Plausible, por decir lo menos, ha sido la decisión de
Cristina de la Concha respecto a dar a conocer a poetas
mexicanos contemporáneos a través de las páginas de su
perseverante Boletín Tulancingo cultural.
La directora del Boletín ha encargado tal comisión a
quien suscribe, y no puedo menos que agradecer semejante
deferencia con una meticulosa selección para cada uno de los
Números de Tulancingo cultural.
Esta primera entrega reúne textos de Mario Alberto Patiño,
compilados en su poemario
Cartas desde los sitios de la lluvia,
editado en 2008 por la Academia de Extensión Universitaria y
Difusión de la Cultura en la FES Zaragoza, UNAM.
Pero ¿quién es el autor? Dejemos que la maestra Imelda Ana
Rodríguez, autora del prólogo, nos informe.
Primero conocí a Alberto Patiño y después leí su poesía.
Importa esta anotación para que el lector tenga, de mi
parte, una advertencia: el hombre dio luz al poeta palmo a
palmo. Lo trabajó con certidumbre de relojero experto. Le
trajo al mundo igual que como se alumbra un nacimiento:
exigiendo que la respiración sea una obligación autónoma.
Alberto Patiño es poeta nacido en ceremonia de creación,
recreación, de tributo a la vida, de resolución. Y este
parto, resultó más carnicero que la tristeza.
Él habla de las transiciones de la vida alojadas en la
memoria del cuerpo. En la piel como territorio de sentidos
por los que respira, se estremece, suda y llora la
nostalgia. Cuerpo que hace casa en la palabra que nos tiene
y nos contiene como lecho del río que se gasta y desgarra la
tierra, la piedra, las semillas del costado; que lava el
tiempo y purifica el aire.
Alberto, como Rilke, sabe que cada cual lleva en sí su
propia muerte como lleva la fruta su hueso, y que el poeta
traslada, en la elegía, el sabor salado de su carne. En
efecto, solo en la poesía puede gestarse la ilusión de
muerte y, en ella, muchas veces, deja de existir el miedo de
morir en ese mismo instante. Pero vivir con el
poema a cuestas, con sus grandes títulos, sus formas
verticales como la laringe, con sus comas desgarrando las
últimas vocales, o a veces dejarlo reposar en las palabras
no dichas, no resuelve ni agota la infinita melancolía que
se hace sangre, veneno y alimento.
Y es que Alberto, cuando escribe un poema, desgrana su
semilla madura y pródiga porque él es tierra, raíz, hueso y
fruta al mismo tiempo.
En el ojo de este poeta se transporta la luna como
espejo y como lente, para iluminar y reflejar los motivos
del amor que se destroza y fluye por un
cabello sucio enredado torpemente en el
cuello de un saco,
cuando el tiempo se satura de
pájaros sucios
o
cuando una lágrima se conserva para no derramar la memoria.
Lágrima de identidades contenidas, efímeras
promesas, sueños
amorosos e implacables pesadillas que han hecho del
amortraición una caída letal anticipada.
Poeta hecho dolor cuando se hace presente el anuncio
de la muerte, el pesar del abandono, el cáncer de la
indiferencia o cuando el accidente atropella su respiración,
rompe su cráneo o le desgarran el íntimo deseo de continuar
asido al eterno y profundo amor filial o al minúsculo
recuerdo de cosas corrompidas, pequeñas e insignificantes.
Pero más propias que uno mismo.
Increíblemente, de ese dolor forma su aliento,
disciplina su carácter y templa su voz, para que cuando él
hable de la muerte o el dolor, la muerte o el dolor dejen de
existir.
La poesía de Alberto es un largo inventario de
emociones perdurables, endurecidas unas, rancias y ácidas
otras, conservan el calor del verano en el que se cultiva el
olor de las frutas, el
pan
de agua,
el sabor de algunos besos peregrinos y la textura pastosa de
la melancolía. Algunas más, resultan de levantar sus más
tiernas costumbres del olvido.
En este libro, el lector también se encontrará con la
desolación
de
un cuerpo
azul
y
vencido que camina haciendo ruido con los huesos quebradizos
a pesar de que
los pies son de silencio.
Tropezará con el veneno del desánimo y el terrible
egoísmo del pasado que, implacable, nos despoja de lo que
realmente nunca fuimos a fuerza de tanto querer ser.
Al llegar hacia el final de este poemario, queda la
suma y sensación de que la biografía de Alberto Patiño está
empezando a ser escrita con su mano diestra, que también
corta manzanas y atesora el calor de los amigos.