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Cuentos y relatos de Fiestas
Pterocles Arenarius
Eterno Femenino Ediciones
México, 2011
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Hace
26 años, en el taller de cuento de Edmundo
Valadés, escuché el testimonio de un chamaco
sparring que subía al ring con
Mantequilla Nápoles, como parte del
entrenamiento de esa leyenda del boxeo.
A través de sus palabras, todos los ahí
presentes vivimos desde ringside el veloz
intercambio de golpes entre un muchacho armado
de valor, y un gigante en el apogeo de su fama.
Al final, la pantera se divertía humillando al
cachorrito.
Leía un güero garrudo de pelo largo y sonrisa
irónica que de vez en vez se mesaba el bigote.
Su voz tensa, emocionada, cortante y dolorosa.
Era el propio Pterocles Arenarius quien contaba
un episodio de su adolescencia como parte del
entrenamiento de un aspirante a escritor
dispuesto a acometer las grandes peleas de la
literatura.
Aunque en ese tiempo Pterocles se presentaba con
la personalidad de un inquieto pasante de
ingeniería que frisaba la treintena, por la
manera en que se paraba en medio del salón, se
callaba por momentos, respiraba hondo, proseguía
para cambiar el ritmo de la lectura, era fácil
imaginarlo como un boxeador que había mudado los
guantes por las palabras, ambos instrumentos
manejados con puños certeros y contundentes.
De entonces a la fecha ha corrido mucha tinta,
mucho alcohol, mucha pasión y muchas lágrimas.
En el camino de la escritura se han quebrado
decenas de aspirantes. En primer lugar quienes
buscaban el éxito y la publicación inmediata.
Esos acabaron escribiendo guiones para
telenovelas o discursos para políticos. Después,
los que deshojaron sus mejores historias en el
vértigo de la bohemia que los condujo finalmente
al hospital o al camposanto.
Resistieron sólo los más necios, los más
fuertes, los más locos. Aquellos que se dejaron
invadir por la imaginación creadora. Los que
fueron adecuando su existencia y sus necesidades
a la exigente llamada de la literatura. Los que,
más interesados en escribir que en publicar, se
dedicaron a horadar la veta que los llevó hasta
el corazón de las palabras. Pterocles fue uno de
ellos.
Sin embargo, más allá de la condición proteica
que lo llevó a ser soldador en el Metro,
cantante de rock, activista político, profesor
de matemáticas, hipnotista, esotérico y
periodista, Pterocles fue y sigue siendo un
boxeador nato, que como los de mayor prosapia,
se forjaron en las calles más peligrosas del
barrio.
Dice Cortázar, el gran cronopio, que “en ese
combate que se entabla entre un texto
apasionante y su lector, la novela gana siempre
por puntos mientras que el cuento debe ganar
por knock out”. Así lo demuestra
Pterocles durante los 11 encuentros que se
presentan en su libro.
Puede afirmarse sin temor, que en cada uno de
estos textos hay intensidad y contundencia.
Intensidad en el uso de un lenguaje vigoroso y
veloz, que nunca da tregua al lector y lo
mantiene en absoluta tensión. Contundencia en la
construcción de la sorpresa; no la que resulta
de un final efectista, sino aquella que se
origina en la vitalidad de los personajes y en
una trama alejada de toda fórmula narrativa.
En esta antología, Arenarius hace de fajador o
de estilista, peleando con cálculo felino o con
rabia perruna, para conseguir siempre la
victoria por la vía del cloroformo. A veces
aplica la fuerza y la destreza necesarias para
conectar un mortal uppercut, y en otras
se mueve con la elegancia y la precisión que
requiere el filoso jab. Así demuestra los
recursos y las mañas de un viejo púgil, pero
sostenidas por la energía de un joven escritor.
Combinación al parecer contradictoria en la vida
real, pero paradójicamente posible en el
cuadrilátero del arte.
Fiestas
debe su nombre no sólo a una parte de las
temáticas que aborda, sino a la profusión de un
lenguaje que del rigor de sus principios
formales se eleva hasta estallar en sus
distintas posibilidades.
Así, en un principio, su narrativa puede ser tan
expositiva y didáctica como en el cuento “Por un
pecílgo”:
“Actuó con pasión ingenua. Entrega de semejante
totalidad sólo se autoriza por el candor. Su
palpitante fervor era bisoño, producto de la
sabiduría prístina, propia de los seres vivos.
Dije para mis
adentros “gracias, Dios mío”.
Regresé (guiado
por, necesariamente, ella, principiante) al
principio.
En el principio
fue el verbo.
El verbo. La
conjugación. El verbo, acción o pasión.
Primera
conjugación:
tocar
jugar confiar gustar
conjurar
amar tolerar
soñar
charlar
dar.”
O más adelante, en el crescendo de su
narrativa y ya instalado en pleno paroxismo
verbal, su lenguaje puede convertirse en una
suerte de dialecto propio del hampa, como en el
relato “Ese conecte”:
“P’s va, te cuacha un coto del parle más efe
¿no? Chido y salitres: nomás oclayo coco y
oreja; chanclas. Al tiro ¿eh?
Cada banda maneja su verbo, pero cincho, cómo
nariz, hay un rollo capitán, o bueno, general.
La transa es conectar dos tres aligeres más bien
leves que se rolan. O sea, para picar la salsa
chido tienes que caer en un terreno machín ¿verdá?,
tierra de apaches, sitio macizo.
La voz de los distintos narradores que
intervienen, va modulándose desde la propiedad
del caballero que por la magia de la ficción se
transmuta en chafirete, teporocho, rata o judas,
según sea el caso. En sus páginas desfilan
mujeres de toda laya que coinciden en su arrojo
y bravura, como en la historia de “Madreardiendo
y bailarás”.
“―No
hay pedo, hijo; va un tirito derecho: tú y yo,
Pirata. ―Y decir como hacer el Madreardiendo se
puso a tiro y armó la guardia. Jactancioso el
cabrón todavía volteó a vernos―: esta pinche
vieja pelea como cabrón, ya la conozco.
―Entonces Itamar, La Piratita, hija y nieta de
rameras, madreadora cotidiana, le cambió el
estilo y empezó a pelear como vieja: le apañó un
fajo de greñas para rasguñarle bien la jeta. El
cabrón trató de someterla con dos tres vergazos,
pero ella aguantó; se veía que la madriza, era,
para ella, sí, cosa diaria. Peleando astutamente
encontró forma de asestar un patadón harto
culero en los meros aguacates. El Madreardiendo
(golpeado una vez más de miles por puta desde
que era chiquito) hasta brincó, tan fuerte había
sido el cabronazo.”
Fiestas
también es el panóptico del barrio, el ojo del
refuego, el retrato de la vida y milagros de sus
personajes, que a diferencia de una literatura
más escandalosa, no intenta mitificarlos sino
desnudarlos en toda su frágil y terrible
humanidad. Una suerte de verismo, en ocasiones
brutal, que busca, como en la literatura de
Hemingway, “hacer la historia tan real, más allá
de cualquier realidad, que llegue a ser parte de
la experiencia del lector y parte de su
memoria”. De esta manera, quien lo lee también
forma parte del selecto grupo de invitados a la
“Fiesta (Cuando bajaron los ratones)”.
“La vecindad era más o menos grande, pero no
cabía la gente. Entonces cerraron la primera de
Juan de la Granja, desde Corregidora hasta Auza.
Las putas del Chale, que chambeaban en el
veintiuno de Juan de la Granja, dejaron de
trabajar desde a eso de las tres de la tarde.
Las de doña Ramira, la del quince, ésas sí le
siguieron, pero al rato ya andaban también en el
refuego. Bajaron los más gruesotes rateros,
cuates y no cuates de Manuel el Matador. De San
Antonio Tomatlán donde abundan cabrones que son
hijos de la chingada; de La Bella Helena que son
unos perros para pelear; los de El Quinto
Infierno, p’s matones y asaltantes; de La
Candelaria de los Patos donde presumen que te
roban los calzones sin quitarte los pantalones,
bueno, pa’qué te digo, lo más grueso. Ahí anduvo
el Chavo Narciso, retintero y buen corredor;
Mario el Chaparro, tambor retinto pero además
chinero; Felipe el Carimula, famoso carterista;
don Raúl el Flaco, el más respetado fardero de a
la brava por sus grandes güevos; el Güero
Patillas que le hacía a todo pero más bien era
ojete y mal intento de padrote. También llegaron
las más adineradas madrotas de los barrios, como
doña Petra la Tecolota que trabajaba en La
Candelaria con pura putita provinciana, la
Rebeca de San Ciprián que todos los años
consigue y conserva una quintito para vendérsela
al mejor postor el día de la fiesta de San
Geronimito; doña Serafina Mendiolea que tuvo el
putero más grande –qué te diré, fácil más de
cien putas– aquí en El Cuadrante de La Soledad.
Bueno, pa’qué te digo, tanto hicieron que aquí
no cabe. Eran flor y nata.”
Con este volumen de cuentos y relatos, que
recoge una trayectoria de más de tres décadas de
escritura, Pterocles Arenarius confirma su
calidad gramo por gramo y letra por letra. A
pesar de que considera su literatura como un
“acto de amor”, en la pasión y el ritmo de sus
textos se respira la atmósfera del combate
pugilístico. Después de todo, tanto en el box
como en el sexo, los cuerpos se enfrentan
rompiendo los límites de la identidad y del
sentido.
Espero que al terminar de leerlos, ustedes
puedan ver lo mismo que yo: en el centro de ese
ring iluminado, la figura imponente y solitaria
del Kid Pterocles que alza los brazos como todo
un campeón.
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