo de mi vieja Remigton lo
quebraba, de repente, convirtiéndose pronto en el único sonido en la
inmensidad del llano.
A las
cinco finalicé mi trabajo. Me cercioré una y otra vez que fueran las
cinco y no las cuatro, y comencé a ordenar todas mis cosas lo
suficientemente despacio para que me llevara lo que quedaba del horario.
Una vez
que terminé me paré junto a la puerta de la estación y quedé observando
el camino. Se acercó el encargado y me ofreció un cigarrillo.
Estuvimos así, en silencio, un buen rato.
La
camioneta no venía y yo comenzaba a impacientarme. Seguramente le
pediría a mi jefe que me pagara tiempo extra. Al otro día de mañana
hablaría con él y se lo reclamaría.
–Si
tuviese un mapa regresaría caminando –dije.
–Lo más
probable es que se pierda con mapa y todo.
–Lo sé.
–¿Lo
sabe?
A veces
me parecía que detrás de una nube de polvo aparecería la camioneta, pero
al acercarse era sólo un caballo o un perro corriendo perdices por el
campo.
Siempre
que veía algo moverse, a lo lejos, me decía: “Ya vienen”, y otra vez:
“Ya vienen”.
El sol
me había recalentado la mollera; quise ir hasta los baños a darme un
buen baldazo de agua fría, pero no me aparté del camino esperando ver la
camioneta. La vería desde lejos y saltaría de emoción. En el camino no
diría palabra. Ellos verían que estaba muy molesto. Si preguntaban me
haría el tonto y no se lo diría. Deberían darse cuenta de que estaba
furioso sólo por mi silencio.
Ya
habían pasado dos horas y no había una señal en el camino.
El
encargado me palmeó la espalda y dijo:
–Tal
vez vengan mañana.
Me vino
entonces un gran desasosiego y quise llorar, pero me contuve.
–Puede
dormir en la parte posterior. Hay una cama con sábanas limpias. ¿Le
molestan los grillos? Gritan toda la noche. Puedo ofrecerle comida,
jabón y alguna camisa; se lo descontaría de su futuro sueldo.
–¿Hace
mucho que vive aquí?
–Diez
años. Mucho tiempo. Pero todo pasa más rápido cuando se tiene compañía.
Usted parece un muchacho pacífico y sociable. El empleado anterior no
soportaba nada.
Sacó
otro cigarrillo y lo encendió con un par de chasquidos. Aspiró una gran
bocanada y quedó nuevamente en silencio.
El
cielo comenzaba a opacarse y una suave brisa golpeaba mi cara y mis
brazos. Yo seguía parado en el mismo lugar. Todavía observaba el camino
e intentaba ver, inútilmente, algo. “Ya vienen”, me decía, “ya vienen”.
El
encargado se acercó y me palmeó nuevamente. Lo tomé como una exhortación
a que fuera con él hasta la oficina; que me dejara de esperar como un
tonto.
–¿Cuánto tardaron en recoger al otro empleado? –pregunté.
El
hombre con gesto de enojo no dijo palabra. Levantó las colillas del
suelo, colocándolas en una cajita de fósforos vacía.
–¿Cuánto tardaron en recoger al otro empleado?
El
hombre se volvió y comenzó a caminar lentamente hacia la estación. Llegó
a la puerta y encendió las luces de la entrada y la garita. Aseguró los
postigos. Guardó el cartel y las latas de aceite.
Una vez
dentro me hizo señas para que pasara.
Cuento de
El huésped
(Ediciones
Aymara, Montevideo, 1999).
|