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Roberto López Moreno  
     
     
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22.Jul.20

 

 

El escritor y el pueblo: Pasado y presente

1ª parte

por Roberto López Moreno

 

 

Esta historia de la infamia se ha venido repitiendo en todos los tiempos y en todas las latitudes. El pensador, el artista, cuando no son gratos al gobierno de la comunidad en la que viven, vuelven a sufrir en círculo que se prodiga la cicuta socrática, la humillación galiléica, la metralla lorqueana, el asedio nerudiano, la prisión revueltiana. Se trata de una historia que está en nuestro pasado y en nuestro presente gritando a voz viva en nuestras conciencias. El arte es movimiento y por ello está encima de todo interés de Estado; su naturaleza niega las vigencias institucionalizadas, el status, las estáticas reglamentaciones trascendidas en su trabajo de creación de una realidad superior; el arte ubicado más allá de la ola política misma y sus preceptos, es el discurso real hacia la libertad.

En tales circunstancias se puede afirmar que el arte es subversivo, subversivo ha sido siempre, en toda época, en toda relación de producción, y como tal ha llevado sobre sí la amenaza del poder constituido que ejerce contra él inútilmente la represión, ante la posibilidad de perder privilegios y supremacías, el “derecho”  a regir sobre los destinos humanos.

Pero en la suma de las expresiones artísticas quizás sea la literatura la que más pavores causa en las esferas rectoras, tan celosas del “derecho divino” que les fue conferido desde los más oscuros arcanos. Y es que la literatura, por ser una expresión lograda a base de palabras, ejerce comunicación directa entre las evoluciones del espíritu y las condiciones de la materia. Se trata de un arte sustentado sobre conceptos expuestos en su forma más explícita.

La sociología y la política surgen de la práctica histórica del hombre, se convierten en ciencias humanísticas, en las ciencias que estudian al hombre y su entorno social; el arte tiene el mismo origen, pero va más allá del cuadro científico para convertirse en una superestructura de la ideología con un vínculo que restituye las imágenes a su fuente generadora; es un lenguaje, es el verbo fusionador entre el quehacer de la materia y el quehacer del espíritu, la literatura.

Esta bomba de tiempo trata de ser manipulada con el fin de evitar una explosión que invierta finalmente las premisas en que las que sustenta su razón, la filosofía de su existencia. Para manipular el Estado cuenta con teorías, leyes, instituciones, presiones económicas o finalmente la represión directa (persecución física de las obras de arte, amenazas personales, cárcel, ostracismo e incluso el asesinato, como sucede en los regímenes de franca filiación fascista).

En estas circunstancias es como se desarrolla la especie conocida comúnmente como “artista oficial” (una especie contemporánea parecida caricaturescamente a aquellos bufones de las grandes cortes, alimentados con mano generosa para convertirse en factótum de regocijos áulicos). Un artista, un escritor: es una voz en busca de la libertad. Lo otro, el “artista oficial”, es una aberración, un sinsentido, cuya única salida es la creación de una obra que por su excelencia se constituya en acto revolucionario, aunque el que la produce esté comprometido físicamente en el campo opuesto. Este hecho normalmente no se da, pues resulta difícil que produzca en términos revolucionarios quien se ostenta para beneficios particulares, dentro de los esquemas del estatismo, avalando la razón de Estado, no la del pueblo, fuente de todo arte y toda revolución.

A través de sus leyes, de sus instituciones, de sus “sugerencias”, el Estado trata de manipular la creación literaria, y es que sus “artistas oficiales” le sirven en una esfera muy limitada, dado que las creaciones estéticas de éstos carecen de la vena que sustenta todo gran arte; son intuidas falsas por el ánimo popular y sus efectos van apenas más allá de la combinación de compra-venta que les da forma. Ante tal situación el siguiente paso es maniatar, amordazar al escritor que se maneja con independencia, con el cuidado de no macular la máscara democrática que muchos gobiernos acostumbran al desempeñarse en estos menesteres. Con acciones parciales el Estado pretende negarse como represor del arte y la cultura. El arte por su lado niega la enajenación de la que surge, en la que se encuentra inmerso el Estado mismo.

El escritor del pueblo, el escritor revolucionario, el escritor de la libertad, expresado en rigor nuestro en un solo término: el Escritor, no se prestará nunca a componendas con la quietud, y si lo hiciere, al pretender una jugarreta a su contorno histórico sería él quien en acato crudelísimo se estaría criminando. Pero he aquí que la quietud, la magnitud conservadora y en su fase superior, reaccionaria, se vale de todos los medios a su alcance para impedir la decisión y el desarrollo independiente cuando éstos, en corroboración de su lógica, no se someten a ser fuerza útil de ella. Para esto son utilizados sobornos, reglamentos, amenazas y acciones directas, toda una gama represiva de diferentes matices e intensidades.

En México, con sus propias características, el Estado, desprovisto de su forma jurídica como mediador entre las clases en conflicto y representante universal del sentimiento y la hacienda nacionales, queda visible tan sólo como núcleo de poder, no absoluto, presionado por las urgencias de los capitales privados que constituyen la “realidad real” de la existencia del Estado, en cuanto a que éste formaliza el hecho de la burguesía en el poder.

Aparecen entonces dos fuerzas, dos núcleos de poder que construyen su historia con la pretensión de que esa, su historia, es la historia (lo que para ellos podría ser la visión del fin del mundo, sería tan solo el fin de su mundo). El escritor se ve presionado por los dos núcleos, acosado por las dos feroces cabezas de un mismo dragón. Esas dos cabezas son las que censuran, las que permiten, las que quitan, las que ponen, las que favorecen, las que dejan de favorecer, las que impulsan una obra hasta convertirla en best-seller aborigen o acaban con ella dejándola caer en la bolsa del vacío.

El escritor se enfrenta al dragón, difícil complejo de monopolios editoriales y de medios de comunicación, de grupos que a su vez forman también inconmovibles núcleos de poder (por mucho tiempo a estos grupos se les llamó “mafias”) y llega hasta afrontar la solución rigorista, cárceles y vejaciones.

Líneas arriba apuntamos la expresión “el escritor del pueblo”, y en concreto, como todo artista es un producto social, con estas palabras nos referimos a aquel que no permite, cualquiera que sea su tendencia ideológica, ser “utilizado” en su propia creación por las necesidades temporales de ningún poder de Estado. Se trata, pues, del trabajo y la posición de un escritor de la libertad, capaz de revolucionar concepciones políticas y las formas de expresión de éstas.

Un escritor (nos referimos al Escritor), es un hombre asimilador y asimilado de su tiempo, del que se compenetra, producto y productor, para finalmente negarlo y abrir nuevas posibilidades de realización humana. Su actividad produce una concentración de fuerza que al ser diseminada entre quienes le rodean va a propiciar un nuevo factor para el movimiento. Esa fuerza es la que tanto pavor despierta en el ámbito de lo estático, porque arrasaría con los atesoramientos sumados por lo constituido. Tal fuerza es la que se pretende anular y en última instancia desviar hacia el favorecimiento de los esquemas planteados por el estatus para que no cumpla con su función histórica.

Aquí es en donde encontramos al escritor no protegido por los medios oficiales ni por las diligencias del capital privado enfrentarse a unos muy efectivos molinos de viento que en sus aspas sustentan un encono destinado tarde o temprano al fracaso. Por lo pronto las aspas están ahí, ávidas de hacer añicos toda lanza desfacedora de entuertos. Los escritores que no han recibido la bendición del monstruo de dos cabezas tienen que realizar una lucha titánica para que su trabajo logre traspasar todos los filtros a que es sometido (consejos editoriales, promesas de edición, desistimiento de contratos ya firmados etcétera).

Si se trata de un autor que por ciertas circunstancias, de las que él mismo se mostrará incrédulo por momentos, logró salir victorioso de esa densa confabulación de “filtros”, tendrá que sufrir entonces, en la siguiente etapa de la secuencia, el ninguneo del silencio.

El Estado favorece a ciertos literatos para nulificar su acción; esos literatos aceptan la adulación traducida en publicaciones, difusión, publicidad desmedida, bonanza económica y otros beneficios. Quizás crean cuando se deciden, digamos, hacia el “arte por el arte” previendo acomodarse con propia mano la mordaza, que han llegado a condiciones óptimas para el silencio. Quizás crean en el “arte por el arte” como una actitud conservadora. La verdad es que contrariamente al deseo de esos adulados y del Estado que los adula, cuando se hace buen arte se sigue haciendo la revolución del arte y del pensamiento de la época. Todo buen arte es revolucionario. Todo mal arte es contrarrevolucionario.

Por otra parte y por eso mismo, nunca ha existido el “arte por el arte”; en todas las épocas, a veces, si se quiere exagerando en los procedimientos estéticos, el artista termina diciendo algo. El arte siempre dice finalmente algo y sobre todo si se trata de literatura.

 
     
     
     

 

     
     

 

 

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