Tulancingo cultural tras los tules... Tulancingo, Hidalgo, México |
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27.Sept.14 Granizo Tocó la trompeta frente a la pared, leía algo que no recuerdo. Nos quería hacer llorar con su fruta agria. Para los asistentes la sed era más fuerte: bebimos un whisky barato que nos hizo bailar igual que la lluvia. Algunos cayeron como granizo; yo, por ejemplo, reboté hasta la cama de un hotel y no quise moverme más porque era un redondo trozo de alcohol.
Fisura Si en las delicadas angustias hay una fisura déjame entrar cantando al concierto de las calles, permíteme darte un sonido imperfecto que te acompañe en las vueltas de una hoja seca. Seamos una vez más una estructura naciente, las manos del vendedor de libros en el callejón Condesa, el envés de esa lámpara que brilla entre los menesterosos. En aquel momento fue imposible soñar que se acabaría la tifoidea, ni el Ángel Ebrio de Kurosawa podría haber hecho algo por nosotros, nos hubiera sacado a patadas de su consultorio. Si aún existe, si aún hay una rendija, ésta es una forma de pedir perdón a los cuásares más tímidos, de extender un lienzo donde pueda servir el pan y un poco de agua fresca para tu sed y para mi corazón. La calle A José Francisco Zapata Para salir a la calle se precisa una ruptura, pasar de un lado a otro en busca de la sombra nuestra, esa posesión intangible que urge tanto por su presencia solidaria. No es nada escrito, es la hora de tomarse en serio los días de lluvia, es la hora de pararse bajo los árboles que dan su savia transparente para no morir como polvo cotidiano encerrados en jaulas diurnas, dentro de ruidos que caen como rayos del mismísimo Tláloc. Pues ha de saberse el viento que no existe sólo para sonreís entre cuatro paredes si no para devorar con su fuerza natural los muros y arrancar la hierba acostumbrada a vivir de la cal. Amante continuo del abismo, el sueño de la tierra alza sobre su cuerpo mil manos, música entre rocas. Aparte de las arterias ha de ser útil emborracharse con ese amigo que nos regala la ciudad porque enloqueció mirando a Nahuin Ollin cuando caminaba como una flor perdida, lejos de su propio mapa. Desde luego, temer a los payasos que nos han asustado con su melena incendiada es más que necesario en este momento, cuando la mano se abre poderosa ante la nada y se colma de toda aquella posibilidad enardecida de jugar con sus ramas. No debimos construir las redes que tejen el olvido sobre un reino que baila y se envenena por la tarde. Nos han hecho sordos. Las paredes reclaman el alto volumen. Somos responsables de poner la voz en una caja cerrada igual a una piedra en la Zona del Silencio. En la banqueta aguarda el centro del mundo. Globos y viento juegan cerca de un árbol partido por un rayo. La libertad algo más que una caricia seductora.
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