Así se conoce a quien se agarra o se coge
fuertemente de algo. Al que insiste con
tenacidad en una opinión, en una idea. Al terco,
obsesivo y necio. O de acuerdo con el
vocabulario para entender a los mexicanos, de
Héctor Majarrez, “también se dice del que no
deja el vicio”.
De este modo se refieren los meseros de cantina al último
cliente del día. El que pide la “caminera” cuando ya están
bajando las cortinas del negocio. Al que le pasan un vasito de
plástico para vaciar el trago que le queda. Aquel que todavía
ofrece una jugosa propina con tal de que le sirvan la “del
estribo”. Y el mesero, en un postrer arranque de compasión,
responde: “No me des propina, pero ya vete, antes de que te
saquen a patadas”.
El aferrado es un individuo al que tal vez corrieron de su casa
o que vive solo en un cuartito de azotea y prefiere pasar la
noche entre la alegría de las botellas, junto a la singular
familia que ha formado con otros clientes que lo invitan; con
los meseros, a quienes ya conoce por su nombre; con los músicos,
que ya saben las canciones que le gustan sin necesidad de que él
se las pida, y el cantinero con quien ha compartido alguna
confidencia y ha terminado llorando.
La mayoría de los bebedores de cantina alguna vez hemos sido
aferrados. Sin embargo, existen diversos tipos de este espécimen
en peligro de expansión, sobre todo en temporadas vacacionales y
días festivos.
En razón de la edad se puede mencionar primero al muchacho
alegre. El hijo de familia, estudiante o profesional
independiente que permanece firme al final de la combebencia con
sus cuates, con el afán de demostrarles que sabe disfrutar de la
vida y tomar como “gente grande”. Aunque ya mucho después de que
partieron sus compañebrios recurra al celular para hacer la
llamada urgente, de auxilio, que le permita saldar la cuenta.
También suele ocurrir que este tipo de persona sea un solterón
mayor de cuarenta que acabe llamando a sus ex parejas para salir
del apuro.
Uno de los más conspicuos es el artista. Heredero del siglo XIX,
ofrece su creatividad a cambio de una o varias copas. Puede ser
que declame sus poemas malditos o los de otros poetas malitos,
que cante boleros o cuente chistes, que conozca de memoria las
alineaciones y los marcadores de los partidos de la Copa Mundial
de 1985 o las conjuras secretas de los próceres históricos. Su
arte consiste en mantener entretenidos a sus mecenas e incluso
saber en qué momento cambiarse de mesa y cómo incitar la
conversación o la polémica sin mostrarse impertinente. Los hay
que se ganan, como si se tratara de una corona de laurel, las
copas de la casa y el sincero aplauso de los meseros.
Otro, de los tipos más oscuros, es el solitario. Solamente se le
conoce por su nombre y siempre paga en efectivo. Es cliente
asiduo. Puede llegar a cualquier hora y buscar un rincón
apacible donde nadie lo note o acodarse en la barra. Pertenece a
la misma familia que el bar fly gringo, pero es menos rijoso y
resentido. A veces le gusta leer o hay algunos que también
escriben. De su boca jamás sale ninguna confidencia. Nunca habla
de mujeres, ni de las propias ni de las ajenas. Cuando están a
punto de cerrar pide la cuenta y si el cantinero, que lo ha
visto muchas noches en los últimos veinte años, insiste en
pedirle un taxi, el solitario se esfuma tan sigilosamente como
llegó para regresar a otra dimensión donde las cantinas siempre
permanecen abiertas.
También tenemos al despechado. El que intenta reconstruir las
fibras de su músculo cardiaco a golpe de tragos y canciones.
Quien a la menor provocación refiere ante propios y ajenos su
martirilogio amoroso. Aquel que buscando la dignidad de la
derrota solamente precipita su aniquilamiento. Es como una vena
que se desangra reflexionando los motivos y repitiendo los
diálogos de su despedida. El que nunca va a encontrar el
menjurje que le cure la infame resaca del desengaño. Ése que
atosiga pidiendo que le toquen, una y otra vez, la misma
canción.
Finalmente tenemos al perdido. El que bebe sin freno hasta
entrar en los linderos de la catatonia. Es el que sufre el
escarnio de clientes y meseros. Al que despiertan para que pague
una cuenta inflada de caballazos. Al que el taxista, el policía
y hasta la suegra le van a escamotear los billetes que se había
escondido en los calcetines. Y no importa si se percata del robo
porque al otro día ya no se va a acordar y amigos y parientes,
meseros y cantineros van a poder recriminarlo por las ofensas
que nunca profirió. En este cristo del alcohol, como en ningún
otro, se ensaña la hipocresía de la humanidad.
A esta breve taxonomía le faltan muchos ejemplares. Tantos como
nuevos tipos de aferrados surgen con cada generación. Y habría
que incluir también a los que terminando la jornada cantinera
buscan dónde rematar la parranda, se van a Garibaldi, a un
cabaret o recalan en casa de su segundo frente; los rifados,
aquellos que se afilian por instinto a la consigna del viejo
Baudelaire: “mi corazón sólo ama el riesgo”.