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  Edmundo Valadés  
     
     
     
     
     
 

Juan Cu 

 
     
     
     
     
     
     
     
  CDMX  
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 
 

30 de mayo de 2020 

 
     
    

 

 
 

La muerte tiene permiso

Homenaje a don Edmundo Valadés
por Juan Cu
 

 

El estilo es la frase que se escribe y habla. J.Cú

 

Con el escritor Don Edmundo Valadés (1915-1994), asistí a su taller de cuento en el Museo Carrillo Gil de la Avenida Revolución, México D.F., desde 1988 a 1994 y me convertí, con el tiempo, en juez para la entrega de las famosas minificciones narrativas que se pagaban con $ 1000 mil pesos por parte de la Revista El Cuento, revista de narraciones cortas que apareció en el año de 1964 hasta la muerte de Don Edmundo, su dueño.

Allí trabajaron, en la redacción de la Revista El Cuento, escritores como Juan Rulfo, Eraclio Zepeda… Colaboré como asesor del maestro Don Edmundo Valadés para la realización de los últimos libros de cuentos de autores nacionales y extranjeros con el formato de la propia revista El Cuento, en vida del maestro (1992), durante mi visita al taller de la Avenida Revolución.

La editorial El Cuento se encontraba en las calles de Popocatépetl al sur de la ciudad, pero se vendería con todo y deudas a la esposa joven de un anciano prestamista que daba dinero a don Edmundo para solventar los gastos de la editorial y aumentar más la deuda con sus intereses a la alza, que transcurriendo el tiempo, la deuda sería impagable. Luego supimos que sobre el terreno de la editorial se levantaría un alto edificio departamental.

La mujer llegaba siempre acompañada de su gallardo chofer uniformado, que luego supimos era su consejero en economías y su particular e íntimo, y se presentaban los dos sin la presencia del anciano marido a la hora exacta en tiempo de finalizar su plática don Edmundo, en su taller de narrativa para luego llevárselo a la casa de ella, que "para que no le vaya a pasar nada", a pesar de nuestras súplicas cada semana de que lo dejasen en paz y perdonaran su deuda, pero no hacían caso de nuestras rogativas de cada uno de los asistentes al taller de narrativa, sobre todo el chofer grandulón que se burlaba de nosotros, y se llevaban a don Edmundo como si fuera un prisionero de la deuda de esta bella y mal aconsejada mujer.

(Este chofer asistió, años atrás, al taller de narrativa de don Edmundo, era el hijo de un luchador famoso llamado El Tenebras, o algo así, él mismo me lo dijo a mí, él no quería seguir el oficio de su padre, me contó.)

Nadie de los que participábamos pudo hacer nada por evitar la quiebra de la editorial El Cuento, ni siquiera su propio hermano que trabajaba en la editorial.

Con el tiempo, Don Edmundo, ya enfermo, agonizaba. El contrato de la deuda en México y en todas partes del mundo civilizado es explícito y especifica:

“Art. 66. Ningún hijo de la chingada tiene más autoridad que la mujer del prestamista después de morir el deudor…”, a pesar de que otro artículo más adelante rezaba confusamente en lo contrario.

Antes de morir, don Edmundo nos pedía desesperadamente a los asistentes al taller de narrativa, comprásemos la revista o la robásemos de las repisas de los centros comerciales Zeinvors, lugar donde la editorial recibía la mayor parte de sus ganancias. (Zeinvors cuenta con más 150 sucursales actualmente).

Mientras se vendía la editorial, y don Edmundo, moría, hubo un lapso de tiempo en que nos reunimos trabajadores y consejo de la revista y los ex-asistentes al taller de narrativa, decidimos por votación unánime que había que hacer a un lado al chofer de la esposa joven del prestamista para mantener los puestos de trabajo y la dignidad de la anciana e impoluta revista El Cuento, al menos por algún tiempo más en que los viejos trabajadores de la revista resuelvían el futuro de sus vidas... Un clavo saca otro clavo, una muerte también, o quizá no, pero no se nos ocurrió otra cosa, ni había tiempo para más, que no se diga que no hicimos el esfuerzo a nombre de don Edmundo por cambiar las cosas para beneficio de los demás.

La responsabilidad cayó en mi persona, dijeron los votantes y como argumento me explicaron que yo: 

Pus que hablaba bonito como don Edmundo y acudía cada semana a su taller de cuento, que nadie sospecharía al acercarme yo al chofer… pus, que ya me conocía ese tal por cual y que sería fácil mandarlo a los infiernos al copetudo e ignorante…, ése que sólo sabía manejar un automóvil negro y abrir delicadamente sus dos, perdón, sus cuatro puertas a la señora dama del prestamista. 

Dentro del velatorio de la funeraria Cayosso sobre la amplia loseta blanca de la sala, entre homenajes, discursos y llantos de la gran cantidad de asistentes por don Rdmundo, se llevaría a cabo la fatal encomienda de los trabajadores y el consejo de la revista…

Más tarde, en el recinto fúnebre, estaban todos lo que debían estar, menos el chofer del prestamista.

Dieron las doce de la noche y fui a visitar por última vez el ataúd.

Miraba el pálido rostro de don Edmundo, postrado tras el cristal del ataúd negro, se le veía encontrando, él mismo, por fin, su merecido descanso en este mundo vil y abyecto, al mismo tiempo, me hacía recordar, al verlo tras el vidrio, su otro rostro triste pero esperanzado tras el cristal del automóvil cuando era transportado por el desafortunado chofer cada semana al despedirlo de su taller de narrativa en la Avenida Revolución.

A la memoria mía le dictaba constante, lo sé, el mismísimo don Edmundo, las últimas frases de su libro “La muerte tiene permiso”.

(El libro lleva el título del primer cuento y es el más importante y diferente de los dieciocho restantes. “El impacto de este cuento fue tal que el autor pasó a la historia como el autor de La muerte tiene permiso”.)

En vida, díjome don Edmundo, que su mejor cuento lo había revisado Juan Rulfo, el autor del Pedro Páramo:

          —“pos muchas gracias por el permiso (don Edmundo), porque como nadie hacía caso, desde ayer Oliverio Garrison, el chofer, está difunto.”




 

 
     
     
     
     

 

 

 

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