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El Callejón del Diablo
(leyenda)
Lo que voy a contar ocurrió en Cuernavaca, Morelos,
hace algunos siglos, pero lo que hace más
impresionante esta leyenda es que el lugar aún
existe y se puede visitar. Es una calle o camino que
conecta las avenidas Madero y Álvaro Obregón, al
norte, en la colonia Miraval, no lejos del centro de
la Ciudad de la Eterna Primavera. Es un callejón que
cruza una pequeña barranca, en donde los vientos
hacen los ruidos más extraños. El camino baja hasta
un viejo puente de piedra y luego vuelve a subir
hasta una curva que lleva a la otra calle. El puente
fue construido por órdenes de Hernán Cortés. Cuenta
la leyenda que el conquistador huía de sus enemigos
a caballo, cuando bajó a la barranca. Al parecer, su
caballo voló por arte de magia y así cruzó el río,
mientras sus perseguidores se quedaron perplejos al
otro lado. Por eso, Cortés mandó construir el puente
que aún hoy se conserva.
Ahora casi no se usa, mucha gente lo evita, incluso
en auto. Lo mismo pasaba durante la Colonia, a pesar
de que podría considerarse una de las mejores rutas
para cruzar de un punto de la ciudad al otro, la
gente prefería dar un largo rodeo antes de pasar por
ahí. Muchos años después de lo que ocurrió, el
presidente Porfirio Díaz construyó un puente más
grande y moderno sobre la Barranca de Amanalco, con
lo que el nuestro cayó casi en desuso.
Volvamos a la historia. La callejuela está rodeada
de un generoso follaje, con los frondosos árboles,
enredaderas y las infaltables bugambilias típicas de
la ciudad. Eso hacía oscuro el andador, incluso con
la luz del sol. En aquellos días, vivía a medio
callejón un hombre enfermo de tuberculosis o algo
así, solitario y tenebroso, que casi nunca salía de
su casa. Se decía también que a media noche, el
Diablo se apersonaba en el puente, al pie de un
árbol o a caballo, y que deambulaba por el callejón
como esperando a alguien.
Pero nunca falta un grupo de amigos, que se creen
muy machos, y que en medio de la fiesta hacen
propuestas locas. Una noche, un grupo de amigos
apostó su hombría para ver quién bajaba a esa hora.
Tocó a un joven, que envalentonado, juró que
llegaría al otro lado sin problemas. Para ello,
llevaría como prueba una flor que solo crecía al
fondo del barranco. A medio descenso, en plena
oscuridad, el joven se guiaba más por el tacto, pues
incluso la luna tampoco iluminaba sus pasos.
De pronto percibió en las penumbras un bulto.
Levantó los puños y enfrentó a su oponente. Pero no
era otro hombre, sino el Maligno mismo, que se
convirtió en un espectro luminoso y se abalanzó
sobre el joven. Este corrió con todas sus fuerzas y
llegó hasta arriba. Al otro día contó lo que había
visto y nunca recuperó del todo la cordura.
La historia llegó a oídos de los hombres sabios y
poderosos de la ciudad, quienes decidieron consultar
a un místico, que les recomendó que llevaran
ofrendas al lugar para congraciarse con el Demonio y
que de esa manera no atacara a nadie más. Pronto,
muchas personas, en especial vecinos de la zona,
depositaban al pie del árbol donde se producían las
apariciones ofrendas en monedas o joyas de oro y
piedras preciosas. Quienes donaban sus bienes decían
sentir un gran alivio. Cada amanecer, las joyas
habían desaparecido. Claro que nadie quiso comprobar
lo que sucedía con ellas por la noche. El único que
vivía sin problemas allá abajo era el huraño y feo
tuberculoso, quien no hablaba con nadie, pero que
tampoco parecía estar preocupado por las apariciones
que todos comentaban.
Así pasaron muchos años, sin más apariciones.
Incluso, alguien se atrevió a llevar la imagen de
una Virgen de Guadalupe, que igual que otros
elementos, aún se puede ver allá abajo. Pero resultó
que un día el tuberculoso fue visto tirado a medio
callejón, agonizante. Algunos curiosos se acercaron
y vieron en su rostro un terrible pavor. El hombre,
con sus últimos alientos, les señaló la casucha
donde vivía, como pidiéndoles entrar. Cuando se
reunieron muchas personas, entraron en grupo al
lugar. Ahí encontraron cajas llenas con las joyas
ofrendadas al Diablo. Pero nada más pudieron
averiguar, pues el hombre en la calle ya había
muerto. Salieron de la casa y del callejón, sin
atreverse a tocar las joyas ni a levantar al hombre,
que misteriosamente pronto desapreció.
Los habitantes de las calles aledañas afirman que
aún se escuchan de pronto ruidos extraños y lamentos
y que llegan a verse extrañas luces y destellos que
salen de la barranca. Una cosa más a destacar es que
desde hace décadas y hasta la fecha, en la calle que
forma parte del Callejón del Diablo hay un brujo que
ofrece sus servicios.
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