El
drenaje de León, el puente de Coatzacoalcos, el
Centro Mundial de Comercio, antes llamado Hotel
de México, me niego a llamarlo en inglés; el
Palacio de Minería, las estaciones del metro
Chapultepec, Balderas, Sevilla, Allende, Bellas
Artes, Hidalgo, la Hacienda de la Flor en
Texcoco, la misma de Juan Charrasqueado y la más
bella de tus hazañas, el rescate de
Coyolxahuqui, extraída con tus ingenios y tus
maniobras. Muchos edificios más, miles de
acciones más que ni siquiera supe y otras que no
recuerdo llevan la huella de tus manos.
En
cientos de lugares de este país y algunos del
otro, el del norte, que bien admirabas, tienen
tu impronta digital. Ahí dejaste tu vida. Ahí te
ganaste la vida. Miles, millones de gentes
transitan y usan lo que tú nos construiste.
Nadie se imagina que hoy que dejas este mundo,
sigues viviendo en tantos lugares porque en ésos
dejaste tu vida.
Lo
primero que recuerdo es que tú eras mi Dios. Tú
lo podías todo. Tú lo sabías todo. Lo que tú
tocabas se volvía perfecto. Tú fuiste mi gran
maestro. Me enseñaste a caminar en este mundo.
Todo era tan fácil cuando me decías el más sabio
consejo: “Busca el modo. Encuentra la manera” de
resolver cualquier problema. Y esas palabras
hacían todo tan claro. Lo imposible era fácil,
sólo había que buscar el modo y encontrar la
manera de resolverlo.
Me
enseñaste cosas que en este momento me definen:
ese prodigio de actitud ante la vida del que
nunca perdiste esencia, el entusiasmo; palabra
bellísima desde su origen: “Tener a Dios dentro
del cuerpo”. Si pienso bien de la gente, si
tengo fe en la humanidad (aunque no me den
motivos), si sigo creyendo en el amor, si sigo
buscando el conocimiento, la sabiduría, si creo
que la vida es buena, se debe a la primera gran
enseñanza tuya, señor: el entusiasmo. Ya grave
de salud le dijiste a las enfermeras, cuando te
preguntaron que cómo estabas, sonriendo
respondiste, “Como la fresca mañana”. Y juro a
los que leen que en medio de tu laboriosa agonía
te vi sonreír.
La
segunda gran enseñanza, señor, fue tu inmenso
amor a la mujer. Segundo gran regalo para mi
vida. Tu veneración por la mujer ha sido el
motivo delicioso de existir. Contigo comparto la
indeclinable creencia de que la suprema belleza
en este mundo y la gran sabiduría para transitar
en él, se encuentra en la mujer. Contigo, mi
señor, me rindo ante el sexo femenino y consagro
a la mujer como la belleza encarnada y como la
presencia y la acción creadora, a su través, de
la divinidad en este mundo. Y como tú, señor
amado, no lamentamos no haber sido mujeres sino
hombres, tan sólo porque siendo hombres se nos
regaló merecer esa bendición divina: la mujer,
el amor de una mujer, el cuerpo de una mujer.
Señor, aunque hayamos hecho pagar a ciertas
mujeres esta nuestra veneración de simples
hombres.
Querido señor Ortega, te agradezco que en mi
primera infancia me inocularas el amor al
conocimiento concretado en los libros. Los
libros que han sido mi vida, los libros que me
han hecho muy otro que yo no era. Otro que
parecía muy lejos y muy fuera de mis
posibilidades. Señor, tú me diste los libros,
gracias a los cuales, hoy que me dejas en este
mundo, te puedo decir que he vivido al menos
cuatro vidas, a cual más intensa y agradecible.
Señor padre: soy lo que tú engendraste en este
mundo. Soy lo que fui adquiriendo, lo que
acumulé a lo largo de esta ruta cuyo inicio tú
marcaste. Señor mío que tuviste la sabiduría, la
sensatez y la osadía de llamarte a ti mismo como
tú elegiste y no como te estaba destinado;
patronímico que nos heredas.
Desde tu tercer año de primaria fuiste maestro
de ingenieros, llegaste a construir edificios
bajo tu mejor sapiencia erudita de constructor
empírico con tus manos y desde tu imaginación de
obrero y tu conocimiento de buscador.
Hoy ha concluido tu camino en este mundo que
cambiaste para bien, porque hoy, muchos ni
siquiera tienen idea de que circulan por tus
calles, habitan tus edificios, se protegen con
tus muros, se regodean con tus ornamentos. Hoy,
mi señor, dejas de ser carne y te vuelves
historia, regresas al seno de la gran madre, del
gran padre. Tengo, padre mío, la estafeta y te
agradezco, aunque no hay con qué hacerlo, el
tesoro de tus enseñanzas: el entusiasmo, la
veneración por la mujer y el apego al
conocimiento. Tres maneras sublimes de estar en
este mundo. El amor a la vida, a la humanidad
―en particular a la parte mayoritaria de la
humanidad, la mujer― y al saber y conocer que
juntas son un solo concepto, una sola manera de
estar en el mundo: el amor.
Señor amado, gran soldador, gran constructor,
gran maniobrista, Gran Arquitecto de ti mismo,
te entrego en las manos de Gran Soldador, del
Gran Maniobrista, del que finalmente es el Gran
Arquitecto, Diseñador y Constructor de cuanto
existe. Un sitial de privilegio, sin duda,
mereces en la inmensa obra de ese Constructor.
Te
dio la divinidad, el universo, un talento, hoy
regresas cargado, rebosante de talentos y dejas
obra buena y abundante en este mundo.
Nos dejas a nosotros, tus hijos, testimonios de
ti, de tu paso en este mundo.
Señor amado, padre
mío, aquí estoy, aquí seguiré algunos años, soy
parte de tu obra. Nos vemos pronto, allá, donde
estés. Bendito seas. |