Después de todo, los excesos también dan
lecciones de filosofía. Beber es una suerte de
dialéctica, en la que luego de acceder al
glorioso templo de la euforia etílica, uno se
despeña irremediablemente hacia el abismo de la
infernal resaca. En ese estado cuerpo y alma se
escinden y es posible contemplar en el espejo el
rostro vivo de nuestro desconsuelo.
Lo saben los bebedores de cualquier época. Que hay por lo menos
dos tipos de cruda: la moral y la física. Moral fue la que
sufrió Noé después de que su hijo Cam lo encontró desnudo en
plena borrachera –afirma la Biblia–, y por eso Noé lo maldijo
nombrándolo siervo de sus hermanos. Física, la que le sobrevino
a Alejandro Magno, por beber en honor de Hércules una noche en
Babilonia, y despertar al día siguiente con escalofríos,
retortijones y vómitos. Aunque se dice que lo envenenaron, los
que conocemos el horror de la verdadera cruda sabemos que
falleció por el mal llamado síndrome de abstinencia o como lo
entendemos los mexicanos, por una cruda mal curada.
Patriarcas y monarcas de todos los tiempos han experimentado y
disfrazado esta enfermedad. La misma que los teporochos llevan a
cuestas y exhiben sin ningún pudor. La goma, hangover o
veisalgia, como quiera llamarse a este mismo demonio, ataca por
igual en las penumbras del palacio que en la resolana de las
banquetas. Sus síntomas nos emparejan sin importar el sexo, la
edad o las clases sociales.
En las páginas de la literatura también deambulan decenas de
estos cadáveres insepultos. Desde los tres marineros que el
viejo Robert L. Stevenson retrata en su última novela Resaca,
hasta el legendario cónsul inglés de Malcolm Lowry en Bajo
el volcán, pasando por el Pito Pérez de José Rubén Romero y
el noctámbulo Hank de Bukowski. En la pintura hay incluso
mujeres, como Suzanne Valadon, que en el óleo de
Toulouse-Lautrec se encuentra sola, acodada en una mesa, con
apenas el asiento de un vaso de tinto y media botella dispuesta.
¿En qué piensa? ¿En su vida de lavandera y trapecista? ¿O en su
intento fallido de suicidio? Sólo podemos entender que en su
gesto, contraído y triste, se cifra la pesadumbre del mundo.
Los describe minuciosamente Tony Aguilar en una melodía: “Se te
arruga el corazón/ la cabeza te revienta/ das aliento de dragón/
se te quema la garganta.” Los poetiza con sabiduría Eusebio
Ruvalcaba: “Esa gota que baja desde la parte más alta de tu
cabeza/ Parece plomo líquido./ El ardor, en los intestinos, la
náusea.” Por los perjuicios que ocasiona, el mexicano le ha
compuesto un refrán que suele repetirse cada San Lunes: “¡Ay,
Diosito si borracho te ofendí, en la cruda me sales debiendo!”
Mi hermano Toño, cantinero de abolengo, siempre fue un tipo
duro, enemigo de la fácil compasión. Podría ver un
discapacitado, digamos alguien en muletas o sin manos, una
anciana o un niño en andrajos implorando la caridad pública, y
esa escena apenas le hacía parpadear. En cambio cuando un
teporocho o un amigo, o ambas cosas, aparecía con ojeras de
desvelado y aliento sulfuroso, se conmovía hondamente para
ofrecerle su inmediata solidaridad económica y moral. Mi hermano
Eugenio, El Pichi, que de crudas lo sabía todo, escribió un
poema que decía “¡Oh, madre, qué rudas son las crudas!/ a la
cama yo me llevo una cerveza por las dudas.”. Es tan evidente la
situación de vulnerabilidad y desamparo de quienes regresan de
la juerga como si volvieran del país de los muertos, que el
ingenio popular ha acuñado un dicho para distinguirlos: “No hay
crudo que no sea humilde, ni pendejo sin portafolio”.
Para salir de este infierno, desde la antigüedad se han
formulado cientos de remedios. En el Kitab al-Tabikh, libro
árabe del siglo X, se asegura que un potaje de yogur fermentado,
suero de leche, carne, verduras y especias puede regenerar el
estómago después de la incontinencia alcohólica. En la medicina
tradicional mexicana, a quienes sufren de la fiebre intestinal o
“torzón”, causado por el abuso en las bebidas fermentadas, se
les daba un preparado con rosa de Castilla y hierba del cáncer,
además de aplicarles tres lavativas para limpiar y refrescarles
los intestinos. Las abuelitas, ya en el trance de la
desesperación de sus enfermos, les echaban un chorrito de
alcohol en el ombligo.
En la actualidad, algunos fanáticos de la ciencia recomiendan
consumir bebidas isotónicas y vitamina B6, así como aspirinas
para el dolor de cabeza. Y en las grandes urbes, como la Ciudad
de México, ya se ha implementado un servicio médico a domicilio
para resucitar al pobre crudo.
Los viejos bebedores preferimos acudir a las cantinas como a una
policlínica que lo mismo cura la tiricia que el soponcio. Y
sabemos que para la resaca se debe seguir el viejo proverbio
latino “Similia similibus curantor”, que se traduce al
buen mexicano como “Veneno mata veneno”.
Así que los sabios cantineros, conocedores de su sedienta grey,
desde hace muchos años recetan el remedio de acuerdo con los
síntomas. Para quienes sufren de diarrea se recomienda una
variante del Calimocho: vino tinto con sidral y tres gotitas de
limón. A los que tienen dolor de cabeza por la deshidratación:
Bull o Sangría. A quienes sienten calambres por falta de
potasio: Desarmador, Clamato o Bloody Mary. Al enfermo de
torzón: Piedra o Negroni. Todo en dosis moderadas que permitan
comer y dormir. Si ninguno de estos remedios hace efecto no
queda más que acudir al médico.
Lo único bueno de la cruda, como dice el Doctor Alfonso
Montelongo, es que un día se acaba, y vuelve a salir el sol a
prestarnos la energía necesaria para pedir la siguiente copa.