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Roberto López Moreno:
COATLICUE
Dios te salve Coatlicue, llena eres de gracia y de
desgracia, parida de la sombra. Luz tremenda, devoradora que repartes
las mazorcas de tus manos, de tu collar de corazones, del cráneo con que
ciñes tu cintura. Madre tierra de donde parte y a donde llega todo,
amargo y dulce nuestro, terriblemente tierna, tiernamente terrible,
míranos crecer, multiplicarnos, pegados a tu difícil carne litográfica,
en tu tatuaje de estrellas en donde hace sus cónclaves el cosmos. Tú, la
sabia, la que elevas las serpientes de la tierra hasta las sienes, hasta
la altura de los pensamientos; tú, la docta, eje de roca, binomio que
fusiona tierra y cielo; tú, la culta, eleva nuestro barro hasta tu
altura, enciéndenos, con esa incandescencia de la entraña de la que
proceden tu belleza de espanto, tu ríspida ternura, los dos ofidios en
los que se besan, arriba, las sangres de la vida y de la muerte. Madre:
cuando juntaste el cielo con la tierra para crear la chispa del milagro,
una palabra, un acto, un testamento, se hicieron a sentar su sitio en el
espacio. Así naciste el tiempo, en el interior de esta la nuestra casa,
un manojo de células apenas para medir el río de la sangre, para medir
el miedo y la alegría, el dolor, los dolores: el del hueso y el del
pensamiento; para medir la dicha y el placer, el odio y el terror, y las
canciones. Total, todo entraba dentro del ámbito de aquel milagro. Y
hubo más: la arteria plural creció sus redes en la penumbra del
rectángulo, se amplió hacia los destinos de la carne; hubo un vientre
que se vistió con el dolor de las prisiones, que se nutrió con el
alcohol homicida de la mitad de la calle, con el ansia del mercader, con
el desencanto del baldado; hubo un vientre que mordió el amargo por los
desheredados, por los desposeídos, por los que llevan la vida como un
puñal clavado entre los días, por el cuchillo que empuñó el suicida.
Pero también tocó la luz, la hizo, y ahí; en el centro de la luz y de la
sombra, creció la eternidad del sumo verbo. Madre: cuando juntaste el
cielo con la tierra estallaste la chispa del milagro. Diosa te salve,
Coatlicue, padre nuestro que estás en el universo, zumo de tu principio
dual. La enorme culebra de tu centro aparece debajo de tu falda para
lancear las humedades de la primavera, para hacer girar los astros sobre
el brioso eje de tu punzada exacta. Diosa te salve, Coatlicue, padre
nuestro, trinitaria estructura en ascenso de sus trece cielos, garras de
águila. Madre nuestra: levántanos, agítanos; míranos ciegos, postrados,
inmóviles, con el aliento vencido ante el pavor por la misteriosa
simetría. Hijos de tu vientre telúrico, frutos de tu útero de lava,
niños somos del terror con el que la tierra alcanza su alegría. Míranos,
madre, míranos ciegos. Indefensos ante el terremoto, entre los dientes
bestiales de la tormenta, reos del miedo, y del valor del necio, bajo el
fogonazo del relámpago. Cúbrenos, madre, bajo tu falda de serpientes, en
medio de tu sínodo de estrellas, en la adolorida cruz de tu cuerpo de
piedra. Nosotros, los planetas de tu entraña te ofrendamos la
evanescente algarabía de los cascabeles con los que nos dotaste para el
canto.
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Poeta, periodista y maestro chiapaneco....
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