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26.Mar.19
Hans Paul Manhey
Plegaria cakchiquel
Noche.
Silencio.
Inclemente se extiende
la arena
del desierto.
Sombría,
menguante
la luna
avergonzada
se asoma
entre peñascos.
El
hambre, los temores,
el
cansancio y la sed
se
amenguan en el sueño;
efímero
refugio.
Mis
cinco compañeros yacen amontonados,
los
arrulla el latido de sus cansadas venas.
Mantos
de incertidumbre envuelven su letargo.
Yo no
puedo dormir.
Alguien
desde lo
alto,
podría
protegernos.
Intento
imaginar que ese alguien compasivo
observa
los pesares y nos mantiene vivos.
No sé
cómo rogarle.
No sé si
le interesen los pasos de estos torpes
migrantes andrajosos
prófugos
de su sino, sin un destino cierto.
La luna
es impotente.
Cada
noche se asoma a buscar su camino.
Su luz
no es suficiente,
opacada
por sombras del aire enrarecido.
No
encuentra a sus hermanos;
huye del
astro ardiente.
La
multitud de santos que invocan los ladinos
tampoco
están dispuestos a atender nuestros ruegos.
Están
muy ocupados recibiendo la ofrenda
de
flores, veladoras, inciensos y dinero.
Nosotros
no tenemos nada que les agrade.
Hunaphú,
Ixbalamqué,
prodigiosos gemelos
que
invocaba mi abuelo al suplicar su auxilio;
han de
estar sumergidos en el oscuro olvido.
La madre
Ixmucané, paridora de dioses,
ensordece ante el llanto de madres y de viudas.
El sabio
Itzamná se refugia en los bosques,
los
escondidos templos,
los
lagos, los volcanes del antiguo mayab.
Un
fraile, generoso,
antes de
la frontera, nos ofreció su albergue;
algo de
bastimento, zapatos y consejos.
Nos
entregó una cruz con su agónico dios.
No ha
podido ayudarnos ni sirve de consuelo.
En
cambio, tierra adentro,
piadosos
pobladores
elevaban
sus preces a una virgen morena.
Su
rostro, Su mirada,
cabizbaja y piadosa;
me
recordó a mi madre al bendecir mis pasos.
Humilde,
silenciosa, con las manos vacías,
en su
choza de palma, espera mi regreso.
Arriba
de las nubes, cerca de las estrellas,
alguien
ha de escuchar sus incesantes ruegos.
Con las
luces del alba seguiremos la ruta
Hacia el
incierto norte.
Cuatro
horas de marcha
Hasta
que en el cenit el sol nos amenace.
En el
atardecer, continuamos la marcha.
En este
suelo agreste de arenas calcinadas,
esta
tierra de nadie devora la esperanza;
mientras
rondan, perversos, los genios de la muerte.
Un
último suspiro antes de la alborada.
Al final
del camino, nos decía mi abuela,
se abre
una nueva vida.
Era una
buena anciana y murió con dulzura.
Me
ilusiona pensar que aquella nueva vida
sea un
poco mejor a la que hoy nos aqueja.
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