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7.May.10
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LA PALABRA
ESCONDIDA
Saúl
Ibargoyen
en su
homenaje
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Eran los
tiempos de la gesta de un anciano guerrero que
montaba un desguazado corcel. Lo acompañaba un
señor gordo, tosco, de fuerte regüeldo y parla
refranera, quien trataba de que el burro adonde
viajaba se acompasara a los ritmos anfractuosos
de la cabalgadura de su esmirriado amo. Eran
asimismo los dorados tiempos de una asombrosa
simultaneidad, de multiplicados sucesos de
maravilla: el unicornio de color morado pastaba
en las altas nubes su hierba blanca; un semidiós
llamado Herakles destruía montones de monstruos
inimaginables; las princesas de exornado nombre
se casaban con los príncipes vencedores del
horrendo dragón; el indio de ojos azules llamado
Tabaré cumplía su destino heroico de malmorir de
amor; el cielo sobre el río grande como mar
generaba astros esplendentes que no permitían
dormir; la Luna se retorcía en una quieta
tempestad de siete colores; el sol más cercano
ocultaba con su inmedible fuego las llamas de
incontables soles y galaxias; los peces con
apelativo de mojarras nacían en las aguas
sagradas de un arroyo cualquiera; las mariposas
tensaban su vuelo navegando en los pétalos de
cada flor que las alimentaba; |
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los labios de una madre trazaban los versos de Amado Nervo, y las voces
musicales de un sacerdote mexicano, de un payador argentino y de un
uruguayo universal llegaban con su secreta resonancia de boleros, tangos
y milongas desde cualquier rincón adonde vivía el aire.
Pero eran tiempos, sí, de infantil horror:
en las calles del barrio empobrecido cundían la
suciedad, los ratones muertos por hambre, los
perros deformados por la sarna, las formas
impunes de la violencia cotidiana; y los niños
mayores, los predominantes, los futuros
sicarios, los potenciales machos alfa, los
cercanos fascistas, decían “tú juegas o no
juegas”, “tú te vas o tú te quedas”, “esta piba
es nuestra”; y había otros niños venidos de
países lejanos, que habitaban sótanos tenebrosos
y hablaban idiomas impenetrables y comían
horribles sopas de papas y verduras negras; y
había locos que escupían y blasfemaban contra la
madre de algún dios; y había mujeres que
regresaban en las madrugadas sus cuerpos usados
y cansados; y había peluqueros que arrancaban el
cabello con tijeras mal afiladas; y había momias
que volvían a la vida para vengar afrentas y
llevar al delirio a hombres de ciencia y
ladrones de tumbas…
El niño aquel
que era yo no distinguía la realidad contenida en los libros, el cine y
los relatos legendarios de la opaca realidad de su existencia diaria.
Entonces, en su
cabeza se mezclaban otros momentos y otras épocas que lo conducían a
ciertas formas del pasado aún no nacido, a tropezadas manifestaciones
que lo alcanzarían más tarde, en edades distintas. Así, hasta hoy mismo,
ese niño cree que no vive lo que está viviendo, sino que simplemente lo
recuerda. No es una defensa frente a las agresiones de lo real: fue (es)
un modo de estar-siendo y ser-estando en el mundo, o en la realidad de
la Historia, que es más pequeña que el mundo.
Por eso las
palabras, que tienen un lugar impreciso de nacimiento, que algún dios
inventó para nombrarse a sí mismo, que mujeres y hombres construyeron a
saliva y sangre para que la realidad no los dejara solos; las palabras,
que nunca sabemos cuándo van a desaparecer o cuándo perderán su sonido o
su signo, eran (son) el recurso quizá único para que el niño aquel
pudiera asentarse con toda su movilidad en la corriente general de los
sucesos. Así, aprendió no sólo a defenderse -y hubo muchas agresiones-
sino a descubrir otros vínculos con las diferentes apariencias de lo
real, al punto de que su propia poesía resultó asimismo una apariencia.
O sea, oculta lo que muestra y exhibe lo que esconde. En el fondo o en
la superficie o a medias aguas de ese inmenso y cambiante océano del
idioma, de la lengua común, hay sitios de los cuales todavía el niño
aquel extrae los costosos vocablos que su lengua personal invoca y
rehace; hay sitios a los que desciende a mojar su boca, plena de sed, de
tristeza y de furia, para reconocerse en el sabor de su lenguaje
subjetivo, dolorosamente limitado pero insustituible, intransferible. Y,
en el fondo y el entorno de esa experiencia global de vida en proceso,
una figuración indefinida… aquella mujer de ojos color nada, vestido
verde, cabellos de bronce y tenues manos que surgió de pronto una noche
al pie de una breve cama para disolverse enseguida en su oscuridad
irrecuperable…
Añajes pasarían
antes de que el niño aquel descubriera -¿quién se lo enseñó?- que la
presencia indefinible que así surgiera y que lo acompañaría luego en la
pura memoria, y que aún lo acompaña como una dulce sombra o una hiriente
ausencia, era la Musa -tal vez la del viejo guerrero, la dulcísima
Dulcinea del Toboso-, la Musa rediviva, la quizá inalcanzable Musa. Por
eso seguirá buscándola, pese a los horrores del ácido tiempo que
respiramos: sus guerras indescriptibles y absurdas, sus insondables y
premeditadas injusticias, sus inconcebibles y perversas corrupciones. Y
ha de seguir buscándola para ponerle en los labios todas las palabras,
todos los silencios, todos los cánticos: porque a veces la Musa no
comprende, se distrae, se apendeja, se confunde y olvida que ella
también debe cantar.
México
DF, IX/2004 – III/2010
Más
en:
http://www.conaculta.gob.mx/sala_prensa_detalle.php?id=3763
http://www.jornada.unam.mx/2010/03/29/index.php?section=cultura&article=a11n1cul
http://www.literatura.inba.gob.mx/literaturainba/escritores/escritores_more.php?id=5842_0_15_0_M
http://www.conaculta.gob.mx/medios/comunicado.php?id=11620
Foto: La Jornada/ Maria Luisa Severiano
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