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Todo libro que se precie de
serlo, aun bajo tapa y contratapa de elaboración cartonera, es como una
musa dormida esperando la mano que la atrape para abrir su complejo
corazón. Eso pensaba yo antes de consultar con mi nueva y paciente
psicoanalista, por aquello de las culpas reales o imaginarias (¿no son
todas reales?). Pero hasta ahora no he confesado los numerosos actos, no
de cleptolector sino de vulgar adicto pleonéxico, en que solté mis
represiones infantiles, mis cautelas de juventud y mi liberación de
adultez.
Agrego que la confesión, o sea la autodelación a efectuar paralizó hasta
hoy mi culposa avidez de tener más libros.
"Todo libro es como una musa", me justificaba, al salir de alguna
librería con un volumen de poesía romántica bajo la camisa. En general,
las tapas quedaban humedecidas por el sudor de la culpa, aunque en
ciertos casos de extrema vigilancia de los encargados de cuidar aquellos altísimos libreros o aquellas
mesas demasiado vulnerables (ventajas de la verticalidad divina y
limitación de la horizontalidad humana), era de táctica y estrategia
adquirir añejas revistas literarias, a precio de ganga, para disimular
el producto de la silenciosa cacería que mis ropas ocultaban. Eran
libros apócrifos, es decir ocultos, no falsos. Todavía se conservan a sí
mismos, peleando con el polvo de la eternidad y contra fugaces polillas
analfabetas, un flaco volumen con los rubayyat de Omar Kahyyam y unos
sonetos del Cisne de Avon en tosca y preciosa edición bilingüe.
A veces los hojeo y ojeo, releyendo en esos versos las sombras
luminosas
que me ayudaron a comprender la sustancia inaccesible de la poesía, así
como la
vera dimensión del ánima humana en su lucha desde todo el posible amor y
contra toda
posible injusticia. A veces también mis lentos dedos rozan los infinitos
libros de las librerías de hoy, pero nunca serán los otros, los libros
capturados como esas musas que entregan a nuestras orejas el sonido
sagrado de la verdad descubierta.
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