Voltaire —Sí,
los recuerdo; pintan espantoso el amor. Desearía volver a leerlos.
—¿No nos
complacería recitándolos? —me dijo la señora Denis, dirigiendo a su tío
una mirada disimulada.
Casanova —Con
mucho gusto, señora, si tiene la bondad de escucharme.
Voltaire
—¿Acaso se ha tomado el trabajo de aprenderlas de memoria? —me dijo
Voltaire.
Casanova
—Diga el placer, porque no me ha costado ningún trabajo. Desde la edad
de dieciséis años no he dejado pasar uno sin leer a Ariosto dos o tres
veces: es mi pasión y quedó grabado en mi memoria sin que yo me haya
tomado el menor trabajo. Lo sé todo, a excepción de sus largas
genealogías y sus largas tiradas históricas, que cansan la imaginación
pero no conmueven. Y además de aquellos los versos de Horacio que están
grabados en mi mente, a pesar de la construcción algunas veces demasiado
ligera de sus epístolas, que están muy lejos de las de Boileau.
Voltaire
—Boileau es algunas veces muy lisonjero, señor Casanova; acepto a
Horacio, que también hace mis delicias; pero para Ariosto, cuarenta
grandes cantos es demasiado.
Casanova —Son
cincuenta y uno, señor Voltaire. El gran hombre quedó mudo, pero allí
estaba la señora Denis.
—Veamos,
veamos —dijo ella— estas treinta y seis estancias que hacen estremecer,
y que han merecido a su autor el título de divino.
Casanova:
Comencé a recitarlas, con tono seguro, pero no declamándolas con la
monotonía adoptada por los italianos, y que los franceses nos
reprochaban justificadamente. Los franceses serían los mejores
declamadores, si no se lo impidiera la rima, porque son, de todos los
pueblos, los que más justamente sienten lo que dicen. No tienen ni el
tono apasionado y monótono de mis compatriotas, ni el tono sentimental y
exagerado de los alemanes, ni la manera fatigosa de los ingleses: dan a
cada período el sentido y la modulación de voz que más conviene a la
naturaleza del sentimiento que quieren expresar; pero la cadencia
obligada les hace perder parte de estas ventajas. Yo dije los bellos
versos de Ariosto como una hermosa prosa cadenciosa que animaba con el
sonido de la voz, con el movimento de los ojos, y modulé mis
entonaciones según el sentimiento que quería inspirar en los otros. Se
veía, se conocía el esfuerzo que hacía para contener mis lágrimas, que
de todos los ojos corrían pero cuando estuve en esta estrofa:
Poichè
allargare il freno al dolor poute,
Che resta
sola senz 'altrui rispetto,
Giü dagli
occhi rigando per le gote.
Sparge un
fiume di lacrime sul petto.
mis lágrimas
escaparon con tanta abundancia que todos mis oyentes empezaron a
lagrimear. Voltaire y su sobrina se aproximaron, pero sus palabras no
pudieron interrumpirme, porque Rolando, para volverse loco, tenía
necesidad de demostrar que estaba en el mismo lecho donde poco antes
Angélica se había encontrado en los brazos del demasiado feliz Medozo, y
era preciso que yo llegase al siguiente pasaje. A mi voz quejumbrosa y
lúgubre hice suceder la del terror que nace naturalmente del furor con
que su fuerza le hizo cometer estragos semejantes a los que podría
ocasionar una horrible tempestad o un volcán acompañados de un
terremoto.
Cuando acabé,
recibí las felicitaciones de toda la reunión. Voltaire exclamó:
—Yo lo he
dicho siempre; el secreto de hacer llorar es llorar uno mismo; pero son
precisas lágrimas verdaderas, y para derramarlas hace falta que el alma
esté profundamente conmovida.
"Le doy las
gracias —añadió abrazándome— y le prometo recitar mañana las mismas
estrofas, y llorar como usted”.
Lo cumplió.
Casanova—...Haciendo recaer después la conversación sobre la literatura
italiana, comenzó a razonar con ingenio y mucha erudición, pero
terminaba siempre por un falso juicio. Yo le dejaba decir. Me habló de
Homero, de Dante, de Petrarca, y todo el mundo sabe lo que él pensaba de
estos grandes genios; de hecho, se ha perjudicado escribiendo lo que
pensaba. Me contenté con decirle que si estos grandes hombres no
merecían la consideración de todos los que los estudian, hace mucho que
habrían caído del pedestal donde la aprobación les ha colocado...
… los
favorecidos de Plutón. Tenía entonces sesenta y seis años y ciento
veinte mil libras de renta. Se ha dicho maliciosamente que este gran
hombre se había enriquecido engañando a sus libreros; la verdad es que
no ha sido, desde este punto de vista, más favorecido que el último de
los autores y que lejos de haber engañado a sus libreros, él ha sido
muchas veces el engañado por ellos. Es preciso exceptuar a los Cramer,
cuya fortuna ha hecho. Voltaire había sabido enriquecerse por otro medio
que su pluma, y como avaro por reputación, ha dado muchas veces sus
obras, con la única condición de ser impresas y distribuidas...
Voltaire
—pero sigamos. ¿El marqués Albergati es sin duda un literato?
—Escribe bien
su lengua; pero se escucha, es prolijo y no encierra gran cosa su
cabeza...
Casanova
—Empezó por decirme en la mesa que me daba las gracias por el regalo que
le había hecho de Merlin Cocci.
Voltaire —Me
lo ha ofrecido seguramente con buena intención —dijo— pero no le doy
gracias por el elogio que me ha hecho del poema; es usted el culpable de
que haya perdido cuatro horas leyendo simplezas.
Casanova —Me
sentí desagradado, pero me mantuve dueño de mí mismo y le respondí con
calma que quizá se vería obligado otra vez a hacer un elogio mejor que
el mío. Le cité muchos ejemplos de lo insuficiente que puede ser una
primera lectura.
Voltaire —Es
verdad —dijo— pero en cuanto a su Merlin, lo abandono. Lo he puesto al
lado de La Doncella de Chapelain.
Casanova —Que
agrada a todos los inteligentes, no obstante su mala versificación,
porque es un buen poema y Chapelain era poeta, aunque hacía malos
versos. No puede discutirse su talento.
Mi franqueza
debió chocarle y yo debía haberlo adivinado, puesto que me había dicho
que pondría el Macaronicon al lado de La Doncella. Yo sabía también que
un poema indecente del mismo nombre que corría por el mundo pasaba por
ser suyo; pero sabía que él no aceptaba su autoría y contaba por ello
que disimularía el fastidio que debía causarle mi explicación. No fue
así, pues me replicó agriamente y yo hice lo mismo.
Casanova
—Chapelain —le dije— ha tenido el mérito de hacer agradable su obra, sin
solicitar la adhesión de sus lectores por medio de cosas que hieran el
pudor o la piedad. Este es el parecer de mi maestro Crebillón.
Voltaire
—¡Crebillón! Me cita un gran juez. Pero le ruego me diga cómo puede ser
Crebillón su maestro.
Casanova —Me
ha enseñado, en menos de dos años, a hablar el francés, y para darle una
prueba de mi reconocimiento, he traducido el Rhadamista en versos
alejandrinos italianos. Soy el primer italiano que se haya atrevido a
adaptar este metro a nuestra lengua.
Voltaire —¿El
primero? Le pido perdón, pero este honor pertenece a mi amigo Pietro
Giacomo Martelli.
Casanova
—Siento tener que decirle que está equivocado.
Voltaire
—¡Diantre!, tengo en mi cuarto sus obras impresas en Bolonia.
Casanova —No
se lo discuto; no le discuto más que el metro empleado por Martelli. No
puede haber leído de él más que versos de catorce sílabas sin rimas. Sin
embargo, yo pienso que ha creído, neciamente, imitar a usted, sus
alejandrinos, y su prefacio ha hecho reír. ¿No lo ha leído quizá?
Voltaire
—¿Que si no lo he leído? Tengo la manía de los prefacios. Martelli
prueba que sus versos hacen al oído italiano, el efecto que los
alejandrinos hacen al nuestro.
Casanova —Y
eso es precisamente lo que tienen de risible. El buen hombre se ha
engañado y no quiero otro juez que usted acerca de esta idea. Su verso
masculino no tiene más que doce sílabas poéticas, y el femenino, trece.
Todos los versos de Martelli tienen catorce, excepto los que terminan
por vocal aguda, que al fin del verso vale siempre por dos. Observe que
el primer hemistiquio de Martelli es constantemente de siete silabas,
mientras que en francés jamás es de más de seis. O su amigo Pietro
Giacomo era sordo, o tenía la oreja trabada.
Voltaire
—¿Luego usted sigue rigurosamente la teoría de nuestra versificación?
Casanova —
Rigurosamente, a pesar de la dificultad; porque casi todas nuestras
palabras acaban por una breve.
Voltaire —¿Y
qué efecto produjo su innovación?
Casanova —No
ha agradado, porque nadie ha sabido recitar mis versos, pero espero que
esto se modifique cuando los dé a conocer yo mismo en nuestros círculos
literarios.
Voltaire
—¿Recuerda algún trozo del Rhadamista?
Casanova —Me
acuerdo de todo él.
Voltaire
—Prodigiosa memoria; lo oiré con mucho gusto.
Me puse a
decir la misma escena que había recitado a Crebillón diez años antes y
me pareció que Voltaire me escuchaba con placer. "No se echa de ver, me
dijo, la menor dificultad". Era lo más agradable que podía decirme. A su
vez el gran hombre me recitó un trozo de su Tancredo que aún no había
publicado, creo, y que la continuación fue considerada justamente un
modelo..."