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De Marconio Vázquez
UTOPÍA 2
EL SECRETO
El secreto era que cuando algún
atrevido caminaba cuesta arriba por
los
embrollados senderos y descubría los
caminos, la montaña borraba las
huellas. Quién sabe cómo, pero
siempre se las arreglaba para
desaparecer el rastro de los pocos
que conquistaban su cima. Cuando el
exitoso aventurero descendía,
abanderado de gloria, la montaña
hacía que los vientos se revolcaran
furiosos sobre las colinas. Desde lo
alto reunía nubes de tormenta, que
caían en frenéticas borrascas,
desgajaban raíces, fruncían el
terreno y deslavaban las veredas.
Así los nuevos escaladores tendrían
que inventar otra vez la ruta para
llegar a la cúspide. Muchos murieron
y cada vez menos lo intentaban.
Nadie podía seguir el ejemplo ni
saber de lo sabido. Sólo la palabra
y el relato quedaban como dudosa
certeza, pero ninguna prueba
fehaciente de los ascensos.
Cualquiera podía decir que había
llegado a la cumbre. Cualquiera
podía señalar el cielo, pero nadie
el trayecto. La arrogancia de la
montaña era mucho más grande que el
espíritu humano.
No fue un viajero de lejanas tierras. No fue un
brujo misteriosamente
aparecido de la nada. No fue un
sabio doctorado en cerros. Fue un
muchacho, vecino del pueblo, quien
desde su inconformidad encontró las
armas contra el serrano misterio.
Inventó su camino, pudo llegar hasta
la punta, pero ahora en lugar de
bajar, se quedó arriba. Tuvo que
soportar las cóleras de la montaña.
Aguantó ventarrones y torbellinos de
agua asesina. Incluso tuvo que
renunciar a las voces que desde
abajo le decían: “¡Baja! ¡Vas a
morir allá arriba!”. El joven
contestó:
–¡Que alguien
venga a acompañarme! ¡Desde acá se
ve todo! ¡Desde
acá puedo decir por dónde es más
fácil! ¡Ahora el lado sur es más
despejado! ¡Suban!
Entonces otro
joven comenzó a ascender. Siguiendo
las indicaciones del guía que estaba
en la cresta, no sin tropiezos ni
resbalones, finalmente llegó. Los
dos locos se abrazaron y miraron el
horizonte. El valle era inmenso.
Desde aquella altura podían apreciar
la curvatura de la Tierra, entre
otras tantas maravillas.
La montaña supo
entonces que por más huracanes que
produjera, por más aluviones y
desgajamientos, los de arriba no
bajarían a compartir tristezas. Se
quedarían en lo alto y ayudarían al
que quisiera encumbrarse.
©marconio
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