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Oscar Wilde, condenado por su homosexualidad a dos años de trabajos forzados, se exilió en  Dieppe, France, donde escribió este poema en 1897.

 

 

Oscar Wilde

 

 

 

 

 

 

 

     

24.Abr.23

 

 

 

Oscar Wilde

(El grande, grandísimo Oscar Wilde)

Fragmento de La Balada de la Cárcel de Reading


(Del capítulo I)

Aunque todos los hombres matan lo que aman,

que lo oiga todo el mundo;

unos lo hacen con una mirada amarga,

otros con una palabra zalamera;

el cobarde lo hace con un beso,

¡el valiente con una espada!

Unos matan su amor cuando son jóvenes,

y otros cuando son viejos;

unos lo ahogan con manos de lujuria,

otros con manos de oro;

el más piadoso usa un cuchillo,

pues así el muerto se enfría antes.

Unos aman muy poco, otros demasiado,

algunos venden, y otros compran;

unos dan muerte con muchas lágrimas

y otros sin un suspiro:

pero aunque todos los hombres matan lo que aman,

no todos deben morir por ello.

No todo hombre muere de muerte infamante

en un día de negra vergüenza,

ni le echan un dogal al cuello,

ni una mortaja sobre el rostro,

ni cae con los pies por delante,

a través del suelo, en el vacío.

No todo hombre convive con hombres callados

que lo vigilan noche y día,

que lo vigilan cuando intenta llorar

y cuando intenta rezar,

que lo vigilan por miedo a que él mismo robe

su presa a la prisión.

No todo hombre despierta al alba y ve

aterradoras figuras en su celda,

al trémulo capellán con ornamentos blancos,

al alguacil sombríamente rígido,

y al director, de negro brillante,

con el rostro amarillo de la sentencia.

No todo hombre se levanta con lastimera prisa

para vestir sus ropas de condenado

mientras algún doctor de zafia lengua disfruta

y anota cada nueva crispación nerviosa,

manoseando un reloj cuyo débil tictac

suena lo mismo que horribles martillazos.

No todo hombre siente esa asquerosa sed

que le reseca a uno la garganta antes

de que el verdugo, con sus guantes de faena,

franquee la puerta acolchada

y le ate con tres correas de cuero

para que la garganta no vuelva a sentir sed.

No todo hombre inclina la cabeza

para escuchar el oficio de difuntos

ni, mientras la angustia de su alma

le dice que no está muerto,

pasa junto a su propio ataúd

camino del atroz tinglado.

No todo hombre mira hacia lo alto

 a través de un tejadillo de cristal,

ni reza con labios de barro

para que cese su agonía,

ni siente en su mejilla estremecida

el beso de Caifás.

 

 

 

 

 
 
             

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