Leo
desconcertado
una nota en
Expresiones:
“Buscan
lugar para
acervo de
Garibay”. El
artículo
narra las
desventuras
de su
biblioteca.
Libros de
escritores
distinguidos
mal
subastados,
documentos
valiosos y
volúmenes
que no
encuentran
sitio donde
habitar, un
aguerrido y
talentoso
escritor que
muerto lucha
por ser
leído, ajeno
a los
reconocimientos
del mundo
oficial.
Fuimos
amigos como
rica
herencia
familiar:
Ricardo
Garibay
fue cercano
a dos
Avilés:
mi padre y
mi tío
Sergio,
ambos
escritores y
ambos más
olvidados
que el
talentoso
autor de
La casa que
arde de
noche.
La relación
comenzó
justo cuando
publicó
Beber un
cáliz.
La muerte de
mi abuelo
paterno me
dolía de
modo
intolerable
y busqué
alivio en
tal obra y
en una más
del
florentino
Vasco
Pratolini:
Crónica
familiar.
Mucho
después
hallaría
consuelo, al
fallecimiento
de mi madre,
con la
relectura de
Una
muerte muy
dulce
de
Simone de
Beauvoir.
El encuentro
con
Ricardo
Garibay
fue
inolvidable:
poderoso
física e
intelectualmente,
bien
parecido,
aguerrido,
desdeñoso,
inteligente
al extremo,
de carácter
duro, de una
agresividad
espléndida,
pero en
particular
era soberbio
como pocos y
era así
porque
simplemente
fue un
hombre
distinto.
Rudo ante la
vida que
suele ser
ruda,
amoroso con
las mujeres,
adorador
rendido del
arte
literario y
dulce con
sus amigos
como
Rubén
Bonifaz Nuño,
María Luisa
Mendoza,
Fausto Vega...
Feroz con
sus críticos
y enemigos.
Irónico con
sus pares.
—¿Qué opina
de
Carlos
Fuentes?
—No lo
conozco. —¿Y
de
Paz?
—No sé quién
sea. La
periodista
quedó
desconcertada.
Los libros
de
Garibay
salían uno
tras otro
sin aparente
esfuerzo,
así como
vivía con
intensidad,
escribía con
la pasión de
Balzac,
Tolstoi,
Victor Hugo
y
Hemingway.
Todo para él
era
literatura.
Su
sensibilidad
lo llevó a
dedicarle
muchas
páginas al
análisis del
Cantar
de los
cantares.
Era un
hombre de
excesos. A
su muerte,
algunos
intelectuales
que habían
sido
despreciados
por él, no
sólo
respiraron
aliviados
sino
tuvieron
ridículas
declaraciones
en su
contra.
Claro, no
podía
defenderse.
Como a buen
varón, le
gustaban los
placeres de
la vida, sin
embargo,
junto al
mejor vino,
a la
delicada
mesa y a las
mujeres,
Ricardo
dominaba la
literatura,
rescataba a
clásicos
como
Cervantes
de los
académicos o
peleaba por
el uso de
una palabra
que le
parecía
bella o
aguda.
Me doy
cuenta ahora
que
Ricardo
Garibay
llenó mi
vida mucho
más de lo
que imaginé.
Dos de mis
volúmenes
autobiográficos,
Recordanzas
y Nuevas
recordanzas
hablan
repetidamente
de su
literatura y
del respeto
y admiración
que le tuve.
Nuestros
encuentros
primeros
(por 1966)
fueron
ocasionales
pero muy
intensos,
más
adelante, en
la Sociedad
General de
Escritores
Mexicanos (Sogem)
de
José María
Fernández
Unsaín,
se
intensificaron.
Nos gustaba
el vino y
provocar
discusiones
y malestar.
Alguna vez,
durante una
comida con
políticos
priístas,
Garibay
y yo
habíamos
comenzado a
beber con
anticipación;
el resultado
era una
conversación
divertida.
Nos
encontrábamos
tan a gusto
que fue
imposible
percatarnos
de que
nuestro
murmullo se
había hecho
gritería
atrayendo la
severa
intervención
de
Fernández
Unsaín:
Ricardo,
René,
Dulce María
Sauri
está
hablando de
los
problemas
nacionales.
Ricardo
se
interrumpió
y la miró
desdeñoso.
Sin
transición,
sólo
cambiando de
tono,
interrogó a
la destacada
política:
Bien,
señora,
¿cuántos
libros ha
leído?,
porque está
usted
hablando
ante
escritores.
Respuesta:
Algunos,
maestro
Garibay.
Ah sí, pues
deme títulos
y autores,
repuso de
forma
instantánea
Ricardo.
Así era de
temible el
Garibay
varón,
mientras que
el
Garibay
escritor era
muchas
cosas, en
especial
fiero,
sensible y
contradictorio.
Lo curioso,
ahora lo
observo, es
que tuve
mucho que
ver con los
escasos
reconocimientos
a
Ricardo.
Fui parte
del jurado
que le dio
el Premio
Colima por
mejor obra
publicada
por Taíb,
donde
trabajé con
Sergio
Galindo,
hablé en la
entrega de
un homenaje
que le hizo
Sogem y
también
organicé uno
más en la
UAM-X. Este
acto
literario se
convirtió en
un recuento
gracioso de
las andanzas
de
Garibay
y
Froylán
López
Narváez
en Nueva
York. Al
salir del
reconocimiento,
Ricardo
se topó
emocionado
con un viejo
boxeador con
el que había
intercambiado
puñetazos
dentro del
ring.
Por último,
ambos
ingresamos
al Sistema
Nacional de
Creadores
simultáneamente.