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por José Antonio Durand Alcántara
Sin lugar a dudas, uno de los
eventos más significativos para mí, en el transcurso de estos 30 años de
actividades como profesor en la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza
de la UNAM, ha sido la edición de El Periquillo Zaragociento:
periódico de vergüenzas y alegrías, publicado primero por tres y
luego por siete (y finalmente por ocho) profesores psicólogos.
Desde su primer número
–en octubre de 1988– el periódico tuvo una gran aceptación entre
estudiantes, profesores y hasta entre algunos funcionarios (de la
entonces Escuela y hoy día Facultad) quienes, inclusive, colaboraron con
sus escritos bajo el amparo que brindaba, en aquella Primera época, el
anonimato del seudónimo: invitación de cómodo disfraz con el que muchas
veces en esas páginas nos vestimos cayendo con nuestras bromas,
aceptémoslo, en groseras alusiones de vulgaridad limítrofe a la falta de
respeto hacia instituciones, símbolos y personas.
Y es que la broma
transita por una senda muy angosta con el consecuente riesgo permanente
de caer, aun sin desearlo, en el embate. De ahí que quienes manejábamos
la broma centrada en personas debíamos ser artífices de los malabares y
del equilibrio, para ubicar en su justa dimensión a la guasa y que
siguiera siendo eso sin afectar a quienes eran objeto de la chanza.
Los excesos se
propiciaban debido a que las políticas de la “línea editorial” o,
digamos, el requisito que exigíamos para publicar en El Periquillo
Zaragociento, era escribir forzosamente con el humor
corrosivo y la ligereza en el tratamiento de los temas –a veces muy
serios– con mordacidad y agudeza; la anécdota referida en burla y hasta
con sarcasmo; pero también la chacota y la ironía personal y, en su
oportunidad, las tradicionales “calaveritas de día de Muertos” en las
que algunos de los profesores aparecimos protagonizándolas junto con uno
que otro funcionario.
Los refranes populares,
el albur y los juegos de palabras fueron, asimismo, elementos constantes
en cada número que le daban la identidad, más que popular, populachera
que buscábamos con el periódico cuyo nombre está inspirado, como resulta
por demás evidente, en El Periquillo Sarniento de José Joaquín
Fernández de Lizardi.
Por el sabor de sus
gracejadas, desde el segundo número El Periquillo era ya reconocido como
el vehículo que ironizaba la vida cotidiana de Zaragoza y promovía la
sonora carcajada. Pero en no pocas veces también generó el enojo de
alguien, casi siempre porque había sido objeto de la humorada, la burla
y el chascarrillo inocentes.
Con cada edición venía el
abucheo o bien el aplauso en forma de felicitación a los editores por
parte del resto de nuestra comunidad lectora, que de manera invariable
esperaba ávidamente el siguiente número. Esa primera época abarcó de
octubre de 1988 a mayo de 1989, y en ese lapso se publicaron cuatro muy
sabrosos números. Por aquellos tiempos ya había cambiado nuestro mote de
kiosqueros por el de periquillos.
La vehemencia con la que
se esperaba su publicación fue parte de las conquistas del reducido
número de psicólogos que concibieron un mordaz órgano de noticias
circunscrito a la realidad cotidiana que se vivía en Zaragoza. Así
estuvo planeado desde su origen este periódico: como el vehículo para
canalizar el desbordante ingenio con el que muy comúnmente, y de modo
fraterno, intercambiábamos impresiones en el kiosco en una especie de
“esgrima” intelectual que satirizaba los, llamémosles, desaciertos de
nuestros funcionarios o compañeros maestros.
Como es evidente, un
órgano informativo con estas características no sólo cosechaba lauros y
glorias. Hubo también críticas y malestares causados por supuestas –o
efectivas– faltas de respeto que se expresaron de diversas formas,
siendo la extrema aquella que exigía al director de la ENEP de aquellos
tiempos, Dr. Rodolfo Herrero Ricaño, su intervención para lograr el
destierro de tan “insolente pasquín”, según fue el epíteto con el que se
pretendía descalificar el notable esfuerzo editorial creado al interior
del kiosko por José Sánchez, Alberto Vargas y Alejandro Escotto.
Inquietos psicólogos que
no obstante su ya desde entonces provecta edad, concebían su quehacer
docente rebasando el espacio de la cátedra y extendido hacia ámbitos de
cultura con el despliegue de actividades intelectuales, artísticas y
recreativas como el legendario periódico.
La insolencia de El
Periquillo Zaragociento en su primera época podía verse en sus
caricaturas, y desde luego leerse en prácticamente todas las notas de
sus páginas. Para muestra baste citar el “Cuestionario de Nombres
Propios” en el que se preguntaba el nombre de un funcionario con el
siguiente enunciado: “Oso ostentoso que fuma puro apestoso y cuyo
apellido se repite”, en lo que fue una alusión directa al Dr. Jorge
Hernández y Hernández (qepd) quien era Secretario de Difusión de la
Escuela.
Dicho Cuestionario lo
escribió “El Vengador Solitario”, enigmático articulista de El
Periquillo que lo mismo publicaba textos con desparramado buen humor que
ensayos salpicados de solemnidad y decoro, como el presente, pues,
efectivamente, tal era uno de mis muchos seudónimos. Pero el Dr.
Hernández no se ofendía. Por el contrario, siempre fue un entusiasta
defensor del “Pájaro Loco”, como cordialmente llamaba a El Periquillo
devolviéndonos la humorada al motejar de tal forma nuestra publicación.
No era fácil expulsar de
la Escuela ni desplumar a un Periquillo que disfrutaba de estratégicas
simpatías (entre ellas las del mismísimo director, Dr. Rodolfo Herrero)
y que no pedía –en aquel tiempo– ningún apoyo material a la ENEP
Zaragoza. Los cuatro escasos pero indispensables números que vieron la
luz en la Primera época, fueron financiados íntegramente por los
profesores y alumnos simpatizantes. Su rústica aunque decorosa
presentación hablaba también de la escuálida economía dada la exigua
fuente de su financiamiento que, a pesar de todo, era dispendiosa en lo
que al tiraje se refiere de los ejemplares que se distribuían, como
siempre, gratuita y desordenadamente.
Mucha de la aparente
“virulencia” con la que están escritos los artículos fue pactada. Es
decir, antes de publicar sobre una u otra persona que había cometido un
dislate le preguntábamos al destinatario de las ironías si acaso se
oponía a ser el blanco del supuesto ataque, y ya con su absolución se
procedía al chascarrillo. Los pleitos y las agresiones con las que
siempre nos tratamos entre los siete y luego ocho editores al interior
del periódico eran pura farsa, pues formaban parte de la misma trama en
la que se inscribía la lógica de humor con que fue planeada la
publicación.
Respecto a escribir
nombres de zaragozanos, en el numero 1 de la Segunda época apareció el
siguiente aviso: “Nota de la Mafia, que diga, de la Dirección de El
Periquillo: si usted desea que su nombre NO aparezca en este órgano (sin
albur) de difusión de verdades, envíe giro u orden de pago en dólares o
marcos suizos al Cubículo A–427”.
El tal cubículo, “oficina
general” del periódico, era en realidad un enorme salón de clases del
que nos habíamos apropiado para hacerlo sede de nuestra organización de
la cultura. En él metimos escritorios, sillas y archiveros que tomamos
prestados de donde pudimos. Ahí guardamos nuestros libros y demás
enseres para el ejercicio de la academia y la promoción de eventos
político-culturales. Desde luego también ahí dábamos clases y asesorías.
La máquina de imprenta
–energizada con gas– de la que salieron los cuatro primeros números del
Periódico, era un armatoste del año de la canica, envidia de cualquier
museo. Artefacto cachivache del que era fácil pensar que ahí había hecho
sus primeras pruebas Gutemberg en el Siglo XV. Un amigo de la comunidad
nezahualcoyense, don Carmelo Reyes, editor, escritor, impresor,
distribuidor, voceador y dueño de un periódico de grosera crítica al
gobierno llamado “El Verde”, nos hacía el favor de imprimir a
bajo precio en tan rústica maquinota nuestro modesto pero orgulloso
órgano de difusión de vergüenzas y alegrías, que por aquellas
fechas tuvo un formato tipo tabloide.
Imposible presagiar con
certidumbre la fecha de circulación de una publicación que prometía y
nunca cumplía ser bimestral. Su aparición era de repente: para que el
Perico viera la luz tenían que conjugarse nuestros ahorros con el
suministro de gas y las ganas de imprimir de don Carmelo. Ya en la
Segunda época ese vicio de incumplir con las fechas de publicación
prometidas se superó –a medias– con el importante apoyo que nos brindó
la Unidad de Comunicación de la FES Zaragoza, al mando del también amigo
Ing. Rafael Sánchez Dirzo.
Dicho apoyo consistió en
autorizar la impresión del periódico en la facultad. Mientras tanto,
nosotros seguíamos “reporteando”, escribiendo, diseñando, tecleando,
armando, ilustrando (en realidad sólo pegábamos las ilustraciones que
plagiábamos de revistas y periódicos viejos) y distribuyendo
gratuitamente los ejemplares que nos imprimía don Fernando Andrade por
instrucciones de Rafael.
La reaparición de El
Periquillo entre la Primera y Segunda épocas tuvo un ínterin de cuatro
años lo cual implicó, como parte de un proceso de modernización entre
una y otra versión: la ampliación de la Dirección Colectiva a siete
profesores: Alejandro Escotto, José Sánchez, Alberto Vargas (miembros
fundadores), Rubén Lara, Míriam Sánchez, Sara Unda y José Antonio Durand
(y a partir del número 8, en septiembre de 1993, se incorporó Alberto
Patiño).
Asimismo, se produjo la
relativa regularización en la entrega, el cambio de formato de tabloide
a tamaño doble oficio, la incorporación de suplementos literarios (ya
que salvo Sara Unda los siete restantes escribimos poesía y cuento) y la
inserción de peculiares caricaturas en la portada (siempre oportunas,
siempre elocuentes, siempre plagiadas).
Una intención fue
permanente: pasar a ser un órgano que se percibiera como la libre
tribuna de expresión donde cualquier miembro de nuestra comunidad
pudiera escribir con absoluta libertad, en el tono y el estilo que le
dictara su propia responsabilidad.
Así, el llamado que
hicimos a la comunidad en el número de septiembre de 1992, para que los
zaragozanos escribieran en El Periquillo, no se hizo esperar:
cuatro alumnos y tres profesores: Alejandrina Araujo Contreras, Manuel
Rico Bernal y Enrique Aguirre Huacuja, compartieron con nosotros las
bromas del número 2, cuya extensión de ocho páginas doblaba al número
anterior, y del número 3 al 10 las páginas fueron doce. Si bien el
número de páginas crecía, debido no sólo a Suplementos de literatura
sino al incremento de articulistas, el formato doble oficio nunca
aumentó, ya que la máquina de don Fernando Andrade no aceptaba –y creo
que aún no acepta– hojas más grandes que doble oficio.
Como decía, el principal
problema del costo de la impresión fue resuelto dado el apoyo
institucional con que contó el nuevo Periquillo, cuya renovación
fundamental consistió en la supresión del seudónimo a fin de
responsabilizar al articulista de cuanto dijese. Suponíamos que esa
medida implicaría mesura y esmero para lograr cierta –ya no digamos
elegancia sino– depuración de los escritos que, sin embargo, seguían
teniendo apego a la línea crítica, cáustica y humorística trazada desde
el primer número.
Una Advertencia de los
siete editores, empero, se leía en el número 1 –Segunda época– de
octubre de 1992: “Los trabajos sin firma no son responsabilidad de
nadie, los artículos firmados tampoco. Es más, en este periódico nadie
es responsable de nada”.
De las cinco épocas que
vivió el periódico fue en la Segunda cuando más números publicamos: diez
en total. Y hay que reconocer que entre los psicólogos es un acto
heroico mantener un órgano de difusión en circulación más allá de unos
cuantos números, pues de ninguna manera han sido pocos los productos
editoriales consumidos después de dos o tres números publicados.
Trabajos editoriales que en sus inicios fueron siempre entusiastas, pero
cuya vigencia siempre ha sido efímera. Los diez números de la Segunda
época de El Periquillo abarcaron de septiembre de 1992 a marzo de 1994,
y circularon no sólo por la comunidad zaragozana sino entre
colegas docentes de otras dependencias universitarias e incluso en otras
instituciones de educación superior, así como entre nuestras amistades
sin vínculos con la UNAM, siendo objeto nuestro periódico de múltiples
alabanzas.
El tono jovial y
marcadamente adolescente que campeó por las páginas del periódico, se
explica debido a que los editores éramos cuarentones o rebasábamos los
cuarenta (a excepción de las dos damas que participaban y de quienes
nunca quisimos –por caballeros– indagar sus respectivas edades). Para
nosotros, quienes lo elaborábamos, El Periquillo fue una especie de
ancla que lanzamos queriendo atajar permanentemente un tiempo que hacía
años ya se había ido. Pretendíamos detener el tiempo del ayer: cuando
fuimos estudiantes, cuando éramos jóvenes, cuando nos era permitida la
broma como acto inequívoco de mocedad. Nuestro periódico era un grito
desesperado por retener la juventud que a los cuarenta y tantos
evidentemente ya hacía rato nos había abandonado; el periódico era
también un puente de comunicación que trazamos para estar relacionados
con nuestros alumnos, a quienes veíamos (y vemos) como nuestros pares:
siempre nuestros amigos y siempre ellos los principales destinatarios de
nuestras líneas.
El furor desatado con que
apareció el primer número de la Segunda época preguntando que “Si la
Escuela (todavía éramos ENEP) fuera un Circo, ¿quiénes serían las
focas amaestradas, el domador de fieras, las fieras, los faquires que
comen clavos, los alambristas, la mujer que se convierte en serpiente,
los payasos maromeros...?”, etcétera, sugería que el Perico se
convertiría en un vulgar escaparate de burda exposición, para que los
rencores, las frustraciones y viejos enconos se vieran canalizados del
peor modo. Ello no sucedió; los integrantes de la Dirección Editorial
jamás tuvimos pensado bautizar, con los nombres de zaragozanos, a las
focas amaestradas que aplauden en un circo ni a las fieras que son
domadas a punta de latigazos o a los payasos que eran el hazmerreír de
la Escuela, o a los profesores que, dado su salario, comen clavos.
Tal omisión, no obstante,
motivó que algunos compañeros se sintieran algo así como defraudados,
porque no vieron el nombre de sus compañeros –o quizá el suyo propio–
como acróbatas saltimbanquis de una inexistente “Carpa Zaragoza”.
Pero si solicitábamos que fueran los lectores quienes nos remitiesen
esos listados con semejante elenco circense, era de esperarse que
alguien, con valor o con cinismo, enviara algunos nombres. No, no fue
así, nadie envió ninguna lista.
Y al no hacerlo se
demostró lo que anticipadamente ya sabíamos: madurez y seriedad del
personal académico de Zaragoza, que sin embargo puede reconocer una
humorada la cual, aun pareciendo un exceso, no perseguía fines de
desprestigio alguno. Por el contrario, la broma así manejada reforzaba
el vínculo de amistad. A quienes nos reclamaron sintiéndose
“defraudados” porque en el número siguiente a la broma del Circo no se
publicó ni un solo nombre de zaragozanos, les dijimos que esperábamos
sus propuestas debidamente firmadas, sin que jamás llegaran. En este
sentido los editores no fuimos (ni seremos) testaferros.
Además de los sabrosos
artículos de los editores, publicamos textos de los compañeros: Eliud
Escobedo, Sergio Bastar, Alberto Miranda, Jesús Montalvo, Ma. de Jesús
Jaime, Germán Gómez, Jorge Hernández, Raquel Guillén, Noé Figueroa, Luis
del Villar, Erasto L. Salgado, Alfredo Alcántar, Alejandrina Araujo,
Carlos Durand, Armando Quintero, Laura Amador, Ángel Francisco Álvarez
Herrera, Rafael Sánchez Dirzo, Manuel Rico Bernal, Enrique Aguirre
Huacuja, entre otros. Asimismo, también publicamos ensayos, charadas,
burlas y vaciladas de alumnos zaragozanos y amigos que, sin ser
universitarios, compartían el espíritu desenfrenado de El Periquillo con
el que se identificaban en un afán de irreverencia.
Pugnas internas: el
caldero del diablo
Si bien es cierto que hoy
recordamos con fraternal añoranza al Zaragociento, también es verdad que
por aquellos tiempos no podíamos dejar de externar cierto grado de
suspicacia respecto a cuestiones que iban desde la calidad de lo
publicable, hasta el sostenimiento de una aparición regular más allá de
cuatro o cinco números. Ello debido no sólo a la afamada trayectoria,
nada envidiable, de poca consistencia en el trabajo editorial por parte
de los psicólogos sino a las diferencias que surgían a cada rato entre
los directores–editores.
Las dificultades internas
surgieron inevitablemente cuando la censura partió del propio grupo
editorial. Aun antes de salir el número 1 de la Segunda época en octubre
de 1992, ya teníamos serios problemas por desacuerdos en la selección de
los textos que debían publicarse. Inicialmente discrepamos en virtud de
que en un artículo se criticaba –quizá acremente– el acto autoritario de
un funcionario.
Finalmente, tras una
larga y muy agria discusión entre nosotros ese artículo no se publicó,
pero el entusiasmo decayó sin lugar a dudas. Al parecer lo que en el
fondo estaba en juego era la concepción del deber ser del
periódico. Pero eso no fue todo. Después de haberse integrado el
original de ese primer número y habiéndose ya entregado a Rafael Sánchez
Dirzo, para que se imprimiera, José Sánchez, sin consultar con nadie,
suprimió –es decir, borró– tres palabras de un artículo mío con la
supuesta justificación y “autoridad moral” de que en El Periquillo “no
debían escribirse groserías” (sic). Las tres palabras y supuestas
groserías eran: “güey”, “ojeis” y “maldito”, empleadas de modo
impersonal y en un contexto de broma.
El acto de José Sánchez
me pareció y me sigue pareciendo un atropello que en el número 2, de
noviembre del mismo año, quise llevarlo al mismo terreno de la broma
donde se enraizaba el resto de los escritos. Aunque definitivamente me
quedaba un mal sabor de boca porque se había mutilado mi texto (aunque
fuese en sólo tres palabras). Así estaban las cosas cuando de nuevo se
rechazó otro de mis artículos (esta vez completito), pues cinco de los
siete editores lo consideraron “indebido”, y san se acabó. Con gran
molestia acepté la “decisión colegiada” (así le llamaron los
censuradores).
Aquella había sido una
dura lección y por lo tanto nos comprometimos todos a que, en lo futuro,
nos regiríamos bajo acuerdos que aun tomados, como siempre, en medio del
relajo, constituirían los lineamientos y las políticas a las que
declarábamos sujetarnos los editores de tan insolente y a la vez
imperioso periódico, a fin de evitar conflictos.
Pero no obstante el pacto
de civilidad, las discrepancias entre nosotros crecían en cada número;
los acuerdos no se respetaban; la fecha del cierre de edición era
constantemente transgredida; se modificaban o se suprimían ilustraciones
(curiosamente sólo las que yo llevaba)... En fin, que faltaba seriedad.
A fin de evitar problemas y reclamaciones, Rafael Sánchez Dirzo nos
impuso como condición para autorizar la impresión de los originales de
cada número, que éstos tuvieran el visto bueno con la firma de los siete
(y luego ocho) “pericos”. Sin embargo, el original del número 10,
correspondiente al mes de enero de 1994, después de que Rafael Sánchez
Dirzo lo recibió para su impresión con el Vo. Bo. requerido, en vez de
turnarlo a la imprenta se lo entregó a José Sánchez, ¡para que lo
aprobara! ¡Dio santísimo!
Así, ese número 10 de El
Periquillo ya formado fue alterado por José Sanchez y Alejandro Escotto.
Un artículo de Carlos Fuentes que retomé –obviamente sin permiso, como
todo lo que nos plagiábamos– de La jornada, fue retirado con el
argumento de que “la perspectiva de análisis sobre Cuba –que trataba
dicho artículo– estaba equivocada”. Además, varios de mis micro textos
también los suprimieron, así como algunas ilustraciones que yo había
conseguido y pegado en los originales, las cuales fueron arrancadas o
tapadas con otras que ellos pusieron. Y con eso se dio paso al
“principio del fin”: la guerra se había desatado.
Yo me negaba, empero, a
aceptar que mis queridos amigos fueran una caterva de inadaptados. Me
resistía a pensar que mis compañeros y amigos fuesen incompatibles con
la razón. No podía yo creer que fuera la maldad la que moviera sus
equivocadas conductas, y fue así que llegué a la triunfal conclusión de
que todo lo que necesitaban era en realidad un jefe, un líder que los
condujera por el buen sendero editorial.
Disfrutaba yo tanto la
elaboración del periódico que decidí adueñarme de él debido, sobre todo,
a que el grueso del trabajo de edición (digamos que más del 90%) corría
a mi cargo. Así, desde la Segunda hasta la Quinta épocas me erigí en
Director General de El Periquillo ante la protesta del resto de mis
amigos que, sin embargo, seguían figurando como integrantes de la
Dirección Colectiva.
Regresando a la crónica
de aquel famoso número 10 que fue el motivo de la debacle, resulta que
ya reelaborado por José Sánchez y su secuaz Escotto fue entregado por
esa pareja de golpistas al ingeniero Rafael Sánchez Dirzo, para su
impresión, contando con el “Visto Bueno” de todos los editores,
exceptuándome, claro. Con esa actitud ellos, los amotinados, habían
llamado a las puertas del infierno. Era por demás evidente que yo no
podía permitir semejante “golpe de estado” ya que como dije
prácticamente todo el trabajo de edición corría a mi cargo.
Ese número 10 espurio no
tuvo más remedio que ser secuestrado por la honorable y suprema
comandancia de El Periquillo
–es
decir, por mí–.
Así, justamente cuando
estaba ya listo para ingresar a las máquinas que lo imprimirían en
serie, retiré el original (y desde entonces don Fernando Andrade me
tiene prohibido entrar a la Imprenta). De inmediato solicité el diálogo
con los golpistas como condición para “liberar” al secuestrado, pero
lejos de aceptar el diálogo los “sublevados” se dieron a la tarea de
elaborar un nuevo y mucho más espurio número 10, y ya de plano me dio
flojera secuestrarlo.
Digo que el número 10 y
último de El Periquillo, en esa Segunda época que conoció la comunidad
zaragozana en febrero de 1994, fue doblemente espurio, porque en él se
excluyó toda colaboración de mi parte e incluso se eliminó mi nombre de
su Directorio.
En venganza, que diga, en
compensación, a un año de distancia de la aparición de aquel vergonzoso
numero 10, publiqué –en marzo de 1995–
el único número de la
Tercera época con el nombre de El Papá de El Periquillo Zaragociento:
periódico justiciero, en el cual eliminé del directorio los nombres
de todos los traidores y aparecí yo como único Director, y Alberto
Vargas como el criado, que diga, como el secretario del periódico. El
número embromaba fuertemente a los ex codirectores con la habitual
estimación fraterna hacia mis muy queridos amigos con la que siempre se
ha caracterizado nuestras relaciones.
Al igual que en la
Tercera, en la Cuarta y Quinta épocas del periódico sólo publiqué un
número en cada una de ellas. El número 1 de la Cuarta circuló en
diciembre de 1998 (mientras que el número 1 y único de la Quinta y
última época vio la luz en marzo de 2003).
Para congraciarme con los
golpistas volví a colocar sus nombres en el directorio del número de
diciembre de 1998. Pero más tardé en hacerlo que ellos en deslindarse
con desplegados colocados en los muros de Zaragoza en los que me
denunciaban como autor de todo tipo de crímenes y ofensas personales.
Cuatro años después, en
2003, publiqué el que ha sido hasta ahora el último número de tan
peculiar periódico embromando a un estimado amigo y miembro fundador de
El Periquillo. El resultado fue otra vez el enojo de quienes alguna vez
fungieron como integrantes de la Dirección Colectiva. Uno de ellos
inclusive me amenazó con tramitar un proceso judicial en mi contra, por
el supuesto despojo que le había hecho de “su” periódico. Yo, zapatista
de hueso colorado, siempre pregoné el lema que dice “El Periquillo es de
quien lo trabaja”.
En fin, creo que con todo
lo vivido, aquí mediana y –un poquito– tendenciosamente descrito, al
parecer acudimos a la muerte definitiva de El Periquillo Zaragociento:
periódico de vergüenzas y alegrías (aunque, eso sí, nada impediría
que el día de mañana resucitara volviendo a volar tal pajarraco en estos
aires tan contaminados del “lejano oriente” zaragozano). Hasta aquí
llegan estas anécdotas relatadas ligeramente con la parcialidad de uno
de sus protagonistas. La historia de El Periquillo, empero,
deberá construirse conjuntamente por todos quienes fueron los actores
directos del terrible drama (o de la jocosa comedia). |
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