Sus almas fueron luces y sombras. En medio de la
noche andina la vía láctea les sonreía. De jóvenes
caminaban por los pasillos del mercado, uno que otro
gato los miraba aprobando sus besos a escondidas.
Subían a prisa jugueteando por las escaleras del
Mercado La Guayana, seguían a la venta de comida
donde las mesas eran protegidas del sol con unos
grandes paraguas amarillos. Llegaban las cocineras
ofreciéndoles la sopa del día. Comían y el verde del
cilantro se quedaba pegado entre sus dientes,
mientras seguían besándose y sonriendo.
No más de ciento cincuenta veces lo hicieron, a
veces, con el chachareo de los loros por encima de
la casa, otras, con las guacharacas cantando sobre
el árbol de mango. Sus dedos eran instrumentos
celestes que viajaban buscando huecos. Carmen Luisa
de una firmeza profunda recordaba las necias
palabras de sus padres, que luego le parecieron
sabias.
Ulises con las manos a medio bolsillo y un carraspeo
constante porque se le secaba la garganta, ya
presentía lo que venía. Las piernas le tambaleaban
como si se le bajara la tensión. Una botella en la
mano por el resto de la vida. Debía soltarse, ya
muchas cosas no tenían sentido. Lo que vio en ella
debajo de la mata de lechosa al anunciarle su
separación, era como para no dormir en un siglo, ni
siquiera después de muertos.
Luego no supo cómo administrar su despecho, y entre
notas musicales, pudo rasguñar el violín con
estrepitosas tonalidades que le indicaba que estaba
perdido.
Por las noches, al llegar a su casa de barro y techo
de cinc, dejaba a un lado la botella, el violín y el
sombrero encima de la mesa, cerraba los ojos y la
recordaba.