con las referencias precisas

para desenterrar, un día,

mis oídos mancillados;

recordé que cerca de allí

florecía un huerto de durazneros,

y sobre una piedra gigante

de obsidiana marqué una cruz

con mi sangre, la cual,

igual que la piedra y los durazneros,

siglos después, habían desaparecido;

pude reconocer la catacumba

porque de ella crecían enredaderas

con, apenas, unos brotes pequeños

de blancas banderas de paz.

No tengo muy claro

ante los ojos la vida,

pero cuando de entre ella

nacen los guiños de tus senos

y bailas con el tambor

de fondo africano;

tengo claro que,

todo lo demás,

es una vil quimera.