Tomás Segovia nació en España en mayo de 1927 y hace
una horas murió en México. Son dos datos fríos que, sin
embargo, resumen bien la trayectoria vital de un poeta
marcado por la Guerra Civil, un hecho que lo convirtió
en niño del exilio republicano. La palabra vital es
importante porque nunca dejó que esa marca fuera la de
la derrota. "Pasé un poco de hambre", decía. "Sufrí una
pobreza relativa, pero a cambio de eso viajé, conocí
países, estudié libremente. No tengo por qué reclamar
nada".
A pesar de que el cuerpo dejó de acompañarle cuando
le detectaron el cáncer que ha terminado con su vida, su
cabeza y su ánimo nunca dejaron de funcionar a pleno
rendimiento. Cuando en primavera publicó un libro de
poemas, Estuario, ya había entregado otro a Pre-Textos,
su editorial española de toda la vida. Semanas después
publicaba un volumen que recopila dos años de entradas
de su blog y el libro de ensayos Digo Yo (Fondo
de Cultura Económica), una obra que ahora es imposible
no leer como un testamento, que contiene algunas de las
más brillantes reflexiones sobre la idea de exilio -una
condición, no un tema ni una identidad, decía- y, de
paso, recuerda a algunos de sus maestros y amigos: de
Juan Ramón Jiménez a Ramón Gaya pasando por Juan
Gil-Albert. Ese volumen, además, recoge los discursos
que pronunció al recoger algunos de los premios que
jalonaron su trayectoria: el Octavio Paz, el Juan Rulfo,
el Extremadura a la Creación, el García Lorca...
Hace unos días, además, recibió en Aguascalientes un
homenaje, al lado del argentino Juan Gelman, ambos
ganadores del Premio Poetas del Mundo Latino Víctor
Sandoval. Esa era una de las razones de una estancia en
México que se ha convertido en definitiva, aunque Tomás
Segovia no necesitaba ninguna para viajar a un país en
el que era un mito. ¿Mexicano? ¿Español? Poeta alemán lo
llamó su amigo José Bergamín. Hispano decía él, que,
pese a todo, defendió siempre que un escritor es más de
su época que de su país. Después de "asomarse", era el
verbo que él usaba, a España un año después de la muerte
de Franco, Tomás Segovia se instaló en Madrid en 1985
porque echaba de menos el paso de las estaciones. No era
raro verlo cada mañana escribiendo en el Café Comercial
de la Glorieta de Bilbao. "Necesito ruido para
concentrarme", decía. Había nacido en Valencia en mayo
de 1927. Por casualidad. Cuando un alto cargo del
gobierno valenciano le preguntó, con motivo de un
premio, a qué se debía su nacimiento allí, él contesto
citando a un actor: "Mi madre, que era sevillana, estaba
aquí, y en un momento así, yo quería estar a su lado".
Así era el humor de un hombre que pasó como refugiado
por París y Casablanca antes de trasladarse con su
familia al Distrito Federal en 1940. Allí se vinculó al
Colegio de México, en el que más tarde ejerció como
profesor. Lo mismo que en las universidades
estadounidenses de Princeton y Maryland.
"Aunque yo me desmarco del gueto del exilio español,
como dicen en México: lo que sea, de cada quien. Fue
gente que nunca tuvo tiempo de ganar, en nada. Fueron
siempre las víctimas", decía. Él, que durante un tiempo
fue un estrecho pero díscolo colaborador de Octavio Paz,
fue un hombre libre, un enorme traductor de autores como
Shakespeare, Nerval o Ungaretti y un ensayista de primer
orden sobre cuestiones de poesía y lingüística. Pero fue
sobre todo un poeta que pasará a la historia de la
literatura por libros como Anagnórisis,
Cantata a solas o los más recientes Salir con
vida y Siempre todavía.
Difícil de clasificar, una vez le preguntaron si la
literatura del exilio es literatura española. Su
respuesta: "Un escritor español del siglo XX es más del
siglo XX que español. Tiene más que ver con un checo del
mismo siglo que con un compatriota suyo del XV. Las
identidades existen, pero de hecho, no de derecho.
Invocar como derecho un hecho diferencial es lo más
alejado que existe de la democracia. Es lo mismo que
invoca un rey respecto a sus antepasados. Al final, la
identidad siempre acaba en bombas. Más que las
identidades importan las lealtades. Y para ser leal hay
que ser libre, único, mientras que lo identitario es lo
idéntico".
Los últimos libros de poemas de Tomás Segovia,
escritos de memoria mientras caminaba, son un canto al
milagro de estar vivo cada mañana, a la duración del
tiempo y al tiempo atmosférico: al sol, la lluvia, el
frío. Y al amor. María Luisa, su esposa, ha sido hasta
el final una parte cabal de sí mismo. De eso habla una
de los últimos textos que publicó. Se titula Lo que
tengo: "Siempre me canso de contar / Antes de
contemplar el inventario / De todo lo que tengo / Tantos
amaneceres y crepúsculos / Y altas noches calladas /
Tantos árboles por todo el mundo / Casi todos con
pájaros / Tantas delicias para el tacto y para el ojo /
Y el oído hasta donde todavía me llega / Para el olfato
y el taimado gusto / Y tantas horas para estar despierto
/ Y otras para soñar dormido / Y tantos días con sus
noches / Como el fiel renovarse de las olas / Todo eso
tengo y además / La mujer que me tiene".