Desde que Edgar
Allan Poe estableció las bases del cuento
moderno, este género literario —como todo género
vivo— ha venido sufriendo diversas
transformaciones, sin perder nunca su capacidad
de revelar los rincones más oscuros del alma
humana.
En su famosa
reseña sobre los cuentos de Nathaniel Hawthorne publicada en 1842, Allan Poe
ya menciona dos características que definen al género: la búsqueda del
efecto y el descubrimiento de la verdad.
Dice el genial escritor que en la construcción
de un cuento siempre hay que considerar la generación de un efecto, de una
impresión única en el lector, y que “No debería haber una sola palabra en
toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al
designio preestablecido”.
Así mismo, también aclara que el objetivo del
cuento es la verdad. Con esta afirmación no se refiere precisamente a la
resolución de un enigma como ocurre en la literatura policiaca, sino a la
revelación de la verdad que se encuentra encubierta por las convenciones
sociales, por las mentiras piadosas y los intereses ocultos. Cuando menos
así ocurre en los cuentos más memorables.
Ricardo Piglia apunta en su “Tesis sobre el
cuento”, que los mejores textos siempre narran dos historias, la evidente
que va desarrollando la anécdota y la subterránea que va creciendo a la par
para intersectarse con la primera en el momento del clímax. Es en este punto
cuando se precipita el desenlace —si es que lo hay como en los cuentos
tradicionales—, pero también donde se revela por un instante lo que existe
por debajo de la aparente realidad.
Un cuentista cumple con las más altas
exigencias del género, no solamente por la profundidad de su tema, la
asertividad en la selección de sus técnicas narrativas o la propiedad de su
lenguaje, sino por la concentración, el estado de trance del autor, el «état
second» que refieren los franceses, en el que una intuición creadora o un
atisbo de la conciencia los lleva a penetrar en la capa más profunda de la
realidad.
Muchas veces se ha repetido que el cuento para
un escritor sirve de ensayo para abordar obras de mayor aliento, como la
novela, el relato o la crónica, cuando realmente este género requiere de la
concisión y la precisión que difícilmente se encuentra en otros géneros.
La labor del cuentista es como la de un minero
que va excavando en la piedra hasta abrir una grieta por donde encuentra la
veta del más valioso mineral; es como si tomara la punta de un hilo para ir
desmadejando la apariencia que forman las convenciones hasta llegar a la
verdad desnuda; es como encender una mecha corta que presagia una explosión.
Cada año se publican volúmenes de cuentos de
autores galardonados en concursos que se pretenden innovadores y se
presentan como escaparates de las nuevas generaciones. Sin embargo, el
lector encuentra textos con poca fuerza, carentes de efecto y que nunca
pretenden llegar a esa verdad literaria que caracteriza al género.
En ocasiones se trata más bien de relatos, por
su ritmo y su falta de concisión, que de cuentos; y en otras más bien son
ejemplos de artificio, con un lenguaje preciosista, pero carentes de fuerza.
En estos libros una generación ha expresado su desencanto de la manera más
anticlimática.
Decía el Maestro Edmundo Valadés que un cuento
es un texto que se lee de una sentada y se recuerda toda la vida. En su
ensayo “Ronda por el cuento brevísimo”, afirma que “La tensión, las
pulsaciones internas, el ritmo y lo desconocido se albergan en su vientre
para asaltar al lector y espolearle su imaginación. Narrado en un lenguaje
coloquial o poético siempre tiene un final de puñalada. Es como pisarle la
cola a un alacrán para conocer su exacta dimensión…”.
En las antologías de las últimas generaciones
de cuentistas mexicanos, nacidos en los 80 y los 90 del siglo pasado, se
puede corroborar que en el cultivo de este género predomina la falta de
técnica y de fuerza, que los cuentos apenas conmueven y al llegar a un final
de bostezo el lector apenas recuerda el comienzo.
Afortunadamente existen excepciones que se
encuentran lejos del main stream de la academia, los premios y la
mercadotecnia. Gusano, de Enrique I Castillo, es una de ellas.
Emparentado con el realismo crudo que con tan incisivos resultados cultivó
el Maestro Eusebio Ruvalcaba, de felice memoria, Enrique I. Castillo
recurre en este volumen de cuentos al uso de diversas estrategias
narrativas. No se conforma con encontrar la fórmula que le asegure el
conflicto y la tensión, sino que va ensayando diversas maneras de abordar
sus temas.
En algunos de los textos va descolocando a sus
personajes de la realidad circundante para perseguir el hilito de sangre que
deja su angustia, para encontrar el punto de quiebre de “la normalidad”, la
grieta donde se puede palpar una dimensión casi fantástica.
Gusano
no es un libro que exalte los colores de la existencia, ni tampoco uno que
se sumerja en la apatía, el vacío y la nada de otros libros de sus
compañeros de generación. Sus textos están escritos en ese estado de trance
que provoca revulsiones al escritor.
No se puede decir que se trate de cuentos
bonitos, complacientes o gratificantes porque su impacto va en función del
malestar que provoca una invitación a asomarse en los abismos interiores. Su
enseñanza se basa en la precariedad de la vida, en la constatación del gusto
de la raza humana por el sabor de lo putrefacto.
Textos como “Los días con Marcela”, “Gusano” o
“Si quiere confesarse” mantienen la tensión del conflicto hasta terminarlo
con un remate contundente, ese nocaut que pedía Julio Cortázar para este
género. Otros ejemplos como “Un sonido duro y seco” y “Apariencia de
eternidad”, también logran ese descolocamiento desde donde se pueden
apreciar las verdades oscuras de la vida.
Es de celebrar la aparición de un nuevo
cuentista que retomando la esencia del género, le añada la fuerza que
requiere su derrotero. Saludamos en Enrique I. Castillo a un autor que cava
túneles en las apariencias para mostrarnos la luz. Como él, estamos por una
literatura vermiforme, por un cuento que horade la carne y penetre el
músculo y el hueso, hasta encontrar el corazón.
Ciudad de México, 2020, año de la pandemia.
Jorge Arturo Borja.