A Max
Rojas se le conoce por su profunda vocación al sufrimiento.
Parte de su ser de poeta está contenido en el libro El
turno del aullante y otros poemas, que publicó Trilce
Ediciones en su colección Tristán Lecoq, reuniendo dos
libros de Max: El turno del aullante, de 1983 y
Ser en la sombra, de 1986.
A partir de dicha publicación el nombre de Max Rojas ha
recorrido de arriba abajo los vericuetos del laberinto de
las emociones, especialmente entre los jóvenes, quienes se
reconocen como lectores de culto a Max: un poeta de sesenta
y ocho años cuyos textos desvanecen todo abismo generacional
en tanto la universalidad del sentimiento que su poesía
expresa.
Rojas se ha desempeñado como director del Museo-Casa de León
Trosky (1994-1998), amén de un rosario de actividades de
promoción a la cultura, en donde destaca su participación en
la organización del Consejo de Fomento Cultural en
Iztapalapa o el Circuito Museos del Sur, A. C., entre muchos
otros.
Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de
Arte 2006-2009 y recientemente publicó Antología de
cuerpos, Linaje Editores, con fragmentos de sus siete
primeros libros de poesía.
Su espíritu bohemio lo ha llevado de esta a aquella cantina
y de uno a otro encuentro de escritores. Su participación en
el Taller Permanente de Poesía Cartago, fue
fundamental para la producción literaria de sus integrantes,
varios de los cuales han obtenido diversos premios por sus
obras de contundencia inobjetable.
La poesía de Rojas es una invitación a aullar rompiendo el
silencio y sembrando el dolor emitiendo múltiples gemidos en
medio de aquellos recuerdos que nos hieren como hierro
candente sobre la piel, inscribiendo en la carne viva la
experiencia trunca de un encuentro que jamás llegó.
Sus textos constituyen el tiempo de lobos y luna llena, el
tiempo de escuchar el llanto y las quejas de un poeta que
salió no tan ileso tras sobrevivir una larga temporada en
el infierno.
La colección de poemas que Max nos ofrece bajo el título de
El turno del aullante y otros poemas entreteje
vivencias personales de estricta intimidad, con textos que
refieren una comprometida forma de pensar del ser que asume
con inconformidad y rebeldía un sospechoso orden moral, que
a la par denuncia y critica con fuerza y sin ambages como
fórmula inequívoca del ejercicio intelectual del poeta
verdadero.
La furiosa seriedad que campea en sus escritos son una
muestra elocuente de la intención que lega al género. Es,
sin lugar a dudas, otra forma de entender esta carcajada
llamada vida. Y si no, cómo podría entenderse que haya en su
libro poemas que deben leerse a las 9:30 y más de la noche
so pena de morir en el intento.
En el contexto global de la conducta humana, “por hosco o
burdo que sea el sentimiento, su transformación en palabra
revela el esfuerzo cotidiano por domarlo y darle cauce como
producto tramposamente neutro, para que no hiera, para que
nos ablande el rencor” y perdonemos a nuestros deudores.
Pero el poeta Rojas, de suyo iconoclasta, ateo irredento, no
claudica ni otorga perdón alguno, y su poesía arremete para
echar en cara la desfachatez de quienes se llevan todo, que
lapidan el alma y devastan las paredes que contienen
nuestros mejores sentimientos dejando en cambio solo
escombros, pero no contentos con ello se llevan incluso los
escombros para entonces, ahora sí, no dejarnos nada,
absolutamente nada…
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TRENOS
V
Vinieron por el
hueco
vinieron luego
por la pared y los clavos
se llevaron
ladrillo tras ladrillo
se llevaron los
goznes
desmantelaron
todo:
a pisotadas
demolieron la escalera,
a puñetazos
acabaron con los vidrios,
arrasaron con
todo,
chamuscaron el
pasto, pisotearon
tristísimos
huesitos de paloma;
se llevaron el
frío, se llevaron las últimas botellas,
se llevaron
incluso la pared de enfrente,
se llevaron la
cama y el montón de yerbas,
se llevaron la
mesa y su montón de escombros,
se llevaron
incluso los escombros,
arrasaron;
arremetieron
después contra el silencio,
un gritadal
dejaron en vez de aquel silencio,
deshilacharon más
después mis alambradas,
sépase a mis
puitas qué le hicieron,
pateáronme
después mi fiel madero, mi astilla de querencias,
la dolorida
armazón de donde cuelgan mis colgajos,
heláronme la voz
heláronme la brasa,
se llevaron en
fin, finada, a mi hosca huesa,
me llevaron a mí,
me quedé solo,
di un traspiés,
caí, caí hasta el fondo,
allí me derrumbé,
me hice de herrumbre,
me puse a
masticar mi triste hilacha,
pensé en llevar a
hojalatear mis cuarteaduras
mejor me desistí,
me eché un requiéscat,
un trago de
mezcal,
cavé mi hueco
crepité
-concluye todo.
Y es con esa
vacuidad transparente y fría contra la que Max contiende
pluma en mano diestra, cigarro en la siniestra y una copa de
ron en receso esperando que a este poeta le crezca una
tercera mano para ser tomado. Pero hasta donde hoy se sabe
Max Rojas solo cuenta con dos manos y una alma partida y
ahora compartida en el brevísimo inventario al que nos hemos
asomado para asombrarnos de la rudeza del poeta áspero,
ríspido y profundamente humano en tanto que “nada de lo
humano le es ajeno”. Y menos aún el dolor tan grande que
produce el desamor.
El
psicoanálisis al que necesariamente obliga el libro,
descubre al desengaño como razón profunda de toda tragedia y
a veces habla el desencanto en ruego, con voz baja,
murmurante, como plegaria pidiendo que vuelva la que se fue.
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