Exilio
por Hans Manhey
2020: Tiempo
de morir
© Hans Paul
Manhey
Despiadado,
Invisible,
sin indicios ni alarmas,
entre la
muchedumbre de impávidos inermes,
insensibles
al anuncio preventivo,
avanza
implacable el cruel verdugo.
Las víctimas
superan la afectación prevista;
se encierran
los que aceptan la advertencia
y tienen la
opción de guarecerse,
con
vituallas y oportunas reservas.
Médicos,
enfermeras, policías, bomberos,
personal de
limpieza, gendarmes, transportistas;
no pueden
confinarse y han de asumir el riesgo.
Hay otros
que no pueden quedarse sin salir;
carecen de
recursos, no pueden oponerse,
el servicio
social que resulta imperioso.
Hay muchos
subversivos desafiantes, burlones,
que se creen
inmunes ante el fácil contagio
y desdeñan
las normas.
Imprudentes
tumultos,
sin medidas
de aseo, festejan su indolencia;
de regreso a sus lares expandirán contagios
a sus padres
y abuelos,
a los más
vulnerables, a vecinos y amigos.
El pequeño
comercio quedó desmantelado.
Los oficios
caseros; los pequeños talleres,
baratillos,
bazares,
despachos y covachas
permanecen
cerrados.
Los día de
clausura se suceden sin rostro;
todo lo
diferente se convierte en un riesgo.
La carta que
se asoma debajo de la puerta
puede ser portadora
de un avieso
contagio.
Un día y
otro día,
Una semana y otra.
los meses
van pasando y el desconcierto crece.
Hay mucho
tiempo libre,
según marca
la agenda.
Es mucho;
más no es libre;
lo ocupa la
impotencia, lo envuelve la ansiedad,
lo
inmoviliza el sordo y confuso sentimiento
de la fuga
incesante de vida que se pierde.
Desconcertados gritos
invocan al
vacío que nubla las conciencias.
Las voces se
abren paso sobre la pestilencia,
airadas, con
reproches, sin tener más culpables
que la torpe
impotencia.
Los reyes,
los caudillos, los dueños del poder,
los que
ostentan banderas de distintos colores,
se quedan en
silencio.
Nadie tiene
respuestas;
nadie eleva
el conjuro ante el mal invisible,
que se aleja
y regresa.
Los que
invocan al cielo con nombres diferentes,
no reciben
respuestas.
Su
silencio se inflama de dudas y reproches.
Crece la
incertidumbre, aflicción, desamparo;
poderes
tutelares se envuelven de impotencia.
Los templos
se clausuran para evitar contagios.
Los
ancianos, envueltos en frondas preventivas
sienten que
nunca más pisarán las baldosas,
ni el césped
de los parques.
El mundo,
nuestro mundo
esa forma de
vida caótica, agobiante,
en que nos
habituamos a acomodar momentos,
reposos,
traqueteos, horarios y quehaceres,
se acabó,
es distinto.
No sabemos
que sigue.
El futuro se
asfixia en inciertos dilemas,
variaron los
modelos en que apoyar las metas.
Propósitos y
ritos quedaron descarnados.
No hay
caminos seguros,
son todos
ilusorios.
Nuestros
viejos caminos tampoco eran benignos;
sin embargo
los pasos, acertados o erróneos,
estaban
calculados por antiguas costumbres.
El avieso
enemigo no sólo se ha llevado
la vida de
unos cuantos parientes y vecinos;
también nos
ha privado de un rumbo y un estilo
de organizar
latidos para seguir viviendo.
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