La
muerte tiene permiso
Homenaje a don Edmundo
Valadés
por Juan Cu
El
estilo es la frase que se escribe y habla. J.Cú
Con el
escritor Don Edmundo Valadés (1915-1994), asistí a
su taller de cuento en el Museo Carrillo Gil de la
Avenida
Revolución, México D.F., desde 1988 a 1994 y me convertí, con el tiempo, en juez
para la entrega de las famosas minificciones narrativas que se pagaban con $
1000 mil pesos por parte de la Revista El Cuento, revista de narraciones cortas
que apareció en el año de 1964 hasta la muerte de Don Edmundo, su dueño.
Allí trabajaron, en la redacción de la Revista El Cuento, escritores como Juan
Rulfo, Eraclio Zepeda… Colaboré como asesor del maestro Don Edmundo Valadés para
la realización de los últimos libros de cuentos de autores nacionales y
extranjeros con el formato de la propia revista El Cuento, en vida del maestro
(1992), durante mi visita al taller de la
Avenida
Revolución.
La
editorial El Cuento se encontraba en las calles de Popocatépetl al sur de la
ciudad, pero se vendería con todo y deudas a la esposa joven de un anciano
prestamista que daba dinero a don Edmundo para solventar los gastos de la
editorial y aumentar más la deuda con sus intereses a la alza, que
transcurriendo el tiempo, la deuda sería impagable. Luego supimos que sobre el
terreno de la editorial se levantaría un alto edificio departamental.
La
mujer llegaba siempre acompañada de su gallardo chofer uniformado, que luego
supimos era su consejero en economías y su particular e íntimo, y se presentaban
los dos sin la presencia del anciano marido a la hora exacta en tiempo de
finalizar su plática don Edmundo, en su taller de narrativa para luego
llevárselo a la casa de ella, que "para que no le vaya a pasar nada", a pesar de
nuestras súplicas cada semana de que lo dejasen en paz y perdonaran su deuda,
pero no hacían caso de nuestras rogativas de cada uno de los asistentes al
taller de narrativa, sobre todo el chofer grandulón que se burlaba de nosotros,
y se llevaban a don Edmundo como si fuera un prisionero de la deuda de esta
bella y mal aconsejada mujer.
(Este
chofer asistió, años atrás, al taller de narrativa de don Edmundo, era el hijo
de un luchador famoso llamado El Tenebras, o algo así, él mismo me lo dijo a mí,
él no quería seguir el oficio de su padre, me contó.)
Nadie
de los que participábamos pudo hacer nada por evitar la quiebra de la editorial
El Cuento, ni siquiera su propio hermano que trabajaba en la editorial.
Con el
tiempo, Don Edmundo, ya enfermo, agonizaba. El contrato de la deuda en México y
en todas partes del mundo civilizado es explícito y especifica:
“Art.
66. Ningún hijo de la chingada tiene más autoridad que la mujer del prestamista
después de morir el deudor…”, a pesar de que otro artículo más adelante rezaba
confusamente en lo contrario.
Antes
de morir, don Edmundo nos pedía desesperadamente a los asistentes al taller de
narrativa, comprásemos la revista o la robásemos de las repisas de los centros
comerciales Zeinvors, lugar donde la editorial recibía la mayor parte de sus
ganancias. (Zeinvors cuenta con más 150 sucursales actualmente).
Mientras se vendía la editorial, y don Edmundo, moría, hubo un lapso de tiempo
en que nos reunimos trabajadores y consejo de la revista y los ex-asistentes al
taller de narrativa, decidimos por votación unánime que había que hacer a un
lado al chofer de la esposa joven del prestamista para mantener los puestos de
trabajo y la dignidad de la anciana e impoluta revista El Cuento, al menos por
algún tiempo más en que los viejos trabajadores de la revista resuelvían el
futuro de sus vidas... Un clavo saca otro clavo, una muerte también, o quizá no,
pero no se nos ocurrió otra cosa, ni había tiempo para más, que no se diga que
no hicimos el esfuerzo a nombre de don Edmundo por cambiar las cosas para
beneficio de los demás.
La
responsabilidad cayó en mi persona, dijeron los votantes y como argumento me
explicaron que yo:
Pus que
hablaba bonito como don Edmundo y acudía cada semana a su taller de cuento, que
nadie sospecharía al acercarme yo al chofer… pus, que ya me conocía ese tal por
cual y que sería fácil mandarlo a los infiernos al copetudo e ignorante…, ése
que sólo sabía manejar un automóvil negro y abrir delicadamente sus dos, perdón,
sus cuatro puertas a la señora dama del prestamista.
Dentro
del velatorio de la funeraria Cayosso sobre la amplia loseta blanca de la sala,
entre homenajes, discursos y llantos de la gran cantidad de asistentes por don
Rdmundo, se llevaría a cabo la fatal encomienda de los trabajadores y el consejo
de la revista…
Más
tarde, en el recinto fúnebre, estaban todos lo que debían estar, menos el chofer
del prestamista.
Dieron las doce de la noche y fui a visitar por última vez el ataúd.
Miraba
el pálido rostro de don Edmundo, postrado tras el cristal del ataúd negro, se le
veía encontrando, él mismo, por fin, su merecido descanso en este mundo vil y
abyecto, al mismo tiempo, me hacía recordar, al verlo tras el vidrio, su otro
rostro triste pero esperanzado tras el cristal del automóvil cuando era
transportado por el desafortunado chofer cada semana al despedirlo de su taller
de narrativa en la Avenida Revolución.
A la
memoria mía le dictaba constante, lo sé, el mismísimo don Edmundo, las últimas
frases de su libro “La muerte tiene permiso”.
(El
libro lleva el título del primer cuento y es el más importante y diferente de
los dieciocho restantes. “El impacto de este cuento fue tal que el autor pasó a
la historia como el autor de La muerte tiene permiso”.)
En vida, díjome don Edmundo, que su mejor cuento lo había revisado Juan Rulfo,
el autor del Pedro Páramo:
—“pos muchas gracias por
el permiso (don Edmundo), porque como nadie hacía caso, desde ayer Oliverio
Garrison, el chofer, está difunto.”
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