Entre los alquimistas era imperativo, metafóricamente
hablando, que los metales burdos —a través de la fórmula solve et coagula— se
sublimaran; usando la palabra no menos rústica, significaba que se
transformase el plomo en oro. La tarea del artista no es otra: de la
cotidiana e insulsa vulgaridad debe crear el áureo metal precioso, la obra
de arte. Más aún, de aquellos demonios aludidos es de donde se encuentra el
material magnífico. Las compulsiones.
Aquellos espíritus siniestros bien podrían ser llamados las
compulsiones. El talento o la capacidad creativa suelen ser un flagelo, pero
¿por qué no habría de transfigurarse en motivo de gozo y hasta en el placer
mismo? Tal es la tarea alquímica, la del creador de arte.
El escritor transforma sus demonios —léase sus
compulsiones— en los prodigios del placer, de la risa gracias al humor, de
la joya que es la metáfora, el oro de la literatura. No es otra cosa lo que
ha hecho Borja en Elogio de las cantinas.
Y ha dado un paso más. Hay un recorrido histórico, tanto de
lugares como de personajes, ambos entrañables. Para Borja la cantina es el
templo de sabiduría. Es la policlínica de los espíritus extraviados. Es la
nave de los locos que, como en la edad oscura, eran lanzados a alta mar como
indeseables y en los extremos de la posibilidad de la muerte, en medio de la
espantosa terapia de choque, regresaban lúcidos, curados y hasta redimidos y
de nueva cuenta adecuados para soportar al mundo.
Este libro, Elogio de las cantinas, recuerda
nítidamente, ya que hemos traído a colación al medievo, al sublime Las
maravillosas y espantables aventuras del gigante Gargantúa y su hijo
Pantagruel, libro lleno de pantagruelismo, compuesto en otro tiempo por
Alcofribas Nasier, extractor de Quintaesencia. Se parecen en lo
divertido, lo erudito y a la vez estrambótico: como es (y como debe ser un
maestro bebedor). Lo que contiene tanto de sabiduría y no menos de
conocimiento, que no son lo mismo. En la extraordinaria novela del francés
del siglo XVI, en los capítulos finales, los iniciados se dedican de
explícita manera a la búsqueda de El Oráculo de la Divina Botella. En el
libro de Borja no se dice, se hace, encontrar y disfrutar de la divina
botella. Se recorren los lugares, se cita a los personajes, se les entabla
diálogo a esos buscadores de tan celestial objeto.
Son ideas —la literatura es el arte de la letra y ésta
procura colocar en este mundo las ideas— que se agradecen infinitamente,
puesto que el día en que habremos de dejar el mundo ya no seremos cuerpo,
sólo ideas, acaso historias.
Alguna vez el universo entero fue una idea. Luego se hizo
palabra (en tal caso, como vemos, La Biblia falló) pues se dijo que en el
principio fue el verbo. Pero antes, la idea.
Nos recuerda el maestro Borja en éste su libro. Versos que
firmaría desde Diógenes, El Cínico hasta los más malditos de los poetas
franceses o beatniks o bukovskianos. Es invaluable, delicioso y doloroso,
según caso, leer en el Elogio de las cantinas, la condición, los
lugares y los personajes que acompañaban al maldito Porfirio Barba Jacob,
autor de tan formidables versos.
Dos cuestiones. La primera, el arte, en algún momento
procuró imitar a la naturaleza y reproducir sólo lo bello. Pero aquellos
neoclásicos olvidaban que en madre natura conviven el horror y la fealdad
extrema con la dulzura y la belleza. Tenían que llegar los románticos para
estamparles en el rostro tan tremendo asunto.
Y, la segunda. Retomando ideas. La compulsión es el motor
del artista. Así como la belleza era el objetivo del arte, también lo era la
virtud. Pero las nuevas rutas de los románticos, los que impulsaron el
movimiento dadá, los surrealistas, los ya anotados poetas malditos,
entendieron muy bien que no sólo la belleza, no sólo la virtud; también el
espanto y la complusión, los vicios, tenían que ser y fueron motivos para
las artes.
Lo que nos devuelve a lo que quizá debiera llamarse el
primer axioma de la obra de arte: la libertad. Sin libertad no hay creación,
no hay arte. Pocos libros como este Elogio… hacen ejercicio tan
lúcido y extremo de la libertad. Por eso el arte es amoral, está más allá de
la moral (fluctuante, movediza en tiempos breves y en espacios mínimos), el
arte está por arriba. Sin embargo, está emparentado de igual a igual con la
ética. El arte puede ser inmoral, aunque no necesariamente, porque no está, per
se, contra la moral, ya está dicho, está por encima. El Elogio de las
cantinas es, de pronto, atrevidamente inmoral, pero en su esencia, con
su estilo de pronto casi decimonónico y, en apariencia, políticamente
correcto, es deliciosa y asombrosamente amoral. Lo que es decir, ético, sólo
asequible a través de herramientas de la filosofía, es decir, de la
estética.
Así, la compulsión, la obsesión, merecen el más alto de los
respetos. Las pedas pantagruélicas, es decir, legendarias, históricas y
heroicas, por lo tanto, épicas, son uno de los grandes motivos del Elogio…
“He visto a los mejores cerebros de mi generación /
destruidos por las drogas” aúlla Gingsberg. Lo cito porque hemos llegado al
recodo del camino. La compulsión, no hay duda, puede llevar a la
autodestrucción de aquel que la sufre, que la disfruta. La compulsión te
obliga, puesto que te ha arrebatado la libertad.
Es cuando el alcohol le ganó a la poesía. Es el punto donde el
creador, sin renunciar a los placeres, discierne y debe seguir el camino de
la complacencia. Es cuando Barba Jacob admite que vive para “Bruñir mi obra
/ y para cultivar mis vicios”. Cuántos poetas malditos y chiquitos he visto
sumirse y ser arrastrados e incluso ahogados en los oleajes del alcohol,
vencidos por el elíxir divino (pues no hay que olvidar que todo lo divino es
no menos demoniaco) y quedan ajenos al mundo, a su propia obra, extraños a
la creación.
El alcohol es vitalidad, es chispa, es inteligencia y
benevolencia, es claridad. O no es. Porque si te vence, si logras mirar su
lado oscuro, ese sol negro, su lado demoniaco, se vuelve flaqueza;
oscuridad, estupidez, brutalidad necia.
El alcohol te vuelve —si llegas al sometimiento, si le
demuestras que vales muy poco— un guiñapo, un lamentable espantapájaros del
desierto, es decir, inútil; te convierte en el sujeto más ridículo y digno
de escarnio. Luego te arrastra, te envilece y te enferma hasta pudrirte y
por fin, te mata sin piedad. Es decir, te ha arrebatado la poesía.
Es beneficioso y altamente productivo ser aliado del
alcohol, respetarlo y dársele a respetar —a veces los borrachos decimos “No
es por dártelo a desear”— sí, eso, dársele a desear. El sabio se otorga la
complacencia (es indulgente consigo mismo) y evita la compulsión
autodestructiva. Pues al final, la libertad, por la cual —dice el
Quijote— puede y debe arriesgarse la vida, es útil tan sólo para entregarla.
El creador está al servicio de la poesía, le ha entregado a ella (a la Diosa
Blanca, dice Graves), su libertad. Y el alcohol, como lo demuestra el
maestro Borja, es un formidable aliado, un motivo de alta creación, ejemplo
y camino y también compañero de destino.
El maestro Borja (Eusebio Ruvalcaba, magister, dixit)
ha alcanzado en este Elogio…, una cumbre creativa. Llevó la
crónica —y aquí me recuerda a Ryzard Kapucisky— hasta los más altos estadios
de la literatura. Por fortuna, la inmensa sapiencia desarrollada y el
descomunal conocimiento que acumuló por largos años, déjenme decirles, lo ha
llevado, luego de una sola leída y a veces de mera oída, a glosar y
desglosar un texto de cualquier género; a encontrarle las costuras y las
puntadas fallidas, de una sola mirada. Gracias a Yemayá, a Babalú, la
destreza, el conocimiento y la sabiduría del maestro las ha llevado hasta el
territorio de la creación. Circunstancia muy poco común “El que sabe como se
escribe un cuento, un poema, es aquel que jamás escribirá un cuento
inolvidable, un gran poema”, dice por ahí cierto escritor.
El que sabe demasiado se vigila y puede llegar a paralizarse
o a la obra regularzona, por más que, formalmente, muy aceptable. El que
intuye y con todo valor se deja ir y además tiene un gran aliado (el OH, el
radical alcohólico) es el que suele hacer la gran obra. Este libro tiene
efluvios, diría López Velarde, de un misterioso alcohol.