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29.Jun.22

 
   

 

 

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El mensajero de Dios

2a Parte

 

El mensajero de Dios

2a Parte

 

—Mire, señor Hidalgo, el asunto es el siguiente. Dios me ha ordenado que transmita su mensaje a la humanidad y yo he decidido transmitirlo en forma de libro a través de su editorial. Tengo un archivero en donde he guardado todas las hojas que he escrito desde que Dios empezó a hablar conmigo, y me gustaría llevárselas para que ustedes se encarguen de transformarlas en libro. Yo de esas cosas la verdad no sé nada, pero supongo que así empieza todo libro, con un manuscrito original, y eso es precisamente lo que yo tengo en mi poder: el manuscrito original del mensaje que Dios quiere transmitirle a los humanos del siglo XXI. Sólo solicito que usted me proporcione el dinero suficiente para comprarme una computadora, de esas de la manzanita, he escuchado que son muy buenas.

            —¿Quiere que yo le compre una computadora de la marca Apple, señor Islas? —pregunté con verdadero asombro.

            —Así es, pero permítame explicarle porqué le solicito esto. Verá, hasta este momento, he escrito todo lo que Dios me ha dictado en unas hojas blancas con mi puño y letra pero, como usted se imaginará, es una actividad muy cansada y yo ya soy un hombre mayor, tengo 64 años para ser exacto. Dios me dijo que, por el momento, ya no me va a dictar nada, pero que podría hacerlo después si él lo considera necesario. Entonces, cuando llegue ese momento, que podría ser cualquier día, necesitaré una buena computadora para seguir escribiendo lo que Dios me dicte. Por eso se la solicito.

            En ese momento, la conversación ya no me pareció divertida y decidí ponerle fin de manera cortés.

            —Mire, señor Islas, lo que usted me pide es razonable, pero Ediciones Bizantinas es una editorial que publica libros de literatura principalmente. Somos respetuosos de todos los credos, yo en lo personal me inclino por el ateísmo, el agnosticismo y el huatismo, aquel culto fundado por el escritor y ocultista Lalo Huato a finales del siglo XX, pero no publicamos libros religiosos. Lo que yo puedo hacer por usted es…

            —Pero ¿es que usted no entiende, señor Hidalgo! ¡Estamos hablando de la palabra de Dios! ¡No me venga con que no publican libros religiosos!

            Sin perder la cordura, y evidentemente al tanto de la exaltación del mensajero de Dios, le respondí:

            —Si me permite, señor Islas, y si quiere que lo ayude, con todo respeto, puedo hacerle una recomendación.

            —¿De qué se trata?

            —Usted debería dirigirse a una editorial que publique libros religiosos, y en esta ciudad hay varias. Y si ninguna de esas editoriales quiere publicar el mensaje de Dios, le recomiendo que vaya directamente con las autoridades eclesiásticas mexicanas. Estoy seguro de que si ellos están interesados en la publicación de la palabra de Dios, tienen los medios para hacerlo.

            —¿Y cree que me compren una computadora?

            —No lo sé, señor Islas, pero sería cuestión de preguntar.

            —Mire, vamos a hacer algo. Deme una hora para llegar a las oficinas de su editorial. Le voy a llevar el archivero con las hojas que Dios me ha dictado. Léalas y estoy seguro de que aunque su editorial no publique libros religiosos, se convencerá de que el mensaje de Dios es tan bello y contundente que querrá publicarlo.

            —Eso es absolutamente innecesario, señor Islas. Verá, como le comenté anteriormente, nuestra editorial…

            —Voy para allá.

            El mensajero de Dios colgó y me dejó con la frase en la boca. Una hora más tarde, como había prometido, Samuel Islas llegó a nuestras oficinas, lo acompañaba una señora de su misma edad, quien supuse se trataba de su esposa. Ambos llevaban un diablito en el que transportaban el archivero con los papeles dictados por Dios. Era un mueble de metal de aproximadamente un metro de altura, con tres cajones. Sara los atendió.

            La secretaria fue a mi oficina para avisarme que el señor Islas me buscaba. «Está bien, Sara, yo lo atiendo. Gracias», le dije y salí para conocer al mensajero de Dios.

            Sin más preámbulos, Samuel Islas me dijo que me dejaba las hojas y me preguntó que cuánto tiempo me tardaría en leerlas, a lo que yo contesté, sólo para que se fuera, que me llevaría un promedio de seis meses.

            —¿Seis meses! —dijo el mensajero de Dios. ¡Pero eso es mucho tiempo!

            —Pues por ahora tenemos mucho trabajo, señor Islas.

            —Pero ¿es que usted no entiende, señor Hidalgo! ¡Estamos hablando de la palabra de Dios! ¡Cualquier otro asunto es menos importante que eso!

            Es inútil discutir con fanáticos religiosos, así que opté por darle la razón para que se fuera de una vez por todas, bastante tiempo había perdido ya en la conversación telefónica y tenía que seguir con los asuntos de la editorial.

            —Tiene usted razón, señor Islas. Lo haré a la brevedad y nosotros le avisamos si aprobamos su manuscrito para su publicación.

            —¿Me puede dar el dinero para mi computadora?

            —No contamos con ese recurso actualmente.

            —Y ¿cómo voy a saber cuando ya cuenten con ese recurso?

            —Nosotros le avisamos.

            —Y ¿cómo voy a saber cuando ya esté listo el libro?

            —La señorita Sara le va a tomar sus datos y nosotros le avisamos.

            —¿Me puede dar aunque sea la mitad para la computadora?

            —No en este momento.

            —¿Me puede dar mil pesos?

            —Señor Islas, en esta editorial no le compramos computadoras a nuestros autores. En el supuesto caso, y estoy hablando de una posibilidad muy remota, de que aceptemos su manuscrito, haríamos un contrato y le daríamos un anticipo por concepto de regalías, sólo en caso de que publiquemos el manuscrito que, repito, es una posibilidad muy remota, prácticamente imposible.

            —¿Regalías?

            —Sí. Las regalías son el pago que recibe el autor del libro. Generalmente es un 10% del precio de venta del libro.

            —Y ¿cómo de cuanto estamos hablando?

            —No se lo puedo decir con exactitud en este momento, se necesita hacer un cálculo con todos los gastos que implica la producción de un libro.

            —Y ¿cree que esas regalías sean suficientes para comprarme una computadora?

            —Probablemente sí, pero le reitero que las posibilidades de que Ediciones Bizantinas publique su obra son muy escasas.

            —De acuerdo.

            Sara tomó sus datos y el mensajero de Dios abandonó nuestras instalaciones con su esposa, su diablito y un inmenso gesto de decepción.

            Puse el archivero en la bodega con la intención de decidir qué hacer con él después. Una cosa, sin embargo, era segura: en ningún momento tuve la intención de leer ni una sola hoja del supuesto mensaje que Dios nos quería transmitir a través del señor Islas.

            Exactamente un mes después, el mensajero de Dios volvió a marcar a nuestras oficinas. Solicitó hablar conmigo. Atendí la llamada en la recepción de la editorial.

            —Buenos días, señor Islas. ¿Cómo está?

            —Bien, gracias. Sólo quería saber si ya tuvo tiempo de leer el manuscrito.

            —Ya lo hice, señor Islas, y ¿sabe qué?

            —¿Qué? —preguntó el mensajero de Dios con gran expectación.

            —La humanidad no está lista para recibir ese mensaje, por lo que, desafortunadamente, tengo que comunicarle que su manuscrito fue rechazado para su publicación. Cuando guste, puede venir por su archivero y sus hojas.

            Del otro lado del teléfono se escuchó un golpe en el suelo, como si el cuerpo del señor Islas hubiese desfallecido. También se escuchó el grito de espanto de su mujer quien, después de gritar el nombre de su esposo en repetidas ocasiones, tomó el teléfono y, con voz profunda y fuerte como un volcán en desasosiego, me reclamó: «¿Pero qué le ha dicho a mi esposo! ¿Quién se cree usted para desairarlo! ¡Él es especial! ¡Y ha dedicado toda su vida a alabar a Nuestro Señor Jesucristo! ¡Por eso Dios lo escogió a él para transmitir su mensaje! ¿Cómo se atreve a…!» En ese momento colgué, le pedí a Sara que me llevara un café a mi oficina y me encaminé a mi lugar de trabajo, al tiempo que me decía a mí mismo: «Estos fanáticos religiosos verdaderamente están locos». Entré a mi oficina, Sara llegó con el café, lo puso en mi escritorio, se retiró y yo me senté a escribir esta historia.

 

 

 

 

 

 

 
             

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