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27.Dic.21

 

 

 

 

 

Pasado roto

Cuento por Enrique I. Castillo

 

 

 

 

 

 

Cuento del libro “Gusano” (Vodevil Ediciones 2021)

 

 

Pasado roto, cuento por Enrique I. Castillo

 

Semblanza

 

 

Ciudad de México

 

 

 

 

 

 

 
     
 

De Jorge Arturo Borja

 
 

Por una literatura vermiforme*

 
     
 

 

 
 

 

 
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 

 

 
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 

 

 
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 

 

 
     
     
     
     
     
     
     
 

 

 
     
     
     
     
     
     
     
 

 

 
     
     
     
     
     
     
     
     

Para Gerardo Castillo

 

 

 

– Eres una puta, Carmela.

            Antonio mascullaba esa frase mientras cortaba las fotografías por la mitad. La mayoría eran unas Polaroid, aquellas donde Carmela mostraba su culo generoso. Algún esfuerzo le había costado que ella aceptara hacer esas sesiones. La única condición que puso fue que no se viera su rostro. En realidad eso no le molestó a Antonio. Lo que él quería era retratar esas piernas carnosas que se ensanchaban hasta convertirse en dos poderosas nalgas, cubiertas por unos calzones que remarcaran su redondez. No le gustaba que Carmela usara tangas. Al menos no cuando le tomaba fotografías. Y no podían faltar los muñecos de peluche. Nunca supo por qué, sólo le parecía que incluirlos en las tomas le daba un carácter travieso al momento. Durante varios años le tomó fotografías. Con solo verlas, Antonio casi podía revivir el momento, mientras buscaba el mejor ángulo y le pedía que se levantara cada vez más la falda. Tomaba dos o tres fotos y después, inevitablemente, hundía su rostro entre aquellas nalgas.

Aquella mañana, Antonio había salido de su casa, con las bolsas de su chamarra y una mochila llenas de fotografías, negativos y polaroids, que estaba decidido a destruir, del mismo modo que Carmela había destrozado su corazón. No se sentía atraído por las imágenes digitales, prefería la preparación y trabajo que implica hacer fotografías análogas, pero para las más atrevidas usaba las instantáneas, no se arriesgaría a que alguien hiciera copias de sus negativos.

            Cada fotografía que rompía era como una puñalada. Las que más le dolieron fueron tres. Aquella en la que Carmela está sentada en un cojín morado sobre el suelo. Llevaba puesto un negligé negro. Otra en la que la puso en cuatro sobre la cama. En ésta, Carmela no trae calzones pero sí unas medias transparentes. Al ver la imagen, Antonio no pudo evitar que le sobreviniera una erección y su enojo creció, porque en aquel momento lo que debía sentir era odio y no deseo por esa mujer. La tercera fotografía era en la que ella llevaba una falda blanca, que le pidió subirse hasta la cintura para dejar al descubierto sus calzones rojos.

            Así eran sus encuentros al principio. Se conocieron en el trabajo y aprovechaban la hora de la comida para escaparse a algún hotel. Tenía que ser así porque Antonio ya estaba casado. Ambos pensaron que no durarían más que unos meses. Entonces llegaron las fotografías. Al principio fue renuente pero después Carmela se sentía de verdad deseada, así que la sesión se convirtió en parte indispensable de su ritual.

            – Eres una pinche puta–. Repetía Antonio, como si fuera un mantra, mientras usaba una caseta telefónica como mesa y cortaba también unos negativos que nunca amplió. Se había acercado para usar el teléfono, para poder gritarle y sacar algo del rencor que lo poseía, pero el teléfono no servía.

            Una voz interrumpió su concentración. Era domingo por la mañana y no esperaba que hubiera gente en esa calle, que él no conocía pero que mientras deambulaba sin rumbo fijo le pareció idónea para llevar a cabo su tarea. Una pareja de jóvenes caminaba hacia él. La voz que lo desconcentró fue la del hombre, quien encontró en el piso trozos de fotografías y exclamó en voz alta su asombro. Mientras más se acercaban, Antonio intentaba cubrirse tanto como podía con la caseta, como si fueran a reconocerlo.

            Pero era inútil porque había fotos rotas sobre la acera y también sobre la calle. Estaba tan desesperado por deshacerse de todos esos recuerdos que no fue consciente de que mientras caminaba iba sacando de las bolsas de su chamarra las fotos que rompía y dejaba a manera de rastro. Hubo incluso algunas que fueron al piso sin haberlas roto. Así que la pareja veía entre incrédula y divertida aquellos extraños rompecabezas. No notaron la presencia de Antonio sino cuando estuvieron muy cerca. Antonio, por su parte, intentaba mantener la calma pero sus manos temblaban y aunque ya había acabado con buena parte del material su odio no había disminuido.

            Dejó que aquella pareja pasara de largo. Podrían burlarse lo que quisieran porque nunca entenderían lo que él pasaba en ese momento. No sólo rompía fotografías sino que estaba dejando esparcido por el suelo también su ser. Él también estaba quebrándose. Por un instante la rabia lo sobrepasó y fue tras la pareja, quería enfrentar al hombre, desquitar sobre él su rencor y decirle que la vida se encargaría de darle una buena lección, que la mujer que lo acompañaba tarde o temprano lo traicionaría. Pero sólo dio un par de pasos y se detuvo. No iba a golpear a aquel hombre como tampoco iba a lastimar a Carmela, por más ganas que bullían dentro de él.

            Al menos le gritaría algo. Lo intentó pero un nudo en su garganta se lo impidió. Un sabor amargo inundaba su boca. Permaneció inmóvil durante varios minutos, mientras por su cabeza pasaban escenas de su vida con Carmela, de cómo sus escapadas a los hoteles se volvieron asiduas; de las primeras ocasiones en que ella pretendía que no tuvieran nada serio hasta el momento en que le aseguró que su cuerpo le pertenecía a él y sólo a él.

            Por supuesto, la esposa de Antonio se dio cuenta de lo que sucedía. Pero no estaba dispuesta a pasar por la humillación de un divorcio así que decidió que lo mejor era que siguieran viviendo bajo el mismo techo. Aunque se encargó de hacerle saber a sus hijos que el padre que tenían era poco hombre, un pendejo del que era mejor no fiarse. Antonio sabía que no tenía el valor para dejar a su esposa e hijos, así que se quedó y aceptó que lo trataran como a un don nadie porque su felicidad, creía él, sería imperecedera con Carmela.

A cambio del desprecio que recibía en casa, Antonio se sentía recompensando con los momentos que compartía con su amante. Hasta que, a decir de Antonio, ella lo traicionó. Carmela era quince años menor que él, así que mientras Antonio llegaba a los cuarentaicinco, ella recién cumplía treinta. Para ella, las sesiones fotográficas habían sido un buen aliciente, pero terminaron por convertirse en rutina. Esos encuentros despertaron algo en Carmela, nuevo y excitante, pero tenían un límite, uno que Antonio no se atrevía a cruzar. Para él, fotografiarla semidesnuda era lo más atrevido y placentero que podía permitirse, ella sentía que su cuerpo pedía otras cosas y cuando le proponía buscar más allá de sólo posar para la cámara, Antonio se negaba.

Era inevitable que Carmela buscara esas otras formas de placer que le pedía su cuerpo, pero Antonio no entendió que tenían una relación informal, que en algún momento terminaría, se aferraba a que era suya y no podía ser de nadie más. Ella le dijo que no la buscara más. Confiaba en que Antonio no se atrevería a seguirla o aparecer en momentos inesperados, lo conocía y sabía que sus arrestos eran limitados.

No supo cuánto tiempo estuvo ausente. De repente, Antonio volvió a aquella calle, con fotografías que aún tenía que destruir. Quedaban pocas ya pero en sus bolsas adquirían un peso desmesurado. Como si hubiera hecho un trabajo extenuante toda la mañana, se sintió cansado y esas últimas imágenes ya no las destruyó. Las dejó caer al piso y empezó a caminar. No iría a su casa, así que sólo le quedaba caminar sin rumbo fijo. Conforme avanzaba se sentía más ligero, aunque no era la sensación de haberse deshecho de una carga que ya no quería llevar, se sentía así porque sabía que una parte de él había muerto. Su enojo no había desaparecido, sus manos todavía temblaban así que las metió en las bolsas de su chamarra. Ahí donde antes estaba una parte de su vida ahora no había nada.

Llegó a una estación del Metro y entró. Tras avanzar varias estaciones se dio cuenta del tesoro que había dejado esparcido por el suelo. Regresó desesperado, sin saber si podría recordar la calle en la que decidió romper su pasado. Después de dar algunas vueltas la encontró. Había tardado demasiado, sólo recuperó algunos restos inconexos, pedazos de una u otra imagen, la mayor parte había desaparecido. El rencor que antes lo inundaba poco a poco fue convirtiéndose en tristeza. Reemprendió el camino a ninguna parte mientras de sus ojos escurrían incontrolables lágrimas.

 

 

 

 
 
             

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