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Amor y perfección
Pterocles Arenarius
Los humanos estamos motivados
por dos impulsos poderosos, el
segundo en importancia de los
que voy a nombrar es un intenso
afán de perfeccionismo ―este
suele ser un flagelo por lo que
no es tan rara la gente que lo
anula mediante una subsidiaria
baquetonería―, el afán de
perfección nos vuelve más o
menos intolerantes incluso con
nosotros mismos y mucho más con
el prójimo; pero tenemos
también, por fortuna, el amor a
la belleza, que es siempre la
salvación “Belleza es verdad,
verdad es belleza. Nada más es
necesario”, nos dice el gran
poeta inglés John Donne. La
belleza es la suprema
manifestación de la divinidad en
este mundo. La belleza es la
poesía de la naturaleza. La
belleza es ―y casi nadie lo
sabe― nuestra salvación. Porque
sin la belleza seríamos
incapaces de vivir. El amor a la
belleza, paradójicamente, nos
conduce con harta frecuencia,
aun siendo un amor, al afán
perfeccionista: sí, a ese que
nos vuelve intolerantes. Pero el
amor es el amor y se encuentra
por encima de todos los
sentimientos humanos.
Somos parte de una naturaleza
que, asombrosamente, evoluciona.
Perfecciona sistemáticamente sus
llamémosles “productos”.
Ciertamente, aunque existen
errores, horrores, monstruos o
creaciones teratológicas o quizá
experimentos de madre natura, el
leit motiv de la
naturaleza es la consecución de
seres cada vez perfeccionados.
Citius, Altius, Fortius:
Más altos, más rápidos, más
fuertes. Pero también y ―quizá
por lo mismo― más bellos.
Siempre mejor adecuados al
mundo, a la propia naturaleza.
La naturaleza también tiene ese
afán de perfección.
Según Hesiodo, en Los
trabajos y los días, en el
principio era el Caos. Y la
Tierra. Estaba también el Eros
quien vivifica a los dos
primeros y de cuya unión surgen
el éter y el día. Con ello, la
vida y cuanto existe. Cito lo
anterior porque, de inicio, el
universo surge por el amor, por
el Eros. Porque, entonces, desde
la más antigua mitología, la
motivación esencial en el
universo es el amor. Sostengo
que los humanos tenemos imbuido
el amor más profundamente que en
lo genético, aunque sea
equivocado, aunque sea
prejuiciado, aunque sea
pervertido, enfermo y aun
desgraciado, aunque sea
enloquecido y febril, aunque sea
embrutecido, pero todo lo que
hacemos los hombres es por amor.
Afortunadamente también tenemos
el amor purísimo, desinteresado,
nítido y directo.
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Bueno, perdón por este
tan largo prolegómeno,
pero si vengo a hablar
del libro de Cristina de
la Concha es porque
también vengo a hablar
del amor. El libro que
hoy tengo el honor de
comentar,
Cuento caligráfico,
es una efusión de las
dos virtudes de que he
hablado, el afán de
perfección y el amor. |
Y es que desde la portada nos
encontramos con un soberbio
dibujo que, en lo personal, me
remitió a la preciosas sagas de
John Ronald Roald Talkien.
Luego, conforme los ojos
recorren la historia que se
narra en Cuento Caligráfico
puede ocurrir que no se preste
atención suficiente a la
historia, porque el asombro no
deja que la atención vaya
siguiendo la anécdota, porque
cada página es una sorpresa,
empezando por la letra capitular
que en cada caso es una
creación. Sorprende la
acuciosidad, sorprende la
desmesurada paciencia, la
necesaria delectación,
sorprende, en fin, el amor para
aplicarse con el ser completo
―no hay otra manera― para la
ejecución de este libro
primoroso.
Así, la primera forma de
recorrer con los ojos este
cuento caligráfico, será
observando el trabajo, asombrarse,
regodearse y sentir el deleite
de ver esas letras, esas
viñetas, las iniciales
capitulares y la caligrafía.
El viejo arte de la caligrafía
que, diría, hoy se encuentra en
el museo de lo objetos arcaicos
y venerables. En algún momento
la caligrafía fue una virtud que
discriminaba a una persona culta
y letrada de una analfabeta. Es
más, hubo tiempo de nuestra
historia que la caligrafía
permitía otorgar virtudes
superiores a una persona. La
historia nos cuenta, por
ejemplo, que en la revolución
mexicana, el general Plutarco
Elías Calles admitió en su
ejército, como su secretario por
el hecho de tener una hermosa
caligrafía a un joven michoacano
muy serio, solemne y atildado
que se llamaba Lázaro Cárdenas.
Es fama que en la Edad Media
había monjes adiestrados por
años en el arte de la caligrafía
y el dibujo de miniaturas para
ilustrar soberbiamente los
venerados libros que contenían
conocimientos ancestrales. Tales
monjes eran cuidadosamente
vigilados para que no
aprendieran a leer, sólo a
copiar para reproducir las
biblias o los libros cuyos
secretos debían permanecer
ocultos.
Cuando aparece la imprenta,
ciertamente, la caligrafía
recibió un gran golpe, como
señala la autora. Sin embargo,
el gran arte caligráfico no
desapareció, sino que se
reelaboró y aun se sublimó para
contrarrestar el hecho de que
los libros se podían ya
reproducir de manera ―más o
menos― masiva, aunque nada
comparable con las asombrosas
capacidades de reproducir libros
de la tecnología actual.
Sobre el Cuento
caligráfico, no dejemos de
anotar que este libro precioso
ha sido hecho como los
antiquísimos libros medievales,
totalmente dibujado a mano,
incluyendo cada una de sus
letras, viñetas y dibujos,
aunque reproducido por los
medios tecnológicos modernos.
Cuento caligráfico, como
toda obra de arte, es un acto de
amor y una demostración de un
indoblegable afán perfeccionista
de su autora. Es además, una
fantasía deliciosa que cuenta
con la virtud de esbozarnos la
historia de la caligrafía y, en
alguna medida, de la palabra
escrita.
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