Aquí me planto, Cristina; 
						no puedo entrar ¿Qué haces rayoneando el cielo de todos 
						nosotros? ¿Qué haces en esa niña chocarrera? Das de 
						comer al criadero de huracanes, alguno llevará tu nombre 
						un día, y será devastador; pero eso no te importa. Los 
						alimentas de uñas de nitroglicerina, de ungüentos 
						lacustres, del barro donde antes pernoctaban las 
						ciudades. Los alimentas de sambenitos y botargas vudú.
						
						
						
						No puedo entrar, porque 
						desde aquí se mira todo. De este lado, y de este otro;  
						tú y tú. La una ignorando a la otra, que hacen lo mismo, 
						mientras se cubren de toda esta tierra mestiza. A veces 
						aplaudo, otras me reservo a dar testimonio desde el 
						carnet científico. Mientras en secreto a voces se 
						escucha la verborrea insoportable en la cabeza. Dicen 
						que te dedicas a espantar en una casa del Olimpo, a los 
						habitantes de cierta familia aspirante a pequeño 
						burgués: 
						
						
						“Con aguas quietas/ tras 
						arreciante tormenta/ enjuago mis manos/ en perdón/ y 
						aceite de lima.”
						
						
						Y no te percatas de todo 
						este sembradero de hierbas, de toda esa fertilidad que 
						nace de tus manos, y te das al regaño y te lavas los 
						pecados de toda responsabilidad, de todo el huerto de 
						Getsemaní, donde es aprehendido el salvador de los 
						árabes, mezclado con intermitentes tunas, águilas y 
						fundaciones tenochcas. Lo que es bueno, porque hay un 
						más allá de la humildad creadora. 
						
						
						“…hilo de cuentas/ quien 
						esta suerte/ a puntos negros/ tino diera.”
						
						
						Ruega Cristina por 
						nosotros los pecadores, a la hora de la vida; que has 
						dejado acá sembrada en el camino de los justos. Dicen 
						que se aparece una niña blanca, bajo las ceibas del 
						camino maya; mitad tolteca, mitad de la mitad, morisca, 
						y que la otra mitad que sale de las mitades cuánticas de 
						las almas, corre por las parcelas de la palabra, y 
						envenena las nostalgias de toda aspiración a la tiranía.
						
						
						
						Algo hay en el viento, un 
						murmullo, una voz, algo que no se escucha entre los 
						gritos; te agradece la espantadera. Hacen fogatas y 
						cuentan: a mí me jaló las patas; a mí me cogió de la 
						corbata; a mí me puso a bailar un twist del puro miedo. 
						Trata de recordar, Cristina, trátalo aunque te quedes 
						estacionada en la memoria, de cómo te fuiste buscando 
						por curiosidad los duendes, las hadas, los enanos del 
						circo; por puro divertimento, por ese divertimento que 
						se disfraza de tragedia, y se pone a espantar incautos.
						
						
						Recuérdalo, y te metías en 
						la boca de la alfombra disecada; y no salías en toda la 
						madrugada; y decías que era el nagual que te andaba 
						comiendo del vestido blanco, y te transportaba a las 
						cataratas de la noche; el cable de la aspiradora, y la 
						aspiradora misma; como un tobogán para ir y venir del 
						país de las maravillas; y en un santiamén, sin que nadie 
						lo notara; comenzaron a trasminarse todas esas 
						transformaciones. El país de este lado, como un calcetín 
						volteado, por la imaginación luminosa, por la 
						provocación, por la continuación del juego de las 
						escondidas de la niña eterna. Te venían persiguiendo con 
						todos sus simbolismos: los Goethe, los Dante y los 
						Wilde. No chingues Cristina, no juegues con esos 
						cabrones. De principio, todo el infierno de la Divina 
						comedia, aterrizándonos con todo su despliegue 
						poético-italiano.
						
						
						¿Y ahora qué hacemos con 
						todo éste regadero de fósiles? Con esta noche de 
						Walpurgis, con esas osamentas que se creen Dorian Gray. 
						¿Dónde le cabe a este país-aspiradora toda esa magia 
						romántico-simbólica? 
						
						
						“…ni más ni menos/ era 
						aquel/ que de rojo y cola larga vistiera/ desde 
						inmemoriales tiempos”. 
						
						
						Cristina, ya no te 
						escondas, ven y respóndeme de facto. ¿Crees que a Dante 
						le haya tocado la choya, la idea esa de traerse entre la 
						capa, todas esas maldiciones de la octava dimensión, así 
						como detrás del mostrador; sirviéndole copas al demonio, 
						y dejando que se conjugasen los hechizos del poeta y los 
						de aquél sin imaginación? ¿A qué puede referirnos aquél 
						infierno de Dante? ¿Será que como tú, a su vez que iba y 
						venía de un lado a otro; iba quitando los disfraces del 
						poder sobre esta tierra? Y ya no se diga Goethe, o 
						Wilde; con toda esa jauría de hipócritas 
						desenmascarados: sacerdotes, tiranos, caciques, 
						marqueses, esquizoides, inquisidores, lamecuios, 
						vendidos, colaboracionistas, infiltrados; todos 
						confinados al infierno, desde la pluma voraz con alas de 
						ultratumba.
						
						
						Y en el banquete 
						mesoamericano, los meseros ponen en charola de plata, 
						para los voraces dioses animales, a imagen y semejanza 
						de sus granjeros; por 43 veces, 43 corazones 
						encebollados; y las lágrimas que aportan sus madres 
						desvencijadas por todos los tiempos. ¿Cómo es el 
						infierno acá, Cristina? Lo relatas, lo denuncias, lo 
						pones en canal a nuestros ojos; no porque no se vea, 
						sino porque hay incautos que piensan que eso se 
						encuentra más allá de la muerte; y yo que no me entero, 
						así mismo lo pregunto. Sólo por no quedarme con mis ojos 
						para Cristina, como un testigo del alma chocarrera, que 
						trae del Mictlán la superficie doliente; porque le 
						apetece jugar a la rayuela; desde la tentadora tiza de 
						sangre. 
						
						
						“Porque/diaman/te 
						mí/ de túus/besos di amante/Porque/diaman/ te sol/te 
						luz/que da a vastedad y ama antes/de que te muer/da 
						oquedad y ama ante/todo ama/dad y ama ante/todo ama.”
						
						
						Y te pones a tirar la 
						teja, y a saltar con el diamante perdido, entre las 
						comillas del amor. Saltemos pues, por todos esos logos 
						indescifrables de sangre ¡vas tú!.
						
						
						Un hilito de sangre, y uno 
						de esperanza; la trenza del destino de esta tierra ¿pero 
						dónde fue que se ha quedado la esperanza? Ya me perdí, y 
						tú te vuelves a ir al juego de las escondidas. Qué 
						traerás de más o de menos entre manos a tu siguiente 
						llegada. Que era juego, que no se nos vengan entre el 
						trigo, la cosecha de cizaña, y de las lágrimas; que 
						estábamos jugando a espantar a los habitantes de la casa 
						de los muertos, y ya nos contagiaron su amargura.
						
						
						Al menos te ha dado ya por 
						poner alrededor de la boca de la alfombra la 
						advertencia: no pase, precaución, el que entra aquí 
						pierde toda esperanza, no sean pendejos, dejen de fumar 
						esa mierda, les van a partir la madre, les van a 
						encebollar el corazón; ah, si serán pendejos. Y en el 
						radio del agujero negro, todos los advertidos, con todo 
						y sus hologramas y sus fingimientos de felicidad; se 
						van, estatuados, roídos del alma, perdidos de manera 
						inevitable. Ya no le pongas advertencias a esos 
						entumecidos, Cristina; que para ellos, el semáforo 
						amarillo, es toda una estratagema publicitaria para ser 
						devorados por la boca de la alfombra., y a ella acuden 
						encantados. 
						
						
						Corres a tender el boceto 
						del amanecer, a tierras ignotas; en línea perfectamente 
						recta, muy a distancia del averno; te alcanzan a 
						fracturar las alas en orificios filosos con flechas de 
						azufre. Entonces se te ocurre el miedo, como otra forma 
						de jugar; qué buena idea. Y mientras nadie te busca más; 
						desde acá le piso el centro a la retícula del amanecer, 
						para que puedas extenderlo, sin que se nos doble en una 
						mueca de cobardía y que por ahí terminemos también 
						siendo, junto con todo el paquete, parte del limbo de 
						los días no nacidos. 
						
						
						“Cómo cerrar ventanas/ 
						puertas y zaguanes/ se batieron sus alas/ como las 
						bisagras/ y los párpados.
						
						
						Se acomodan las 
						cordilleras, el pañuelo es un mundo, si se estira un 
						poco más se vuelve parte de la tierra junto con todos 
						sus damnificados. ¿En qué momento se volvió todo esto 
						tan severamente serio? Hasta se me ocurre pensar en ese 
						mito de la edad adulta, como algo verdadero;  por todo 
						lo triste que se respira desde tan bajas alturas, a 
						donde nos fuimos metiendo. También, tú dices, así se 
						bocetan los días; sin olvidar que muy necesario es que 
						sea de noche. ¿Para qué iba a quererse fabricar un día, 
						de día? Mas el inconveniente, es que los días siempre 
						salen defectuosos, porque de noche se hacen, y a menos 
						que haya luna y voluntad, no se mira nada. Los colores 
						son añadidos por efecto del milagro, porque no se 
						atinan. Para eso necesitaríamos memorias privilegiadas, 
						ojos aguzados de lechuzas, cazadores de campo. Ir 
						ensortijando todo lo que quepa, o lo que se adivine que 
						cabe; porque siendo noche, nunca se sabe. 
						
						
						
						
						Y mientras al sur estiras el manto del día por venir, yo 
						sigo aquí mirando cómo se van yendo por la boca de la 
						alfombra, muchos más incautos; toda mi generación y la 
						que sigue y la otra; arte para la utilería, ido todo a 
						la chingada. Que mientras toda advertencia es juzgada 
						una exageración, cosa de locos; que mientras las fosas, 
						los agujeros negros, la calamidad inunda la tierra; 
						éstos se meten solos a la perdición, se disfrazan de 
						vampiros, hacen slam y se ponen en cuatro por la 
						publicación de un libro sin fondo; sin denuncia; sin 
						sensibilidad de todo lo que es evidente y pasa ante la 
						tozudez de la ceguera. Yo ni les digo nada, nomás veo 
						cómo se brincan las cintas de precaución y se van 
						saboreando el precipicio; tiene su gracia, después de 
						todo.
						
						
						
						“…porque 
						el arte es su enemigo/ pero el arte en sus manos/
						
						
						
						
						se arma 
						contra los humanos/
						
						
						
						a los descreídos de 
						estos/males existentes/abusivo el chahuistle/tendió 
						oscura bruma/ unos surgieron guerreros/mas otros zafarse 
						no/ lograron de esas garras.”
						
						
						 
						
						
						Caso omiso a tu 
						advertencia, Cristina;  afortunadamente. Como afortunada 
						siempre ha de ser: “Esta suerte de poemas”.
						
						
						 
						
						
						Carlos H. Vázquez.
						
						
						México, Noviembre de 2018.