Edmundo Valadés, un joven de setenta años
por
Jorge Borja
Allá por 1985, Ricardo Chávez Castañeda, Nayef Yehya,
Andrés Acosta, Pterocles Arenarius, Marco Tulio Lailson
y yo, entre otros aspirantes a escritor, asistíamos al
taller de cuento de Edmundo Valadés. Cada miércoles, en
el tercer piso del edifico del ISSTE del Metro Juárez,
aquellos veinteañeros hacíamos nuestros pininos
literarios. Al terminar la sesión, de seis a ocho de la
noche, teníamos por costumbre beber café en La Habana de
Bucareli o tomar la copa en el Negresco de Balderas y
Victoria. Ambos eran refugio tradicional de periodistas
y ocasión propicia para que el maestro Valadés nos
deleitara con su conversación.
Al Negresco asistíamos más hombres que mujeres. Además
de ser el sitio natural para las confidencias viriles,
era una fiesta para la pupila. Las meseras, jóvenes de
cadenciosas caderas, se prodigaban generosas con el
escote y la minifalda, convirtiéndose en el manjar de
nuestra lascivia, especialmente dos gemelas rubias de
acento norteño que, cuando la solvencia económica lo
permitía, nos acompañaban a la mesa.
─De
aquí salió una mesera muy guapa, primero como extra y
luego como figura del cine nacional: Emilia Guiú. Llegó
a México como refugiada de la Guerra Civil Española y
terminó compartiendo créditos estelares con Tin Tan y
Pedro Infante
—nos
contaba don Edmundo entre cigarrillo y cigarrillo, con
su voz pausada y el chisporroteo de sus ojos azules de
muchacho risueño.
En los cincuenta, Valadés cubrió la fuente de
espectáculos con el seudónimo de "Presciliano", que sacó
de aquel corrido de su tierra que decía: "Presciliano
Valadez es amigo de los hombres y querido de las
mujeres". Don Edmundo siempre fue muy versátil, además
de ser subjefe de la oficina de prensa de presidencia en
el sexenio de Ruiz Cortines, publicó dos libros de
ensayo, tres libros de cuento y varias antologías de
este género, del cual se le considera el mayor difusor
en México a través de su revista El Cuento, que
se publicó durante más de tres décadas.
Su abuelo Adrián Valadés fue periodista en Baja
California. Su padre Adrián Odilón Valadés, fue
periodista en Sonora durante la Revolución. Edmundo se
inició en este oficio después de haber sido agente
fiscal en Xochimilco, detective de tienda y vendedor de
cremas en Monterrey, y maestro de primaria en Matamoros.
Cuando contaba con 21 años cumplidos, su primo José
Cayetano Valadés, también periodista e historiador, le
presentó a Regino Hernández Llergo, legendario
entrevistador de Francisco Villa, quien recién regresaba
de los Estados Unidos a fundar una revista que iba a
hacer época.
—Le
pedí trabajo a don Regino, de lo que fuera. Él me dijo
que por el momento sólo necesitaba un "pistolero". Pensé
que requería de un guarura o algo así, y estaba
dispuesto a acompañarlo de esa forma aunque yo nunca
hubiera disparado un arma. Afortunadamente don Regino me
aclaró entre risas que en realidad se refería a que
necesitaba una persona de su confianza, un ayudante para
empezar con la revista Hoy.
Edmundo comenzó ganando 25 pesos semanales en 1936, un
sueldo espléndido para un joven soltero y curioso,
fanático del hipódromo y del billar, cuya verdadera
vocación era bailar como Fred Astaire.
A pesar de haber vivido experiencias tan intensas como
la orfandad materna o la trashumancia, Valadés siempre
estuvo nimbado por una aureola de ingenuidad que lo
distinguía de otros escritores. Sin duda hubiera podido
suscribir aquel aforismo de Antonio Porchia: "Un poco de
ingenuidad nunca se aparta de mí. Y es ella la que me
protege". La ingenuidad y el asombro eran dos de las
cualidades del maestro.
A sus setenta años convivía con sus discípulos, sin
ninguna pretensión, como otro joven que podía confesar
sus alegrías y sus cuitas sin ningún desdoro. Por eso
para nosotros, que entonces desconfiábamos de todos los
mayores de treinta años, Valadés representaba la
extraordinaria posibilidad de madurar sin la amargura,
la gravedad ni el acartonamiento de los adultos que
detestábamos.
—Con
mi primer sueldo tuve que invitar la parranda a mis
compañeros porque así se estilaba en ese medio. Nos
fuimos a una cantina y después de algunas copas a un
cabaret, al primero al que entré en mi vida. Allí, los
viejos lobos rápido se consiguieron muchacha para bailar
o para pasar la noche. Yo me quedé sentado bebiendo
hasta que se me acercó una chica muy joven que como era
nueva en el lugar aún le daba vergüenza abordar a los
clientes. Le ofrecí un cigarro pero lo rechazó porque no
sabía fumar.
Nosotros, sus discípulos, pensábamos que por primera vez
el maestro nos iba a contar una de sus conquistas,
contraviniendo el caballeroso silencio que guardaba en
esta clase de asuntos. Sin embargo en su voz se impuso
el muchacho tímido que entre las vueltas del danzón de
aquella noche, se fue enamorando de la chica y acabó
haciéndole la corte.
—Teníamos
la misma edad y los mismos sentimientos, pero ella tenía
un hijo de meses. Para mí eso no representaba ningún
obstáculo. Se lo repetí siempre que nos vimos. Nos
queríamos como pueden quererse dos chamacos ilusionados,
pensábamos que los problemas se arreglaban fácil. Y
aunque planeamos muchas cosas: yo la iba a sacar de
trabajar, nos íbamos a vivir juntos; se interpuso mi
padre. Me dio buenas razones para dejarla pero yo seguí
obcecado, ni amenazas ni regaños consiguieron
disuadirme. Pero también fue a hablar con ella, no sé lo
que le dijo, ni siquiera si le ofreció dinero, el caso
es que la convenció; ella dejó el trabajo y se cambió de
casa...
—pronunció
lo último con la voz ahogada por la emoción. Nosotros
nos concentramos en nuestros vasos. ¿Qué se le puede
decir al maestro? Le dio una profunda calada al
cigarrillo antes de proseguir.
—Con
el tiempo me olvidé. Me dediqué por entero a la revista.
Hice de reportero en la sierra de Puebla, de redactor en
los artículos de cierre, hasta llegué a escribir las
editoriales que firmaba don Regino. Después trabajé en
periódicos, en el gobierno, y mis ratos libres los
dediqué a la literatura, al cuento... hice muchas cosas
pero no sé qué fue de ella...
Valadés miró nuestras caras largas. Tal vez apenado por
nuestro silencio, alzó el vaso para exclamar:
—Jóvenes,
ustedes me caen muy bien
—y
dirigiéndose a Jesús Ortega Rodríguez (a) Pterocles
Arenarius, le dijo sacudiendo el dedo admonitorio—
pero usted, Jesús,... ¡me cae a toda madre!, un día nos
vamos a correr una buena parranda.
Don Edmundo murió el 30 de noviembre de 1994,
precisamente el día en que se anunció el grisáceo
gabinete del mediocre Zedillo. Se fue nuestro generoso
maestro, el único que nos convenció de que valía la pena
envejecer si se envejecía como él.
Ahora, tres décadas después, mientras brindo con el gran
Pterocles, le pregunto: ¿qué vas a hacer cuando el
maestro te llame para correrse esa parranda?
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